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sábado, 27 de febrero de 2016

NO TENGO TIEMPO

Hay una serie de frases que dan autoridad a su emisor. Si alguien dice que todo va mal es más escuchado que si dice que algo va bien. El que sostiene, ante cualquier problema, qué él sí sabría qué hacer, parece tener más razón que el que dice que no sabe o que ignora cómo se podría solucionar la dificultad, por universal que sea.

Pero una de las que más prestigio dan es ésta: “No tengo tiempo”. Quien la pronuncia es investido de prestigio, con los ropajes del que de verdad es importante. Alguien que no tiene tiempo es alguien muy ocupado en cosas imprescindibles con personas muy relevantes en la sociedad.

Pero aquel que dice tener tiempo libre despierta recelos y sospechas. Es un vago, un diletante, un nini, un gorrón, un improductivo… No es de provecho, no interesa.

Se nos olvida que los antiguos ya nos advirtieron de que primero es el otium y que su negación es el negotium. Ah, pero casi hay que disculparse si uno se levanta cuando ya es de día, si no está más de una hora en un atasco o cogiendo varios trasportes antes de llegar a su trabajo, en el que pasará al menos ocho horas, responderá a doscientos correos electrónicos, descolgará no menos de cien veces el teléfono y, cuando llegue a casa de noche otra vez, seguirá enganchado al móvil del trabajo o redactará el informe que no ha podido terminar.

No tiene tiempo. Es importante.

Mientras, sus hijos crecen. El progenitor, y cada vez más la progenitora, se comunican con ellos por whatsapp y dejan para el finde el ejercicio de la paternidad/maternidad. Y también se pospone para entonces el cuidado de la relación de pareja, ésa para la que alguna vez hubo tiempo, algo de tiempo.

Tiempo de calidad. No sé qué es eso.

El día tiene 24 horas. Hay necesidades que impone la biología (comer, dormir…). No todos pueden elegir su trabajo, ni sus horarios, ni negarse a rellenar el vacío vital del jefe que se realiza imponiendo a sus subordinados jornadas del siglo XIX. Más de uno estaría dispuesto a renunciar a parte de sus emolumentos y pagar por tener tiempo libre. No es envidiable su situación.

Lo malo es que hemos construido socialmente una ficción, al transformar la desgracia en mérito: es mejor estar ocupado que disponer de tiempo. Cuántas personas se ríen de los que leen a diario (“Yo no tengo tiempo”), de los hacen pinitos literarios (“Yo no tengo tiempo”), de los que emplean una hora bailando o haciendo punto de cruz (“Yo no tengo tiempo”), etc.

Probablemente su frasecita sea una elaboración de eso que desde Freud llamamos mecanismos de defensa. En realidad quieren decir que les gustaría trabajar menos, echarse una siesta, leer un rato, ir al cine de vez en cuanto, disfrutar morosamente de las artes amatorias o ver pasar las nubes. Les gustaría ser Cicerón cuando decía que nunca estaba más ocupado que cuando estaba ocioso.

Pero no tienen tiempo.


sábado, 20 de febrero de 2016

DUELO POR LOS ESCRITORES

Hay días, como el de ayer, que figuran en negro en la agenda de un lector.

Por la tarde me enteré de que había muerto Harper Lee. Por la noche, oyendo la radio en la cama, escuché que se añadía al otro mundo Umberto Eco.

Lo primero que pensé es que en los dos casos son escritores de un solo libro. No me corrijáis, no, que ya lo sé.

Harper Lee escribió Matar un ruiseñor porque su potencial editor le rechazó un primer manuscrito, titulado Ve y pon un centinela. Nació entonces Atticus Finch, a quien tanto debe este blog y su autor. Hace unos meses se publicó ese libro rehusado, una precuela en la que Atticus no es el héroe íntegro, el ciudadano honesto y coherente que conocemos, sino un suave segregacionista. No sé si leeré este libro casi póstumo, sobre todo porque no tengo ganas de que cambien mi canon moral.

Umberto Eco tampoco es escritor de un solo libro, al contrario. En mi casa hay cuatro suyos y he leído alguno más. No obstante, será siempre el autor de El nombre de la rosa, novela que he releído una docena de veces. Sin embargo, fue en su siguiente obra, El péndulo de Foucault, cuando tomé la decisión de no leer nada que no me atrapase en las primeras páginas. Ésta me resultó infumable, artificiosa, de una pretenciosidad insoportable. Tampoco pasé de la página 50 de El cementerio de Praga. Sin embargo, Baudolino y La misteriosa llama de la Reina Loana me encantaron por algún extraño embrujo, porque son raros, dispersos y difíciles.

El nombre de Umberto Eco lo escuché por primera vez en las clases de Román de la Calle, allá por…, dejémoslo. Era entonces el profesor de semiología, ese italiano cuyas obras “todos ustedes conocen” o “todos ustedes han leído”, según repetía para nuestro escarnio el catedrático de Estética Román de la Calle. Obviamente, más allá de una docena de personas, nadie en España conoce su importantísima obra filosófica. Ni la conocen los apocalípticos ni los integrados…

Muchas personas ni siquiera conocen los textos de estos escritores, aunque sí las películas. Bueno, en este caso, películas más que estimables. En el caso de Matar a un ruiseñor, creo que aún mejor que el libro.

Los lectores no lloramos a los escritores, al menos yo no. Pero sí me entristece su fallecimiento. Porque hay algún tipo de vínculo sentimental. También por lo que me han dado y porque no me darán más.

A Eco y a Harper Lee sí los releeré.







sábado, 13 de febrero de 2016

CELULOSA O ELECTRÓNICA

Es muy frecuente que la brecha digital entre jóvenes y no tan jóvenes se etiquete diciendo que los primeros son nativos digitales y los segundos colonos.

Una mutación (será eso) hace que los de menos edad manejen divinamente los pulgares para wasapear; la generación que les antecede, por el contrario, utiliza torpemente un solo dedo índice y se equivoca mucho más (algunos mensajes son delirantes).

Esa generación más añosa ha leído toda su vida en papel y tiene libros por todas las habitaciones de la casa. Los más jóvenes han comenzado a leer en formato digital, les parece natural,  y son capaces de hacerlo hasta en las minúsculas pantallas de un móvil, además de en tabletas, e-books o portátiles.

Yo, que pertenezco a los colonos, tengo el corazón partío. Desde que descubrí que en un pen drive caben más libros de los que leeré en varias vidas, y desde que me di cuenta de que en mi Kindle puedo aumentar la letra según mis necesidades visuales, me pasé al formato digital.

O no. O no del todo. Del mismo modo que a los amantes del cine no nos bastan las salas (por su precio, por la distancia a casa, por los palomiteros irredentos…) y vemos también películas en casa, a los amantes de las historias no nos molesta el formato digital. Creo que es cuestión de costumbre, pero que en absoluto va a darse una sustitución ni es el fin del libro, como llevamos tiempo escuchando.

Muchos románticos dicen que les gusta pasar las páginas, sentir su tacto, no depender de baterías o conexiones wi-fi. Se sienten ridículos, dicen ellos, dando un golpecito en la pantalla para pasar de página. Buenos argumentos. Los que gustan del libro electrónico replican que mover una hoja o golpear suavemente una superficie son gestos equivalentes a los que pronto se acostumbran la mente y las manos. Lo importante, como suele decirse de la belleza, es el interior; y no me refiero a los circuitos electrónicos ni a la celulosa, sino a la historia, a la calidad de lo que se nos cuenta.

La polémica me parece estúpida y artificial. ¿Papel o e-book? Ambos, según gustos, situaciones y apetencias. Cervantes no es ni más ni menos interesante en papel que en pantalla.

¿O va a resultar que lo importante es la forma y no el hecho de leer?  Porque conozco personas que tienen decenas de miles de libros en sus cacharros electrónicos, aunque no leen ninguno. Y también conozco a muchos otros, cuyos problemas económicos son acuciantes, que leen centenares de libros prestados por la biblioteca más próxima que, por cierto, también cede libros electrónicos.

Si una sociedad es más o menos culta, no dependerá del formato.


Procedencia de las imágenes:
Primera: http://rincondelbibliotecario.blogspot.com.es/2009/08/libro-electronico-vs-libro-papel.html
Segunda: http://www.mirartegaleria.com/2015/09/radiantes-retratos-al-oleo-del-genero.html



domingo, 7 de febrero de 2016

CONTIGO SOY MUCHO; SIN TI, TAMBIÉN (DIGNIDAD CON BRÚJULA)

Me han dicho hace poco que conoces de verdad a una persona cuando te divorcias de ella. No estoy seguro de que eso sea siempre verdad porque a menudo empiezas a conocerla mucho antes. Pero en un caso de ruptura sentimental (no digo ‘dolorosa ruptura’ porque todas lo son) nos encontramos con rostros y conductas inesperados, inimaginados, con capas, subterráneos y buhardillas que ni sospechábamos. Nuestras y de la otra parte, porque por mucho que se empeñase Sócrates, nunca nos conocemos a nosotros mismos.

Casi parece más fácil conocer al otro, especialmente si la cosa se complica o llega a situaciones límite. Las relaciones humanas son complejas, ya lo sabemos. Al principio todo son mariposas en el estómago, estrellitas flotando alrededor y un agradable traqueteo en el corazón. Planes hacia la luz. Pero luego llegan los problemas y a ver qué hacemos.

Para una copa, cine e intercambio de sonrisas y fluidos valemos todos. Para buscar las palabras justas en cada situación, ya no tantos. Y cuando las cosas vienen torcidas, ahí sí que se conoce el temple y la valía, quién es quién y cómo es cada uno.

Dicen las estadísticas que en España se divorciarán seis de cada diez matrimonios, unos 100.000 al año, somos los cuartos en Europa en esta escala de fracaso sentimental con papeles. Pero si no hablamos de relaciones firmadas (o sea, ‘contratadas’, aunque suene raro), la cosa es aún más explosiva. Cuando se llega a la treintena es muy común haber pasado por alguna que otra relación tipo montaña rusa, del ‘para siempre’ al ‘hasta nunca’. De ésas que te dejan el cuerpo del revés, la cabeza hecha unos zorros y el ánimo a temperatura antártica. A partir de los cuarenta llega el big bang; mediada esa década se produce estadísticamente la ruptura definitiva, a menudo con hijos, hipoteca y un proyecto de vida hecho añicos. Fin de la luz.

Las rupturas nunca son fáciles. Bueno, sí, en ciertas películas y en las novelitas sin sustancia. Claro, ni los fotogramas ni las páginas padecen. Otra cosa somos los humanos, tan mal diseñados afectivamente, como hechos para sufrir queriendo gozar. Alguien ha puesto mal las instrucciones; las personas religiosas ya pueden ir pidiendo explicaciones al de lo alto...

Leí alguna vez que hay que ser elegante en la derrota. Suponiendo que podamos aplicar ese lenguaje un tanto belicista a las relaciones amorosas, me parece que sí es cierto, que hay que serlo. De una relación fallida hay que salir entero, con la dignidad intacta; es posible que herido, pero nunca más desorientado ni sufriente que lo preciso.

Estamos tan contaminados por la literatura y las canciones que nos parece hasta bonito que alguien tararee eso de “Sin ti no soy nada” (Amaral) o tontunas similares. Deberíamos cogerlo por las solapas, zarandearlo y replicar: ”¿cómo que nada?; contigo soy mucho y sin ti también”, ninguna pasión debería generar dependencia, culpa o baja autoestima.

Comprendo que es más fácil decirlo que hacerlo. Comprendo que el laberinto sentimental no es precisamente un mar en calma. Pero las personas que han sido queridas merecen al menos ser respetadas cuando el amor ha terminado: se negocian los términos de la separación o el divorcio, pero no la dignidad de quienes están involucrados en él. El respeto de quien ha querido y ya no quiere se merece siempre; también al revés, desde luego. Y después, que cada cual escoja su camino y lo haga con quien le plazca; o solo, que tampoco es mala solución.


lunes, 1 de febrero de 2016

LA INSOPORTABLE NECESIDAD DE ELEGIR (PELI)


Elegir peli es francamente difícil. Si vives en una ciudad pequeña lo tienes a huevo: argumento lentejas. Pero como vivas en una de tamaño medio (no digamos Madrid, Barcelona, Valencia…), lo llevas claro. Cartelera al canto: multicines, rosario de títulos. ¿A cuál?

Lo primero es la actualidad. En el telediario han dicho que Spielberg estrena. Y también que la última de la cadena en cuestión patrocina y de paso promociona. Y luego están las rarezas para puretas, las versiones originales, las filmotecas. Por último, lo que dice la pareja, especialista en no estar nunca de acuerdo. O el grupo de amigos, divididos entre los que tienen criterio -dicen ellos- y los que van “a la que queráis”.

De manera que mejor nos informamos. Filmaffinity le da un 7. Fotogramas se divide entre los que le dan un 5 y los que la consideran fallida. En El País, Javier Ocaña hace un análisis sesudo y a la vez amigable; la recomienda con matices. Pero a Boyero no le conmueve.

Horror. Esto es más difícil que elegir entre la Fenomenología del Espíritu y la Crítica de la Razón Pura.

Yo creo que hay un criterio fundamental a la hora de elegir: el económico. Y no hablo del indecente precio de la entrada, sino de la necesidad de ajustar el tiempo que tenemos y la horda de títulos. Conviene no equivocarse. Las personas que lo tienen muy claro, siguen como fieles a determinado director, actores (algo menos) o género (aún menos). Otros dicen que eligen por la ‘pinta’ que tiene la película, algo tan inconcreto como elegir casa por el color del pomo de la puerta o libro por lo bonito que es el azul de las letras del título.

Elegir película, me parece, combina ese criterio con ciertos conocimientos o expectativas. Es frecuente que contemos con una serie de publicaciones de las que nos fiamos… con reservas. El anteriormente citado Carlos Boyero me gusta en sus desenfadadas críticas y análisis. Son muy personales, desde luego, pero he descubierto que conecto con ellas, y esa expresión (“me conmueve”) la aplico a menudo, también la contraria. Por supuesto, un dogmático sigue esos dictámenes como ‘palabra de Dios’. No hay para tanto. Una distancia crítica siempre es precisa.

Si carecemos de toda referencia, siempre podemos leer después de la  película. De ese modo, alguien nos informará de que el ladrillo insoportable que nos ha hecho mirar el reloj cada cinco minutos es una de las cumbres del cine mundial y una reflexión subyugante y certera de los más hondos problemas de la existencia humana. Ese director, nos dirá alguien, es capaz de penetrar como un cuchillo en el alma humana. El tono desvaído del film apunta a la soledad existencial del protagonista, que no encuentra un horizonte en el que anclar sus ansias vitales.

Cuando escucho o leo todo esto me pongo a resoplar como una morsa con ansiedad. Y me dan unas ganas locas de ver Torrente o similares. Pero debo tener algo mal en la azotea porque siempre incurro en los mismos errores y me voy al cineclub a sufrir, a reflexionar, a cerciorarme de que el tiempo puede pasar muuuuuuy  lento (Einstein dixit algo así).