Hace unos días que alguien, con evidente intención de molestarme, me preguntó cómo le había ido al
Patético de Madrid. No sabía el individuo en cuestión que no sólo no molestaba, sino que acertó de lleno con la palabra.
Vayamos por partes. A mí no me gusta el fútbol. A muchos atléticos no nos gusta el fútbol. Si nos gustase nos haríamos del Barcelona (o del equipo que en ese momento
hace fútbol, porque una cosa es jugar un partido y otra muy distinta que haya fútbol). Las razones por las que
soy del Atlético de Madrid
son de índole poética y filosófica.
No, no desvarío. Volvamos al principio.
Pathos es una palabra griega que significa pasión, sentimiento. Y enfermedad. De ella derivan patético (y también patología). Pero con este despectivo epíteto se pretende insultar sin conseguirlo, porque precisamente el que padece es el que tiene pasión, y sólo goza el que se arriesga, el que camina sin andaderas, el que se asoma al abismo sin red ni arnés. El dolor de la parturienta, dijo Nietzsche, es necesario para que exista el gozo de la vida.
Los aficionados atléticos tenemos mucho de eso. Nos gusta apasionarnos, pero esa palabra en castellano indica tanto lo que hace sufrir como lo que hace disfrutar. Ése es el riesgo, la apuesta.
Los que se ríen de nosotros suelen ser los vecinos ricos, el pijerío de la Castellana y los opositores a gente de orden, renegados, aspirantes al calor del pesebre. No lo entienden, peor para ellos. Un madridista (o culé), colecciona títulos, cuenta las veces que ganó la liga, la copa y el trofeo del mus del bar de la esquina. Pero un atlético anhela gestas: quiere más la épica que la estética. Le gusta ganar, desde luego, pero eso no es lo que más importa. Su sustancia, su ser, es otro. Un atlético conoce jornadas y más jornadas de ridículo, vergüenza y desesperación. Pero también de esperanza, porque con este equipo nunca se sabe: es un triple en la quiniela y un trabajo extra para el corazón. Un peligro. Cuando juega, se dobla el turno de cardiólogos de guardia en los hospitales.
El Atlético es carne de diván, ya lo sabemos. Qué deliciosos domingos habría pasado Freud, qué gran libro se dejó por escribir:
El fútbol como anhelo inconsciente. Complejos e histeria del Atlético de Madrid. Es un equipo que no es un equipo. Es el ser y la nada. Es una palabra que busca su referencia en un futuro que a veces se materializa y otras se diluye en el polvo cósmico. Pasa de la ramplonería a la hazaña. Es el ser humano: magnífico y cruel; lo más elevado, lo más miserable.
Hay otra razón. Soy visceralmente antinacionalista. Y he vivido más de 25 años en una ciudad mediterránea, de ésas que tienen equipo importante y de vez en cuando ganan ligas. Pero yo no podía ser de ese equipo: moral del rebaño, lo fácil (perdonadme lo que seáis del
equipo de la tierra). Así que seguía a los rojiblancos, hermanos pobres, indios junto al río con su lenguaje desprovisto de logos, su fuego orgulloso y su conducta imprevisible. ¿Quién querría ser vaquero habiendo praderas, caballos salvajes en los que montar a pelo, bisontes, ferrocarriles por asaltar? ¿Quién quiere ser el hombre blanco, que nos domina, que nos masacra, que nos extermina? Pero allí estamos siempre, dando la murga, cortando cabelleras, heroicos y fracasados, torpes, tensos de miedo y de alegría. Los indios, los pieles rojiblancas.
Somos patéticos, naturalmente. Románticos, sin destino, exploradores. Preferimos la melancolía a la arrogancia de los
vendedores de camisetas. Perderemos casi siempre. Y qué. Cortázar decía que la vida es algo que se pierde al final, pero que ha sido bello jugar.
Así que un respeto para todos estos
replicantes,
outsiders y vagabundos. Nuestro domicilio es el
pathos; Paseo de los Melancólicos, s/n; 28005 Madrid.
(Para ti, Dogville querida, son cosas que pasan. Aunque no te guste el fútbol, sabrás de qué estoy hablando: la vida empieza mañana).