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martes, 27 de mayo de 2014

SENCILLEZ

Acabo de leer un libro de Julian Barnes (El sentido de un final) que me han regalado unos buenos amigos. El libro es excelente y el autor, del que he leído otros dos (Pulso, El perfeccionista en la cocina), me gusta. Especialmente porque no necesita artificios para explicar una historia que, precisamente por ser compleja, parece sencilla, se lee con facilidad y luego va destilando sus aromas, sabores…

En un determinado momento el narrador/protagonista recibe un correo electrónico de una antigua novia en el que busca ironías, segundas intenciones o insultos: “No había ninguno, a no ser que su propia franqueza fuese en sí misma una trampa. Era una historia corriente, triste -demasiado conocida- y contada con sencillez”.

Tal vez porque uno de los libros de Barnes habla de cocina, mi cabeza se ha puesto a divagar sobre las relaciones entre la literatura y el condumio. No son pocas. En ambos casos hay una actividad que se puede realizar de modos diversos. Y hay hacedores de muy distinto pelaje, pretensiones Y conocimientos.

Un gran chef es un creador. Hace algo que antes no se había hecho. O lo recrea. Lo presenta con armonía, elegancia, para que los sentidos disfruten espiritualmente. Un buen literato hace lo mismo con las palabras: parece descubrirlas, redescubrirlas, inventar nuevos usos. Y presenta sus creaciones de muy diversos modos para que saboreemos algo que -en teoría- es un bien espiritual.

A mí me molestan los pretenciosos. Conozco algunos bares y restaurantes en los que te ponen un menú en torno a 10 €, cuya sencillez, honradez y sabor no sólo me satisfacen, sino que me asombra tanta sabiduría desnuda y sin aditamentos estúpidos. También he estado en algún restaurante caro (50-60 €, más allá me parece pecado), del que he salido más que satisfecho, porque lo que me han servido requería mucho conocimiento, experiencia y destrezas que no están al alcance de cualquiera. Eso tiene un precio.

Lo peor son esos restaurantes de medio pelo, cuya carta reza cosas tan abstrusas como ésta: “Nuestra lechuga, acompañada de tomatitos cherry, nueces caramelizadas y alcachofas del Goierri sobre lecho de salsa de frutos de los bosques brumosos y aromas de niebla y melancolía”. O sea, ensalada rarita: 23 €. Has pagado palabrería de comer, perpetrada por un tipo que tiene ínfulas poéticas y metafísicas, pero que aún debe aprender mucho, al que falta la modestia precisa y algún buen amigo o familiar lo ponga en su sitio. Como el esclavo de Julio César.

También en literatura sucede. La sencillez es un valor a desarrollar. García Márquez, Borges, Aleixandre… Imposible alcanzarlos. Se los puede imitar del mismo modo que un aprendiz de cocinero debe elaborar los platos que han creado los grandes chefs. Es más, conviene imitarlos, siempre es mejor aprender de los buenos que de los mediocres. Y ya llegaremos.

Para ser creador de algo hay que ir paso a paso (“partido a partido”, Cholo dixit), sin saltarse los tiempos ni los tempos, escuchando, practicando, haciendo uso frecuente de la papelera y del cubo de basura. Antes de ser un grande hay que ser un mediano, y antes un pequeño. Conviene haber aprendido a colocar el verbo en su sitio, a utilizar la sal con medida, a consultar la ortografía, a no atiborrar el plato ni racanear con las raciones, a no escribir más (ni menos) de lo necesario…

A menudo, una tortilla francesa es la mejor elección. También en literatura.



miércoles, 21 de mayo de 2014

MIS ESCENAS FAVORITAS: ‘SOLDADOS DE SALAMINA’

El libro (Javier Cercas, 2001) no me encantó, aunque no cabe duda de que es una cuestión subjetiva: posee elementos para agradar a casi todos y la historia es buena y está narrada con oficio y pulso. 

Después vi la película (David Trueba, 2002). Me gustó algo menos, especialmente la desigual elección de actores y la recreación de algunas escenas que distraen, no aportan e incluso estorban. Sin embargo, la fotografía es excelente, casi en blanco y negro. Y tiene momentos magníficos, especialmente el final y las escenas que adjunto. 

Estos últimos días he repasado con unos alumnos de 2º de ESO la Guerra Civil. Apenas sabían de ella. Y les puse estas dos escenas que ahora traigo aquí. Por distintas razones me parecen conmovedoras. Temo que para ellos no significan lo mismo que para mí.






https://www.youtube.com/watch?v=3x00wRAxJ34

http://www.rtve.es/alacarta/videos/version-espanola/version-espanola-soldados-salamina/360650/

viernes, 16 de mayo de 2014

GRACIAS POR EL TIEMPO



 "El tiempo es número del movimiento según el antes y después”

 Aristóteles: Física, 220, a 25

domingo, 11 de mayo de 2014

FRÁGIL

No siempre, a veces no. Pascal estaba en lo cierto. La razón tiene menos poder que esas olas no necesariamente violentas. La razón se impondrá. Y la dialéctica positiva. Y los estoicos a los epicúreos.

Ataraxia o hedoné. Una noche que pasa y llega otra noche. Son iguales y entonces miro al cielo estrellado (lo aprendí de Russell). Son iguales y probablemente suceda mañana. Me gusta el tacto de las sábanas y la noche que es igual que la anterior permite que me marche antes y mejor.

No hay palabras, no hay juicios. No hay espera. Todo está bien.

domingo, 4 de mayo de 2014

TÓPICOS VASCOS (O ANDALUCES O CASTELLANOS…)

Dice el DRAE, que “tópico” procede del griego τοπικς, y que tiene, entre otros, los siguientes significados: Perteneciente o relativo a determinado lugar”, “perteneciente o relativo a la expresión trivial o muy empleada” y “lugar común que la retórica antigua convirtió en fórmulas o clichés fijos y admitidos en esquemas formales o conceptuales de que se sirvieron los escritores con frecuencia”.

Entiendo que a mucha gente le molesten los tópicos. Me cuento entre ellos. Ahorran el molesto trabajo de pensar, tranquilizan con su gregarismo bobalicón (a favor o a la contra) y son peligrosos en su desarrollo por su carácter de aduana diferenciadora (dentro/fuera). Pero ahí están, entre nosotros, y no precisamente en declive.

Hace pocos días vi la película Ocho apellidos vascos, la más taquillera del cine español, lo que es un importante dato cuantitativo y cualitativamente irrelevante. La sala estaba llena y la gente parecía pasárselo bien. Me quedé hasta que el último cartelito desfiló por la pantalla, no por esnobismo, sino por confirmar que, entre las localizaciones, estaban las bellísimas Zaratutz y Leitza (o Zarauz y Leiza), cuyas calles pateé hace bien poco.

Me habían hablado bien de ella. Personas a las que concedo criterio me pedían que fuera a verla sin prejuicios. A pasarlo bien. Y eso hice, o lo intenté: uno nunca se libera del todo de sus prejuicios.

Lo que yo vi durante casi 100 minutos fue un ejercicio a veces arriesgado y otras previsible de buen cine, aunque no una obra maestra. Un comienzo magnífico y un final que no lo es tanto. Y, entretanto, un cúmulo de escenas hilarantes en las que nos asombramos de que se pueda bromear sobre algo tan sagrado como la pertenencia, la patria, la tierra o el idioma propio. Seguramente es que la enfermedad identitaria está tan extendida que nos empieza a parecer que es salud; no anomalía, sino costumbre.

Es para todos, muy blanca casi siempre. Valiente a ráfagas. También es tópica. Creo que en esa sabia mezcla está la mayor de sus virtudes. De la broma a la burla hay una delgada línea que es fácil traspasar y que no todos entienden. Pero desde mi escasa vasquidad y desde mi también escaso andalucismo, no tuve la impresión de que el director lo hiciese. Es más, creo que a casi nadie se lo parecerá. La película juega con los tópicos, claro que sí, de lo contrario no habría argumento o sería una apología aburridísima sobre lo bueno que es ser distinto-a, una especie de loa ombliguera, un onanismo cultural del pescaíto frito, del marmitako, del cocido o de la paella (que cada cual elija).

Pues no: los andaluces tienen sentido del humor, eso ya lo sabíamos. Y también los vascos, de esto no estábamos tan seguros (especialmente los que hablan sin saber una palabra, algo cada vez más común). Hasta que aparecieron los de Vaya semanita, serie con la que la película tiene una deuda, y no sólo de guionistas (Borja Cobeaga y Diego San José). Ocho apellidos desarrolla una vía que antes ya se había abierto, esta vez sí de modo arriesgadísimo, desde la Televisión Autonómica Vasca (ETB), en la que aparecía el travestido Ander Lopetegi (Andrés López), los Batasunis o “los del Sur”, es decir, de Álava. Ellos descubrieron que a los vascos les encanta reírse de sí mismos; esto es, les encanta pasarlo bien sonriendo o a carcajadas, como al resto de los humanos. Si nos reímos especialmente de lo nuestro es porque comprendemos mejor las sutilezas, las ironías y las alusiones. Sin embargo, siendo tan local, Ocho apellidos vascos es también universal. Funciona con sus tópicos porque se ríe de ellos. Y siendo el tópico algo local (por definición), el hecho del tópico es universal.

Uno de los mayores logros de la película es su reparto. Clara Lago cumple en su papel de vasca-borroka, borde como ella sola. Dani Rovira está divertidísimo, con su acento euskoandalú que, como el Guadiana, va y viene. Y la entrañable madre postiza, Carmen Machi, viuda de invasor, en su estupenda línea de siempre. El mejor, de largo, Karra Elejalde, que se entrega a un papel tan exagerado como delicado, histriónico, con dosis de humor y ternura que sorprenden. Si no fuera ya vasco (unos cuantos apellidos, supongo) merecería el título, la nacionalidad y el carnet de socio combinado Real Sociedad/Athletic de Bilbao. Y el cura… mejor verlo: un papel tan breve como inolvidable.

No quiero reventar la película, porque tiene media docena de gags estupendos. Que sea previsible en gran medida no le resta capacidad de divertir al personal que llena la sala. En mi opinión, la mejor de las escenas es aquella en la que, tras la nochecita de txacolí, Koldo se despierta y…