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domingo, 27 de abril de 2014

1/3 DE TREN Y UN GEYPERMAN QUE LLEVE BAÑADOR

Mi señora madre anda necesitada de que le ordenen los papeles y facturas. De modo que hicimos una kedada los hermanos para la cosa documentera y clasificatriz. Tres horas, seis manos y varias bolsas de basuras después, la tarea estaba hecha. Y, casi al final, al fondo de un cajón, aparecieron unas tiernecitas hojas que relataban peticiones a los Reyes Magos o inventariaban lo que habían traído ese año.

Debajo de mi nombre, una lista de los regalos incluía… “1/3 de tren”. A mi hermano mayor le habían traído… otro tercio de tren. Pero a ninguno más en la lista le aparecía tal obsequio. De modo que debemos llamar a Iker Jiménez para que nos aclare el misterio del tercio desaparecido. Es más, ahora que soy adulto y peino algunas canas, me pregunto qué pensarían nuestros hijos si les regalásemos 1/3 de móvil o 1/4 de I-pad. ¿Quién es ese miembro fantasma de la familia que se benefició del tercio missing? Y aún más importante: ¿en qué tercio estaba la locomotora?

No quise leer en voz alta la carta infantilísima del minus brother, pero él fue aguerrido (mal hecho: eso luego es recurrente en las Navidades), empuñó la hoja y leyó en voz alta: “Quiero que me traigan un Geyperman  que lleve bañador”. Ya se veía, ya, que no le llamaba la vida por la cosa licenciosa y desnudista, sino por el orden geypermán, con su bañador bóxer; ni siquiera un tanga chuequero y vacilón, no. Luego aclaró que era el modelo nuevo. Pero a destiempo: el cachondeo estaba hecho y para siempre forever.

Y tuvo suerte: le podían haber regalado 1/3 de Geyperman. Y en bolas.

martes, 22 de abril de 2014

PRIMERAS DUDAS CON EL PRÍNCIPE DE DINAMARCA

Si por algo me gusta Shakespeare es porque sus personajes son eternos. Son arquetipos, ideas. Los reconocemos porque nos reconocemos: los celos, el amor, la ambición, la traición, la amistad… Pasiones humanas, demasiado humanas, al alcance de chonis y de espíritus excelsos; el alma humana se parece mucho en todos los lugares y tiempos.

Cuando era un niño cuyas lecturas no pasaban de Mortadelo y Filemón y Los Siete Secretos, una noche me senté al lado de mis padres a ver Estudio 1, programa semanal de grandes obras de teatro. Pusieron Hamlet, de un autor inglés cuyo nombre aún no he aprendido a escribir bien. No entendí casi nada de la obra, pero el célebre monólogo se clavó en mi cerebro para siempre. Supe oscuramente lo que era la duda, el absurdo de la existencia, la desorientación por tener más preguntas que respuestas. Hamlet será siempre para mí ese ser atormentado que quiere saber pero cuyas convicciones sólo son arenas movedizas.

Muchos años después entendí algo más, pero nunca las nuevas certezas fueron tan deslumbrantes como las primeras dudas que ese Hamlet inoculó en mi sangre infantil.

Y, por alguna asociación postfreudiana, ese texto viene a mi mente cada vez que escucho a Nexus 6 proclamar hamletianamente aquello de las lágrimas en la lluvia…

















Tampoco hay que perderse la maravillosa To be or not to be, de Ernerst Lubistch, y su hilarante escena con temática cornúpeta.




miércoles, 16 de abril de 2014

BOLUDECES XVII: PASOS DE CEBRA ROMANOS

Tienen los italianos fama de conducir a lo loco. No seré yo quién diga que conducen peor que otros (cosa ésta muy relativa), pero sí que lo hacen más rápido (conducir, claro). El tráfico romano es espectacular, no en densidad, que de esto sabemos mucho en Madrid y otras infernales ciudades, sino en el modo en que los vehículos se cruzan, se presionan unos a otros, aceleran, frenan… Insoportable para cualquier prusiano.

Me llamaron especialmente la atención los pasos de cebra, líneas decorativas en la calzada a las que, por supuesto, nadie hace caso. Por ello seguramente, el ayuntamiento no malgasta pintura en ellos, como ilustra la colección de fotografías que adjunto. Me gusta especialmente uno, muy cerca de la Ciudad del Vaticano, en el que se distingue perfectamente que ha sido “pintado” en tres fases, seguramente por la elevada necesidad presupuestaria.

No obstante lo anterior: Roma. No sé si todos los caminos conducen a ella, espero que no todos los pasos de peatones. Pero ¿cómo he podido estar tantos años sin ir a Roma?









viernes, 11 de abril de 2014

DÍA ZEN


Mi despertador sonó a la hora en que el resto de los días ya estoy trabajando. Una anomalía maravillosa que me privó del estrés habitual. De modo que ducha, desayuno y calma. En el curro tampoco fue mal: buenos grupos y clases que parece que salen solas e inspiradas. En una de ellas el Instituto trajo a un especialista en prevención del estrés y relajación para hacer un taller con los alumnos. Estuve con ellos y creo que me aprovechó más a mí.

Comida. Hacía buen día y nos sentamos en una terraza por un precio muy razonable, sin demasiado calor. Conversación y discusión civilizada. Café con hielo, que en otras geografías llaman “del tiempo” (con una rodaja de limón, para los que lo ignoren).

A casa; breve cerrar los ojos y limpieza de los escasos cacharros del desayuno. Tareas rutinarias y burocráticas en el ordenador; pero no les di importancia ni sentí que perdiese el tiempo: simplemente hay que hacerlas. El sol entraba por la ventana, suave, efecto llamada. De modo que mi descapotable rojo se puso a llamarme desde el trastero.

Allá que fui. Mi descapotable tiene la curiosa costumbre de disfrazarse de bicicleta. De modo que me subí en ese absurdo sillín, me calcé el casco de colorines y, disfrazado con un maillot amarillo canario y un culote más o menos ridículo, pedaleé hacia el campo.

Tengo la suerte de vivir en la ciudad (me gusta), pero muy cerca del campo (me gusta más aún). En cinco minutos ya estaba en caminos de tierra y piedras: una suave pendiente me obligaba a esforzarme. Diré la verdad: mi estado de forma es lamentable, de modo que la cuesta apenas pronunciada se me antojó a veces el Tourmalet. Pero fui disfrutando del verde campo castellano hasta llegar a una zona con olivos. Era el momento de bajar, quitarme el casco y sentarme bajo un árbol retorcido y elegante. Delante de mí, un campo sembrado era mecido por el viento. Ningún sonido salvo el roce casi imperceptible de las plantas. Un insecto aleteaba. No hacía calor.

De la mochila salió Luz de agosto, de Faulkner, cuya prosa me abstrajo quince minutos. Cuando levanté la vista pensé que la felicidad se parecía mucho a ese instante sin nadie alrededor, sin música, sin tráfico; con un tiempo libre o liberado. Y recordé las lecciones de respiración recibidas por la mañana y repetí los ejercicios mentalmente.

No soy un entendido en los misterios del zen, mucho menos un místico. Pero aquello tenía semejanzas. Y si alguien considera que esto es irreverente o inadecuado conceptualmente, que no siga leyendo. No voy a discutir con nadie por el nombre de esa vivencia.

A la vuelta me crucé con una pareja más que adulta cuyos ojos desprendían alegría. Y, más cerca de la ciudad, a una joven que corría mientras parecía maldecir por su naturaleza tendente al sobrepeso.

Antes de subir a casa aún leí unas páginas más de Faulkner en el parque. Una amiga me dijo por whatsapp que estaba pintándose las uñas de rosa fresa, lo que me pareció muy vital en ese instante. Luego llamó otra amiga con la que compartí un tiempo en la otra punta de la ciudad mientras la tarde caía y los músculos me recordaban mi edad y excesivo esfuerzo.

Y, mientras hacía la cena, el Aleti ganaba épicamente al Barcelona. Fue el único detalle no zen del día. Pero mentiría si dijera que no me alegré, pues me pareció que culminaba todas las maravillas de las que disfruté ese día en el que no pasó nada extraordinario y todo lo fue.

viernes, 4 de abril de 2014

LA VIDA DE LOS OTROS

La vida de los otros es una película alemana de 2006, dirigida por Florian Henckel von Donnersmarck. Estupenda, extraordinaria. Merece los premios que tiene. Sobre todo, merece ser vista. Más de una vez.

Se la he puesto a mis alumnos de Bachillerato. No se suelen permitir atrevimientos como éste. Pero les gusta. Les gusta mucho. Si fueran menos gregarios explorarían por su cuenta. Les he hablado del póker del reciente cine alemán: Good bye, Lenin! (Wolfgang Becker, 2003), El hundimiento (Oliver Hirschbiegel, 2004), La vida de los otros (Florian Henckel von Donnersmarck, 2006) y La ola (Dennis Gansel, 2008).

La película cuenta la historia de la última RDA a partir de tres personajes: un policía que pertenece a la Stasi, un escritor de obras de teatro y su novia actriz. Ni voy a contar la película (que la vea aquél al que interese) ni a dar una lección de Historia, que está al alcance de cualquier curioso.

Me gusta esa combinación excelente de cine político y de historia íntima, de amor y libertad. Puede ser vista como una película sobre el tránsito y el descubrimiento. En ese sentido, es optimista: los pueblos y las personas pueden cambiar, y la semilla de la libertad nunca se puede destruir del todo. Los totalitarismos son maestros en la manipulación del lenguaje y, en consecuencia, de las conciencias. Pero siempre hay fisuras. No sé si llamarlo “gen de la libertad”. Estoy seguro de que muchos verán en el enamoramiento del stasi la clave, pero esa lectura es insuficiente.

De toda la película me atraen especialmente estas tres escenas, que me parecen nucleares:

1.  Albert Jerska entrega al dramaturgo una partitura: “Sonata para un buen hombre”. Tras su suicidio, Dreyman la interpreta al piano. La música es balsámica personal y colectivamente, y él recuerda a Christa una frase de Lenin, referida a la Appassionata, que dice más o menos esto: “Si sigo escuchándola no acabaré la Revolución”.

2.  El stasi no tiene vida privada. Es un misionero de la causa. Su hogar es tan frío, gris y anodino como él. Le visita una prostituta, que le trata con educación, pero de un modo eficaz y distante. Es la imagen de la soledad. No tiene a nadie, no tiene nada con vida. Hay en su mirada una petición de sentido. Busca el afecto y sólo tiene sucedáneos, tan postizos y eficaces como él.

3.  El policía sube en el ascensor. Un niño le pregunta si de verdad es un stasi porque su padre dice que son gente mala que mete a la gente en la cárcel. Mira al chico y le pregunta: “¿Cómo se llama… tu pelota?”. Entre el comienzo y el final de la frase se produce un largo silencio. Casi pueden verse sus dudas y reflexiones. En mi opinión, es la clave, la inflexión de la película. Su vida ya no va a ser la misma. Está perdido. A partir de ese momento necesita verdad.

Hay otras terribles: la delación de Christa, la huida desordenada en medio de un dilema de lealtades y dependencias, los interrogatorios, la búsqueda de la verdad en los ficheros policiales...

Y el final. Que no debo contar.




Excelente artículo que analiza la película: