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jueves, 31 de julio de 2014

EL MIEDO

"...Y ando, aparto
esa otra vida a solas que no entiendo"

Vicente Aleixandre: Diálogos del conocimiento


Ayer volví a casa tras unos días playeros. Iba escuchando erráticamente la radio mientras conducía por carreteras casi desprovistas de tráfico, buscando en el dial algo que me interesase. En una emisora estaban hablando de las fobias, concretamente del miedo a volar en avión y de unos cursos que daba un expiloto para superarlas. Explicó muy claramente que se trata de combinar los conocimientos (física al alcance de todos: por qué no se cae un avión) con unos consejos y ejercicios encaminados a un cambio conductual.

Bastante elemental. Lo que me chirrió fue una frase que dijo y que mucha gente repite: “El miedo es muy libre”. He oído esa frase reiteradamente para justificar por qué, por ejemplo, un amenazado por ETA se iba del País Vasco. Pero, como en el caso de los aviones, es justo al contrario: si hay algo que elimina la libertad es el miedo. El miedo es humano, incluso podríamos decir que hunde sus raíces en el animal que nunca hemos dejado de ser y por ello se genera esta conducta instintiva de huida, para poder sobrevivir a una amenaza. Pero no hay deliberación racional, no hay alternativas a considerar. Por ello no es ni muy libre ni poco libre, sino nada libre.

Los peores miedos son los patológicos, ésos que destruyen la vida cotidiana o la convierten en un calvario. Ésos que se han instalado en nosotros por falsas creencias, por asociaciones mentales no reflexionadas y de difícil eliminación. Ojalá existiera en nuestro cerebro una tecla “delete” para enviarlas a la papelera de reciclaje. Pero no existe, al contrario que esos miedos que nos paralizan.

Cuando subo a un avión y empiezan las taquicardias y los sudores al despegar, comprendo a los fóbicos. Lo mío es simplemente un canguis pasajero.  Y entonces pienso en la injusticia y falsedad de ese lugar común: claro que el miedo no es libre. La libertad es ausencia de constricción, externa o interna. Tener miedo lo hace imposible.

No quiero en este día de tránsito veraniego ponerme grave y fatalista. Pero el miedo es también social. Y el tratamiento es más complejo. Una sociedad con miedo es más fácil de controlar.

El miedo nunca es libre.


jueves, 24 de julio de 2014

QUIQUE EL CUCHARA

Uno de esos días inconcretos de verano, a hora difusa, más o menos a mediodía o después de comer, pongo la tele y salgo de la habitación: vuelvo con la sensación del déjà-vu mezclado con estupefacción retrospectiva. En efecto: Verano azul.

Concretamente, la escena en la que Chanquete, Julia y la muchachada antisistema entonan eso de “…del barco de Chanquete, ¡no nos moverán!”. Porque el barco de Chanquete era la representación avant la lettre de los derechos sociales y la cuadrilla de adolescentes el símbolo de la resistencia perrofláutica a que especuladores y voraces depredadores del estado de derecho terminen con todo.


La escena remite a cualquier acción de la PAH y a la resistencia civil sesentaiochista, pero con un delicioso punto naif, con su anciano pescador, abuelo maravilloso de todo aquel que precise un abuelo. Con una Julia posthippie, pero despojada de los molestos aromas de la maría, y privada del comunitarismo ibicenco de lechuga, abalorios y amor libre.

Los chicos son punto y aparte. Representan arquetipos. No recuerdo la razón, pero en la escena no están Bea y Desi. Bea es la guapa, lánguida y etérea, de hermosa y distante sonrisa. Con Desi fueron crueles hasta con el nombre, diminutivizado para evitar el último toque de fealdad sobrevenida; a ello añadieron aparato en los dientes, padres separados… y los pies en la tierra, y cercanía, realismo. “Qué maja”, se decía entonces de las chicas así, para pasar inmediatamente a entrar a la amiga.

Javi y Pancho son los dos gallos del corral, los machos alfa de la camada. Javi es el gallo forastero, rubio, guapete, urbano. Pancho es el gallo local, de familia pobre (sabemos, suponemos, apenas se muestra); sabe pescar, tiene recursos, pero es esquivo y se avergüenza a veces de sus orígenes humildes. Los dos asedian sin éxito a la inalcanzable Bea. Pero no caben dos gallos en el mismo corral.

Piraña es un gordito nada estigmatizado y tiene unos padres sacados de las viñetas de Forges. Lleva su sobrepeso con alegría, se zampa interminables bocadillos y cree que sabe más de lo que sabe. Se considera a la altura de los mayores de la pandilla, y por eso tiene una conducta entre paternal y displicente con su amigo Tito, el pequeño, hermano de Bea, que es la inocencia, el asombro, la gracia infantil.

Y luego está Quique. No sabemos nada de él. No tiene un rol claro. Está, pero no es. No tira los tejos a Bea, ni siquiera a Desi. Y tampoco se ven confusas miradas con los chicos. Sus frases son contadas y su personaje… ¿qué personaje?

Es Quique el cuchara, el que ni pincha ni corta. Una suerte de pagafantas. Si hubiera guateques pondría la música, llenaría los vasos e iría a comprar el hielo a la gasolinera. Cuando está no se hace sentir y cuando no está nadie lo echa de menos.

No sé si los guionistas quisieron representar con él a los invisibles, esas personas que pasan por la vida sin dejar huella. Porque han pasado casi 35 años y la gente recuerda los personajes, la muerte de Chanquete... Pero ¿quién recuerda a Quique? ¿En qué estaba pensando Antonio Mercero cuando diseñó los personajes? ¿Alguien ha escrito una tesis universitaria sobre su función y significado en la serie?


Nota final: Este post surge como resultado de una estival cena familiar, ricamente regada por cervezas y vinos, con altas temperaturas y un parchís de seis en la mesa. Espero que me perdonen mis lectores por tanto desparrame insustancial. Y ahora, más en serio, a ver si conseguimos que los delincuentes cuya crueldad esté probada vean Verano azul. Varias vueltas a sus 19 capítulos. Antes de que la Convención de Ginebra diga algo al respecto.

miércoles, 16 de julio de 2014

TURINESES


El 3 de enero de 1889, en la Plaza Carlo Alberto de Turín, Nietzsche se hundió en la locura. Once años permaneció  en ese estado, hasta su muerte.

El 26 de agosto de 1950 Cesare Pavese se suicidó en el Hotel Roma, frente a la estación de ferrocarril.

El 11 de abril de 1987 Primo Levi fue encontrado muerto en el rellano de la escalera de su casa. Algunos hablan de suicidio; otros niegan esto y prefieren hablar de muerte accidental. Ocurrió en el número 75 del Corso Re Umberto. Aún hoy siguen viviendo allí sus familiares.

He ido a Turín. He estado en estos lugares. He dado las gracias por toda la belleza, valentía y verdad que estos tres escritores me han dado.

Naturalmente, me alojé en el Hotel Due Mondi.


“Por lo que más se nos castiga es por nuestras virtudes”.
Friedrich Nietzsche: Más allá del bien y del mal

“Mudos, descenderemos al abismo”.
Cesare Pavese: Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

“Debemos andar derechos, sin arrastrar los zuecos, no ya en acatamiento de la disciplina prusiana sino para seguir vivos, para no empezar a morir”.
Primo Levi: Si esto es un hombre

lunes, 7 de julio de 2014

BOLUDECES XVIII: APARCACESTO

Es normal que en estos tiempos oscuros de abisales finanzas los gobernantes de la cosa afinen su ingenio. El reciclaje y la polivalencia están a la orden del día, son imprescindibles para no dilapidar el dinero público y optimizar los recursos.

¿Pero había que llegar tan lejos? ¿Es preciso utilizar como aparcadero una cancha deportiva… de baloncesto (o lo que quiera que sea ese trozo de campo con unos hierros que alguna vez debieron servir para gasolear)?

La imagen está tomada en un pueblo de la Sierra Norte de la provincia de Guadalajara.



miércoles, 2 de julio de 2014

LA PROFESORA (RELATO)

Coeliquore ha convocado la cuarta edición de su concurso de relatos. Ayer salió la resolución, y su jurado ha tenido a bien otorgar el premio, en la categoría de "Relato corto", a esta narración, de la que soy autor. Con su permiso, ahí va:


La calefacción está demasiado alta. Intento resolver una ecuación de dos incógnitas, por igualación. La profesora lleva un jersey de cuello alto, ajustado, color fresa, o fucsia, no sé bien, pantalones negros. Se acerca a mi mesa, pero atiende, inclinándose sobre él, al compañero de delante, Gonzalo, pelo muy corto, más alto que yo, concentrado sobre su ejercicio, orgulloso de sus deberes ante la maestra: una sonrisa, la mano aprobadora sobre el hombro. Ella está delante de mí. Sus  pantalones negros son de tipo vaquero, tal vez más finos, la marca en una pequeña tira en el bolsillo posterior derecho: Ligne Droite. Huele tenuemente a jabón de lavanda, casi imperceptible a esta hora de la tarde. Se incorpora y entonces se acentúa el aroma: también a pelo limpio, no muy largo, color cobrizo. Pasa ante mí. La miro de reojo mientras se mueve entre los pupitres y probablemente no se da cuenta, debe pensar que estoy haciendo los cálculos que precisan los problemas. Su pantalón tiene remaches metálicos y un cinturón con grabados de flores de lis que sólo se ven si ella está cerca del pupitre. Cuello alto, demasiado calor. Quizá tiene tendencia a enfermar de la garganta, frío y calor, hablar una hora y otra. Pasa ante mis ojos y pierdo su contorno. El compañero de la segunda fila conocerá las vecindades inmediatas de la lavanda. Se fijará también en los labios en los que ahora reparo cuando, desde la tarima, escribe en la pizarra las principales dificultades del ejercicio que aún no he terminado. Los ha pintado unos instantes antes de entrar, casi sin color, rojo es demasiada atención sobre la boca; trasparente, sí, pero hay vetas de intensidad que coinciden con los surcos que la vida ha ido roturando en ellos. Al cabo del tiempo sólo queda la tonalidad original de la carne. Necesita retocar al comienzo de cada clase, quién sabe si a veces también una gota de perfume, un modo de decirse estoy lista, vengan quebrados, polinomios, incógnitas. El tiempo irá borrando artificios. Excepto el hipnótico color de su jersey fresa o fucsia, mejor que el amarillo del martes; ajusta bien y me agrada la embriaguez que suscita en mí. Casi una leve fiebre gozosa que encuentra acomodo en la parte superior de la cabeza, donde el tiempo se dilata. No he terminado el ejercicio, que realizo con languidez, aunque a ella le parezca precisión y detalle: mis dedos han acariciado el papel, una ecuación, dos incógnitas, igualación; el cálculo se hace elegante, como una caricia en las neuronas. Tengo unas décimas de fiebre sentimental y es hora de salir. En el pasillo alguien me habla y la calle nos recibe y nos golpea. Hay otra categoría de mundo. Perdemos el autobús que acaba de pasar mientras empieza a empaparme la lluvia y no me importa.