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domingo, 31 de julio de 2016

CUATRO MICROHISTORIAS MICROMUSICALES





I

Debía ser mi cumpleaños, hace tanto... Recuerdo que llovía sin disipar el calor pegajoso. T. me regaló un doble vinilo de Stan Getz y Astrud Gilberto. Lo escuchamos juntos muchas veces. Y un día comencé a escucharlo sólo. La llegada del CD lo desterró al fondo de un altillo. Ella estaba desterrada varios años antes.



II

Invité a cenar a L. y ella aceptó. Era una noche clara de final de primavera. Mientras iba a recogerla a su casa observaba el cielo y en el equipo de música de mi coche sonaba un CD de Carla Bruni. Cuatro horas y muchas palabras después seguí escuchándolo, en singular. Di un rodeo para llegar a casa hasta que el sueño convirtió en peligrosa la conducción.



III

Ella me pidió una copia, pero nunca llegué a hacerla. Escuchábamos las canciones de Amaral una y otra vez, recogía a M. para ir al cine, o para salir a cenar y luego volver a mi casa o a la suya. Siempre Amaral. Camino del aeropuerto puse el  CD por última vez. Lo tuve en la guantera unos meses hasta que lo regalé con la inútil esperanza de olvidarla.



IV

Hoy es domingo, último día de julio. Mañana comienza un mes en el que recuerdo frecuentemente a Y. Compré un CD de grandes éxitos de Claudio Baglioni porque ella tarareaba Questo piccolo grande amore a menudo, pero la recuerdo especialmente en agosto porque ese mes de aquel año pasé muchas tardes solo, confundiendo un amor pequeño con un grande amore. Éramos jóvenes, demasiado.



martes, 26 de julio de 2016

SOBRE CERVEZAS Y QUIENES LAS SIRVEN


Estos días de verano he salido más que de costumbre. He tenido tiempo para disfrutar de los placeres lentos: la lectura, el sueño, la amistad… He podido salir y gozar de un paseo sin mirar el reloj. De hecho, lo abandoné en la mesita de noche el último día de junio. Y ahí sigue. 

Últimamente me fijo mucho en los que me sirven comidas y bebidas en los establecimientos que ahora frecuento más que en invierno.

A comienzos de verano estuve con familia en un centro comercial cerca de Valencia. Acudimos a un restaurante de comida rápida con un más que aceptable menú en la puerta. Tardamos más de hora y media en salir de allí, tras reclamar varias veces cada plato, cada bebida. Las mesas eran atendidas de acuerdo al criterio testicular. Sin embargo, el personal parecía bien dispuesto, iban rápidos, tenían educación. Simplemente, aquello estaba muy mal organizado. No volveré ni aunque me inviten, y eso que la comida no estaba mal. Obviaré su nombre por elegancia.

Unos días después, tuve que enseñar la capital del Turia a amigos extranjeros. Tras la visita a los lugares de rigor, buscamos un sitio para comer. Nos habían recomendado uno, pero sólo daba cenas, de modo que, vagabundeando por el centro, me topé con Camerino, lugar céntrico con un menú en el que aparecían algunos platos sospechosos de turisteo (gazpacho, arroz a banda…). Pero era tarde hasta para los nacionales, así que entramos. Magnífico local, decoración gustosa, música de Joe Cocker a un volumen más que razonable… y comida honrada, bien hecha, sin engaños, sin literatura a mayor gloria del sablazo final. Hasta esos platos de los que huimos los indígenas estaban hechos con mimo, sabrosos, suficientes en cantidad.

De cualquier modo, en lo que más me fijé fue en el buen hacer de la camarera que nos atendió, toda alegría, lo que conviene no confundir con chabacanería, que atendía con rapidez y con una sonrisa que constituye uno de los grandes argumentos para volver a entrar allí. Por favor, señores dueños del lugar, no la dejen escapar: está a años luz de la mediocridad del personal que atiende mesas en este país.

Unos días después, en el paseo marítimo de una ciudad costera me detuve con el amigo CrisC en un par de sitios. En uno de ellos (“¿Qué os pongo?”, sin el necesario “Buenas noches” delante) ni siquiera sabían que determinadas bebidas hay que servirlas con media rodaja de limón. Uno de esos lugares que se alimentan de paracaidistas sin mirar a medio o largo plazo. La segunda copa, en el otro extremo de la playa, fue todo lo contrario: otra tónica (estamos mayores), pero el vaso en el que la pusieron, la rodaja de limón, el modo de atenderte… Qué fácil es a veces conseguir que el cliente vuelva.

Hace un año invité a CrisC por mi cumpleaños. Pedí un whisky. Pregunté al chico qué whisky de malta tenían. Puso la misma cara que si le hubiera preguntado el título en alemán de las obras completas de Kant. Pero reaccionó y me dijo algo así: “Tengo uno que ya verás, el mejor del mercado”. Me trajo Dewars en un ridículo vaso. El mejor… ¿de qué mercado? Y, por cierto, ¿por qué me tutea un muchacho al que yo trato de usted y al que al menos duplico la edad? En ese mismo lugar no tenían café (viejo truco para clavarte una copa), tenían los servicios estropeados… No sé aún por qué nuestro trasero se posa de cuando en cuando en sus incómodas sillas e incomodantes empleados.
 
En ese mismo paseo, hace tres veranos, fui con unos amigos a una coctelería. “Un Manhattan, por favor”, pedí al camarero. Me miró con la misma cara que el anteriormente descrito y me dijo algo así: “Perdone, ¿qué lleva esa bebida?, es que es el primer día que trabajo aquí y todavía no me lo sé”. Claro, lo normal, que el cliente explique al profesional lo que debe hacer. Que si eso ya iremos aprendiendo sobre la marcha lo que es un cóctel y que lleva. Si le hubiera dicho que tiene lejía, bourbon y aufklärung con curry igual me lo había traído. Al menos me trató de usted. Y me puso el enjuague -porque eso era-, lo que no le impidió clavarme los 8 € que marcaba la carta. Estuve por llevarlo a Alcohólicos Anónimos: disuadiría a cualquiera de la menor tentación.

El último restaurante al que he ido se llama Singular. Está en un lateral del paseo marítimo, en la playa de Puerto de Sagunto. La decoración es magnífica, el trato cordial sin familiaridades no solicitadas y la comida buena, ingeniosa, divertida (el huevo de corral de postre es antológico). Agradezco que me traten bien, me gusta ese tono profesional, ni distante y estirado ni pegajoso y zalamero. Los precios son contenidos y ajustados a lo que se sirve, como debe ser.

Trabajar de cara al público es duro, lo sé, me gano así la vida. Trabajar en un bar o cualquier lugar de este tipo tiene que serlo más aún, con la cantidad de simios maleducados que pueblan este país, con esos infantes asilvestrados cuyos padres miran hacia otra parte mientras los niños hacen todo tipo de estropicios y molestan al respetable, con los resabiados a los que no gusta nada, con la imbécil percepción de tantos de que el cliente siempre tiene razón.

Entiendo perfectamente eso del “Reservado el derecho de admisión”. Del mismo modo que los clientes elegimos los locales, éstos deberían vetar a según qué clientes, cuyo dinero no vale lo mismo que  el de otros porque sólo dan problemas. Y el trabajo ya es bastante duro. 

Por eso, la sonrisa de una de esas camareras, cansada pero dispuesta a seguir haciendo bien su trabajo, mal pagada a menudo, incluso teniendo que soportar a la babosería ibérica que se cree graciosa y resultona (no debe poseer espejos), es algo que acompaña a la cerveza y a la comida como su mejor guarnición. No sólo queremos una cerveza, un plato de pasta. Queremos también que nos traten con educación y profesionalidad, qué menos. Lo mismo que los clientes debemos a los trabajadores. Cuando encuentro esos lugares, vuelvo a ellos y por eso digo su nombre.


sábado, 16 de julio de 2016

CINE Y PARTOS


Hace unos días estuve en Peñíscola. Desde la terraza de uno de sus múltiples establecimientos contemplé la parte antigua y el castillo. Mi madre me dijo que la noche anterior a mi llegada al mundo ella fue a ver El Cid (Anthony Mann, 1961), rodada en parte en esa ciudad, con unas majestuosas galopadas de Charlton Heston por la playa en la que ahora se desparrama toda clase de gente con bastante menos ropa.

Tal vez mi afición al cine viene de allí.

Y pensé también mientras se consumía la cerveza que, muchos años después, nació un niño que se apellida como yo. La noche anterior al parto no fuimos al cine, pero yo me puse en la tele el vídeo (hace tanto…) de A través de los olivos, del director iraní Abbas Kiarostami (1994). Se hizo tarde y me fui a dormir sin acabarla. Quince días después, pasado el sobresalto de los primeros días, acabé de ver esa maravilla.

Se cerró el círculo de los partos y el cine.

Abbas Kiarostami ha muerto este mes de julio, el día 4, en París. Apropiadamente, diría yo. Ni en su país ni en las proximidades gusta su cine: demasiado fundamentalismo entre los que mandan y los que quisieran mandar ante un cine tan tolerante. Muchos quisieran volver a toda clase de Cides y caudillos de mensaje único.

Cada día un sobresalto interrumpe la natural placidez del verano. Turquía, Niza, Siria… No estamos a salvo. Quiero volver a la lentitud de Kiarostami.

(Repaso su filmografía y me encuentro con que rodó A propósito de Niza en 1995, con otros directores.  ¿Me persiguen los azares o busco las coincidencias?).




lunes, 4 de julio de 2016

CURSO DE VERANO

Le dije que me gustaba su letra y a ella se le escapó una sonrisa. Respondió en un susurro que la mía era estupefaciente, casi patológica.

El curso era aburrido, suelen serlo. Hacía calor. En el libro de Camus, Meursault mató al árabe porque hacía calor. Pero yo le dije que me gustaba la letra con la que tomaba notas, elegante y rápida. Añadí que sus sandalias parecían de hoplita y ella me contestó que ojalá mañana fuera más interesante e hiciese menos calor.

Nos fuimos al terminar. Juntos.