miércoles, 28 de octubre de 2009

BEJANQUE / SANTO DOMINGO

“No se puede vivir sin amor, y esta debilidad es nuestra fuerza, y esta fuerza -el poder de amar: el deseo, el connatus, la alegría- es la única debilidad que vale”

André Comte-Sponville: La vida humana

La tarde invitaba a la lentitud. Finales de octubre, a punto de ser engullidos por el cambio de hora y el largo invierno. Últimos días del perezoso sol a través de los cristales del coche. Casi las cinco de la tarde, camino de mi primera clase de inglés, ese idioma en el que me siento torpe y plano. Acababa de dejar atrás la Rotonda de Bejanque y me faltaba poco para llegar a la Plaza de Santo Domingo. El semáforo, tan largo. Suficiente como para demorarme en la música que iba escuchando: Glen Hansard y Markéta Irglová, la banda sonora de la película Once. Miraba la evocadora carátula mientras el semáforo seguía en rojo. Fue una noche de invierno, de mucho frío, y vimos una deliciosa película, de las que permanecen en un rincón del alma para siempre. Pasaron unos segundos, el vehículo que me precedía ya estaba a veinte metros. Antes de meter la marcha para comenzar de nuevo a circular me llegó el sonido del claxon. Hice un gesto de disculpa, miré por el retrovisor. Hubiese querido detenerme, bajar, decirle que esos segundos tan importantes yo los había empleado en recrear la belleza mientras recordaba una maravillosa noche de invierno. No lo hice, claro. En el siguiente semáforo se puso a mi izquierda. Miré sin agresividad, casi extrañado de que no compartiese conmigo esa placidez tan cálida. Era una mujer hermosa, de mi edad, tensa como los que temen llegar tarde sin saber adónde. Abrí la boca como para decir algo. Pero el semáforo se puso verde y su Opel Astra desapareció entre el tráfico, camino del Paseo de Las Cruces. Seguí escuchando el CD y deseé que pudiera ser feliz.

http://www.youtube.com/watch?v=CoSL_qayMCc&feature=fvw
http://www.youtube.com/watch?v=Qksd6jBKo8w&feature=related

sábado, 24 de octubre de 2009

EQUIPO DEL DESASOSIEGO

“Extraviémonos por la gran pesadilla
de la noche. (…)
Y la desobediencia sea privilegio nuestro”.

Ana Rossetti: Indicios vehementes


Hace unos días que alguien, con evidente intención de molestarme, me preguntó cómo le había ido al Patético de Madrid. No sabía el individuo en cuestión que no sólo no molestaba, sino que acertó de lleno con la palabra.

Vayamos por partes. A mí no me gusta el fútbol. A muchos atléticos no nos gusta el fútbol. Si nos gustase nos haríamos del Barcelona (o del equipo que en ese momento hace fútbol, porque una cosa es jugar un partido y otra muy distinta que haya fútbol). Las razones por las que soy del Atlético de Madrid son de índole poética y filosófica.

No, no desvarío. Volvamos al principio. Pathos es una palabra griega que significa pasión, sentimiento. Y enfermedad. De ella derivan patético (y también patología). Pero con este despectivo epíteto se pretende insultar sin conseguirlo, porque precisamente el que padece es el que tiene pasión, y sólo goza el que se arriesga, el que camina sin andaderas, el que se asoma al abismo sin red ni arnés. El dolor de la parturienta, dijo Nietzsche, es necesario para que exista el gozo de la vida.

Los aficionados atléticos tenemos mucho de eso. Nos gusta apasionarnos, pero esa palabra en castellano indica tanto lo que hace sufrir como lo que hace disfrutar. Ése es el riesgo, la apuesta.

Los que se ríen de nosotros suelen ser los vecinos ricos, el pijerío de la Castellana y los opositores a gente de orden, renegados, aspirantes al calor del pesebre. No lo entienden, peor para ellos. Un madridista (o culé), colecciona títulos, cuenta las veces que ganó la liga, la copa y el trofeo del mus del bar de la esquina. Pero un atlético anhela gestas: quiere más la épica que la estética. Le gusta ganar, desde luego, pero eso no es lo que más importa. Su sustancia, su ser, es otro. Un atlético conoce jornadas y más jornadas de ridículo, vergüenza y desesperación. Pero también de esperanza, porque con este equipo nunca se sabe: es un triple en la quiniela y un trabajo extra para el corazón. Un peligro. Cuando juega, se dobla el turno de cardiólogos de guardia en los hospitales.

El Atlético es carne de diván, ya lo sabemos. Qué deliciosos domingos habría pasado Freud, qué gran libro se dejó por escribir: El fútbol como anhelo inconsciente. Complejos e histeria del Atlético de Madrid. Es un equipo que no es un equipo. Es el ser y la nada. Es una palabra que busca su referencia en un futuro que a veces se materializa y otras se diluye en el polvo cósmico. Pasa de la ramplonería a la hazaña. Es el ser humano: magnífico y cruel; lo más elevado, lo más miserable.

Hay otra razón. Soy visceralmente antinacionalista. Y he vivido más de 25 años en una ciudad mediterránea, de ésas que tienen equipo importante y de vez en cuando ganan ligas. Pero yo no podía ser de ese equipo: moral del rebaño, lo fácil (perdonadme lo que seáis del equipo de la tierra). Así que seguía a los rojiblancos, hermanos pobres, indios junto al río con su lenguaje desprovisto de logos, su fuego orgulloso y su conducta imprevisible. ¿Quién querría ser vaquero habiendo praderas, caballos salvajes en los que montar a pelo, bisontes, ferrocarriles por asaltar? ¿Quién quiere ser el hombre blanco, que nos domina, que nos masacra, que nos extermina? Pero allí estamos siempre, dando la murga, cortando cabelleras, heroicos y fracasados, torpes, tensos de miedo y de alegría. Los indios, los pieles rojiblancas.

Somos patéticos, naturalmente. Románticos, sin destino, exploradores. Preferimos la melancolía a la arrogancia de los vendedores de camisetas. Perderemos casi siempre. Y qué. Cortázar decía que la vida es algo que se pierde al final, pero que ha sido bello jugar.

Así que un respeto para todos estos replicantes, outsiders y vagabundos. Nuestro domicilio es el pathos; Paseo de los Melancólicos, s/n; 28005 Madrid.

(Para ti, Dogville querida, son cosas que pasan. Aunque no te guste el fútbol, sabrás de qué estoy hablando: la vida empieza mañana).

martes, 20 de octubre de 2009

CALLES

Hace algunos años comencé a fotografiar placas con nombres de calles. Todo empezó porque aparcaba mi coche en una ciudad desconocida y luego no recordaba dónde lo había dejado. Mejor una foto. Y me di cuenta enseguida de que algunas tienen denominaciones más que curiosas. No todas, claro. La mayoría se llaman como las personas importantes: Millán Astray, Francisco Franco, Jaume I, Sabino Arana… No siempre su labor es conocida, por lo que algunos ayuntamientos nos ayudan, indicándonos su oficio: Escultor José Capuz, Grabador Esteve, Papa Juan Pablo II, Golpista Boixareu Rivera (bueno, en este caso no se indica su verdadera profesión: pone “capitán”). Otras más genéricamente, son dedicadas a un oficio, como la Rivera de Curtidores, Bulevar de los Filósofos (en Ginebra) o, más románticamente, a los poetas, como sucede en Bolonia.

No es raro esto después de todo. Lo normal es honrar el talento con lustrosas y céntricas avenidas; no como esta otra, de Sintra, junto a Lisboa, que le da a Lord Byron unas míseras escalinatas (aroma a orines de crianza, mugre gran reserva).

En el mismo viaje portugués, persiguiendo las huellas de Fernando Pessoa, paseé por Estoril, cuyo alcalde pensó que era bueno que los sentimientos portugueses, esas señas de identidad que imprimen carácter, diferencian y definen, tuvieran qué menos que una calle. Y se la dedicó a la Saudade. Lo más parecido que he visto por aquí es el Paseo de los Melancólicos, en Madrid, en el que, como es natural, se levanta el campo del Atlético de Madrid, equipo que como todo el mundo sabe, es estudiado por los psicoanalistas argentinos, que dudan en su diagnóstico: o síndrome bipolar (pierde con el Majalrayo Fútbol Club, pero es capaz de ganar al Barcelona) o melancolía congénita.

La fotografía siguiente es de Ribadesella. Supongo que con su nombre quiere hacer referencia a Jesucristo, pero yo pensé de inmediato en Nietzsche, que escribió ese extraño libro en el que se presenta y dice adiós. “Aquí está el hombre”, manifestaba ese solitario enfermo de libertad. Ahora se despide de vosotros: me voy a Italia en busca de la locura, de la belleza y la desmesura, del sentido, del desasosiego, de las cumbres y los precipicios. Ecce Homo. Qué mejor definición de sí mismo, que sublime autogestión del alma.

En el centro de Valencia, muy cerca de la Plaza Redonda, fotografié la Calle de los Derechos. ¿Qué derechos, me estuve preguntando mientras mi familia miraba puestos y más puestos de tonterías varias. Yo a lo mío: mis fotos, mis preguntas. ¿Los Derechos Humanos, los de los niños, los de los valencianos, los de la Revolución Francesa, los de presunción de inocencia y secreto sumarial, los de no pagar los trajes…?

Pero mi favorita la encontré en un pueblo de Palencia. Parece una advertencia del más allá, una admonición a la que no conviene desobedecer, pero en realidad es una metáfora de la vida, de la condición humana y de todo ese laberinto sentimental en el que nos abismamos una y otra vez: Calle Salsipuedes. Mi favorita.

jueves, 15 de octubre de 2009

ALMUERZO EN MADRID



Muchas personas que no dirían de sí mismas que son xenófobas jamás entran en un restaurante chino. “Son sucios”, dicen. “A saber qué te dan, rata o perro”, añaden. Sin embargo, no tienen ningún problema con los bares “nacionales”, los de toda la vida. Seguramente es porque allí los suelos brillan como patenas y las albóndigas que ponen son de toda confianza.

Hacen bien en estar preocupados, nunca se sabe. Recuerdo esto, que todos hemos oído tantas veces, ahora que estoy comiendo un sándwich vegetal y una cañita en un bar de Madrid. Presume de llevar abierto desde 1902. Su nombre es mejor olvidarlo. Han tardado diez minutos en venir a atenderme. “Qué le pongo”, ha sido todo lo que me ha dicho la oronda camarera. Cinco minutos después un antropoide de apariencia casi humana ha dejado (casi arrojado) la cerveza en mi mesa. Sin decir nada. Otros cinco minutos y llega el sándwich. Voy a los servicios antes de empezar. El pomo de la puerta está pegajoso. Se enciende la luz al entrar, la escasísima luz que ilumina un lugar donde alguna vez tal vez alguien limpió algo. Del aroma ni hablo. Pasan diez segundos y me quedo a oscuras hasta que el automatismo vuelve a funcionar. No me extraña que la gente orine fuera. Salgo y me lavo las manos. No hay donde secarse. Mejor, mi pantalón está más limpio.

De regreso a mi mesa, me como el almuerzo con parsimonia. Casi todo es lechuga, apenas una triste rodaja de tomate y un espárrago mustio. Me entretengo mirando por el ventanal. Una veinteañera discretamente hermosa pasa despacio. Dos turistas muy pálidos se vuelcan sobre un mapa. Cuatro latinoamericanos paran un taxi, pero el conductor se niega a llevarlos con gestos de desprecio. Dos hombres se cogen de la mano: uno lleva un aro en la nariz y ropa de aire post-punk; el otro, impoluta camisa blanca y aspecto de haber nacido persona de orden. Veo algo más lejos una tienda de compraventa de oro que seguramente cerró hace años. Una prostituta poco llamativa se apoya contra la reja; pasa el tiempo y nadie se acerca, ella tampoco aborda a los transeúntes. La veinteañera vuelve a pasar, esta vez en dirección opuesta; pienso que no volveré al verla.

Como no estoy atento a la comida, parte de la lechuga se cae a la mesa; el plato es demasiado pequeño. No me atrevo a recogerla y comérmela.

Llamo para pagar. “Cinco con cuarenta”. Hago una cuenta rápida: 90 céntimos por palabra, tres antes, tres ahora. Debería dejar cinco céntimos de propina, para detergente, pero no lo hago. La camarera vuelve tras la barra y la tacañería verbal con los clientes se transforma en cháchara. A voces, claro. Desde la cocina se oye que alguien, también gritando, se caga en Dios.

Salgo. Hay una terraza en la que una muchacha rubia con el pelo recogido sirve con diligencia y tristeza. Encuentro sus ojos al cruzarnos y la dejo pasar. En su mirada azul hay cansancio acumulado. Intento que mi sonrisa le acompañe unos segundos.

La próxima vez comeré rollitos de primavera y pollo con almendras.

domingo, 11 de octubre de 2009

DE PERFIL

Algunos amigos me invitan a Facebook. Nunca me apunto. Veo que dicen cosas acerca de sus gustos en unas pocas líneas. Pero yo necesito más espacio para explicar algo medianamente bien o para hacer un listado aceptable de lo que me agrada. Así que, en lugar de adjuntar mi triste ridiculum vitae, ahí va un listado de lo que prefiero, lo que me estremece de placer y me da la alegría de vivir. A esto se le llama a menudo “mi perfil”; será porque siempre salimos de lado, incompletos. O sea, de verdad.

Comer acompañado de mucha gente. Cenar acompañado de poca gente. Desayunar con una sola persona. Cocinar para alguien.

La poesía. Luis García Montero. Aleixandre. Benjamín Prado. Ángel González, Ana Rossetti.

La lectura en general. La novela detectivesca: Mankell, Donna Leon, Larsson, Lorenzo Silva, Petros Márkaris, Conan Doyle... Descubrir autores y explorarlos: Sándor Márai, Irene Nemirovski, Imre Kertész, Murakami… Algunos clásicos: Borges sobre todos ellos. Y siempre Albert Camus y su compromiso con la verdad: su prosa desnuda me deja perplejo y rendido.

Pasear por Madrid a cualquier hora. Mejor en primavera. Sus teatros. Perderme.

Mi hijo.

Viajar. Praga, Venecia, Lisboa y el barrio de Alfama al atardecer. Los fados y el silencio del Tajo. El ritmo lento. La melancolía, esa alegría por estar triste, como dijo Victor Hugo.


El whisky de malta. Con hielo. En vaso ancho. Viernes por la noche.

Amigos. Pocos.

El cine. Blade Runner, Doce hombres sin piedad, Casablanca, Matar a un ruiseñor, El Sur… Películas raras con subtítulos. Las cervezas que vienen después.

Wim Mertens, Lito Vitale, Michael Nyman. Jacques Brel. Madredeus, Rodrigo Leao. Pat Metheny, Norah Jones. Leonard Cohen.

El buen humor. La inteligencia. La ingenuidad.

Las personas buenas, las que te ayudan por nada. Las que inyectan alegría en tus problemas. Las que escuchan sin prisa. Las que se dejan querer. Las que no temen a la vida.

El deseo.

jueves, 8 de octubre de 2009

PARA EMPEZAR

Una canción de Franco Batiatto y una postal explican el nombre de este blog.

La canción (pedante y pretenciosa, vale) habla del valor del desarraigo, del relativismo de los que viajan y conocen otros modos de vivir y ser feliz. O yo quiero escucharla así. Habla de exiliados, viajeros y curiosos. Del eros, que es búsqueda, ansia, un almanaque con el mes próximo siempre a la vista.


La postal la envié hace muchos años a un amigo desde Teruel, donde trabajaba. Le hizo gracia que la leyenda dijese: “Plaza del Torico. Place du Torico. Torico Square”. También a mí. Una plaza tiene algo de ágora (aunque haga mucho frío en ella, como en la de Teruel). Convoca a los amigos que llegan por calles adyacentes desde lejanos domicilios. Suele tener confortables bares donde hablar sin prisa. Y allí nos encontramos, como ahora, desde este espacio infinito y próximo. Vinimos; nos iremos. He tenido la suerte de viajar y de conocer gente. De quererla.

Hoy comienzo este blog. Sé que tiene algo de exhibicionista, pero todos lo somos de algún modo. Algunos amigos me conocen bien, y no les sorprenderá. A otros tal vez. Pero así podremos charlar erráticamente mientras tomamos café y pensamos que estamos juntos. Y también me permitirá pensar en voz alta, y dejar que sea al alma la que tome la iniciativa mientras Pascal vence a Descartes por una vez (les raisons du coeur, of course).



Eso es todo. Tratadme con cariño. Os espero. Deseo que las conversaciones que tendremos hagan ciertos estos versos de Luis García Montero. “…y nunca las palabras / sintieron tanto orgullo delante del silencio”.