viernes, 30 de septiembre de 2011
CASA
No fue mi casa cuando puse las primeras sábanas
ni cuando llegaron los muebles nuevos.
Comenzó a serlo cuando invité a buenos amigos
y hablamos desordenadamente hasta muy tarde
mientras bebíamos vino tinto y minutos de la noche.
Y llegó de verdad cuando puse los libros en orden alfabético,
y se instaló para siempre el aroma del café
y la voz de Youn Sun Nah.
No pido mucho.
jueves, 15 de septiembre de 2011
NOSOTROS, LOS PLATÓNICOS
Aristóteles escribió en su Metafísica esta frase asombrosa: “Nosotros, los platónicos”. Cualquiera diría que se trata de un error: Aristóteles puso patas arriba el pensamiento platónico; desarrolló una filosofía de corte “empirista” que hoy podría llamarse sin rubor ciencia. Y todo esto frente a la teoría de las ideas de su maestro. Frente a él, pero desde él. Pues ser un discípulo no es ser un seguidor ciego sino ir más allá de aquél que te enseñó.
He pensado mucho en esta frase. Y en mis maestros. Ahora que los profesores de media España estamos revueltos por las finanzas cochambrosas de los que no han entendido lo que significa enseñar, más aún. He estado en alguna que otra manifestación. Conozco a unos cuantos de los profesores que allí estaban: nada que ver con el radicalismo antipepero, son estupendos profesionales. Otro día hablaré de los que no lo son, porque hoy toca loa y agradecimiento.
¿Quiénes fueron mis maestros, ésos de los que tanto aprendí y a los que debo respeto pero no obediencia? No hablo de todos aquellos cuyos libros he leído, sino los que estuvieron ante mí, en un aula, presencialmente (pues nada puede sustituir la presencia de un buen maestro). Dejo aparte a doña Paula, que me enseñó a leer: nadie puede estar en desacuerdo con semejante regalo. El resto… de algunos me acuerdo. Otros fueron tan anodinos que he olvidado incluso su nombre.
De Joaquín Cruz (Ximo) aprendí el amor por las palabras. A disfrutar leyendo. En sus clases oí por primera vez estos nombres mayúsculos: Valle-Inclán, Cortázar, Poe. Nunca le dimos las gracias. Fue el más grande en mis cuatro años de Instituto.
En la Universidad tuve suerte. Haré como Nietzsche, y olvidaré a los que no fueron profesores, sino funcionarios, tipos que pasaban por clase. Mencionaré a los otros por orden de aparición, como en las películas.
De Román de la Calle aprendí el método y la seriedad: la filosofía no es charlatanería; en sus clases escuché el nombre de Umberto Eco y una frase que repito a menudo a mis alumnos: “Lean, lean ustedes hasta quemarse los ojos”. Poco después necesité llevar gafas. El primer examen que hice en la Facultad fue con él, el día 25 de febrero de 1981, dos días después de aquello. No encontró un motivo de peso para aplazarlo…
Casi todo lo que sé de ética se lo debo a Adela Cortina. Dos cursos, infernal el primero, mi único suspenso en un parcial (muy merecido, sin duda). Tuvimos que leer a Aristóteles y a Kant, pero también a la Escuela de Frankfurt, a Rawls, a Nocick… O sea, todo lo importante. El examen más largo de la carrera -y el último- lo hice con ella. Seis horas con pausa para comer.
De Mercedes Torrevejano aprendí la pasión, incluso la teatralidad, la entrega a algo tan complejo como la metafísica. Nos enseñó a leer críticamente, a analizar e investigar, a esforzarnos por escribir filosóficamente. Lo que pudimos estudiar con ella… Lo que aprendimos.
Don José Montoya era un torrente de sabiduría. Sabía hacer interesante todo lo que decía. Nos hubiéramos quedado en su clase hora tras hora, sabía tanto, lo explicaba tan bien… Nos hizo escribir mini-tesis y fue la primera vez que me sentí satisfecho con lo que había escrito. Me dio la única Matrícula de Honor que tengo en mi expediente. Y era la prueba de que las clases magistrales no son malas: sólo hay que tener un maestro delante.
Don Fernando Montero era pálido de piel y enrojecía cuando se apasionaba en clase, que era siempre. Una vez echó a dos elementos, en cuarto curso. Cuánta vergüenza ajena, a Don Fernando no se le hace esto. Murió poco después de jubilarse. A veces decíamos que chocheaba, qué imbéciles éramos algunos. No he tenido otro profesor con tanta frescura, que pensase ante nosotros, que discutiese con los clásicos de tú a tú. Y en directo, para nosotros. Mereció una ovación cerrada que no le dimos y hasta que le hiciésemos la ola el último día de clase.
Don José Sanmartín, Jeckyll y Hyde: era feliz en el aula y parecía permanentemente enfadado con el mundo fuera de ella. De él aprendí que no podemos vivir de espaldas a la ciencia, que la filosofía vive y palpita en contacto con otros saberes, que la filosofía no es un fósil sino un saber en el mundo presente.
Hubo más (Llinares, Valdés, Nico…). También lo merecen, pero será otro día. Éstos son los que siempre recuerdo. Es innecesario añadir que toda selección es subjetiva.
Como Aristóteles, debo gratitud a mis maestros. Pero no obediencia.
Gracias pues.
viernes, 9 de septiembre de 2011
PROFES
"Pensándolo bien, aquellos tres profesores solo tenían un punto en común: jamás soltaban la presa. No les tomábamos el pelo con el reconocimiento de nuestra ignorancia. (…) En su presencia -en su materia- nacía yo para mí mismo: pero un yo matemático, si puedo decirlo así, un yo historiador, un yo filosófico, un yo que, durante una hora, me olvidaba un poco, me ponía entre paréntesis, me libraba del yo que, hasta el encuentro con aquellos maestros, me había impedido sentirme realmente allí.
Y otra cosa, me parece que tenían cierto estilo. Eran artistas en la transmisión de su materia. Sus clases eran actos de comunicación, claro está, pero de un saber dominado hasta el punto de pasar casi por creación espontánea. Su facilidad convertía cada hora en un acontecimiento que podíamos recordar como tal. Podía pensarse que la señorita Gi resucitaba la historia, que el señor Bal redescubría las matemáticas, que Sócrates hablaba por boca del señor S. Nos daban clases tan memorables como el teorema, el tratado de paz o la idea fundamental, que aquel día eran el tema. Enseñándolo, creaban el acontecimiento."
"De hecho, siempre he alentado a mis amigos y a mis alumnos más despiertos a convertirse en profesores. Siempre he pensado que la escuela la hacen, en primer lugar, los profesores. ¿Quién me salvó a mí de la escuela, sino tres o cuatro profesores?"
Y otra cosa, me parece que tenían cierto estilo. Eran artistas en la transmisión de su materia. Sus clases eran actos de comunicación, claro está, pero de un saber dominado hasta el punto de pasar casi por creación espontánea. Su facilidad convertía cada hora en un acontecimiento que podíamos recordar como tal. Podía pensarse que la señorita Gi resucitaba la historia, que el señor Bal redescubría las matemáticas, que Sócrates hablaba por boca del señor S. Nos daban clases tan memorables como el teorema, el tratado de paz o la idea fundamental, que aquel día eran el tema. Enseñándolo, creaban el acontecimiento."
"De hecho, siempre he alentado a mis amigos y a mis alumnos más despiertos a convertirse en profesores. Siempre he pensado que la escuela la hacen, en primer lugar, los profesores. ¿Quién me salvó a mí de la escuela, sino tres o cuatro profesores?"
Daniel Pennac: Mal de escuela, ed. Mondadori, Barcelona, 2008; cit. págs. 222 y 49.
http://www.elviralindo.com/blog/articulos-opinion/profesores/#comments
lunes, 5 de septiembre de 2011
MIDNIGHT IN PARIS
A quien no haya visto nada de Woody Allen, sin duda le gustará esta película. A los que lo hemos seguido, no tanto. No porque sea mala, sino porque todo lo que nos cuenta lo hemos visto ya.
Se parece mucho a la maravillosa La rosa púrpura de El Cairo. Como en ella, aquí el protagonista se adentra en una realidad inexistente, en una entelequia poética que le enfrenta a su realidad (aunque la pregunta es precisamente ésta: ¿qué es lo realmente real?). Pero lo que una vez nos hace gracia por lo novedoso, después tiene ese aire rancio del déjà vu.
También se asemeja a otras, a las últimas suyas, ligerísimas y entretenidas, como Si la cosa funciona; se parece en que todas destilan ese mensaje banal de carpe diem, toma las cosas como vienen, no le des vueltas a lo que no puedes cambiar, éste es el mejor de los mundos posibles, etc.
Y, en el fondo, no es más que una versión de La Cenicienta, pero con escritor en lugar de princesa, y con un Peugeot de época en lugar de una carroza que deviene calabaza. A medianoche todo se transforma y la realidad se convierte en su negativo. Me suena, me suena esto.
Respecto a los personajes, son más bien planos y previsibles: el guionista de Hollywood que quiere quedarse en París a escribir novelas, su novia estupenda y de buena familia que sólo desea una vida acomodada en los Estados Unidos, los padres de ella, de un republicanismo conservador con genoma de barras y estrellas (sólo falta alguna alusión al Tea Party), el pedantísimo amigo de la novia… Y de los artistas varios que aparecen, mejor ni hablar: Hemingway, Picasso, Scott Fitzgerald, Gauguin, Matisse…, todos en la peor tradición de los topicazos que pueden hacer gracia a un lector de tapas y reseñas, pero que no van más allá del barniz de lo más conocido de ellos.
París, como antes Oviedo o Barcelona en Vicky Cristina Barcelona (esa ¿película?), se nos muestra como una postalita que cualquier turista con una cámara del Carrefour podría haber filmado. Cinco minutos largos de Torre Eiffel, Arco de Triunfo, Montmartre, Jardines de Luxemburgo, etc., hacen que, por una vez, la peli supere los 90 minutos. Innecesariamente. O mejor, necesario para que el Ayuntamiento de París ponga unos euros encima de la mesa por el documental. Para gastos del director y su familia, que tienen que vivir. Menos mal, yo creía que los únicos que habían pagado un publirreportaje con ínfulas eran las instituciones catalanas y asturianas. No sé si en el precio entra el cameo de la primera dama francesa, tan expresiva como el Obelisco durante una tarde de lluvia en febrero.
Eso sí, me reí lo que quise y más porque la copia que vi en mi en la tele estaba subtitulada… por los primates de El planeta de los simios. Aparte de no entenderse a menudo por la mala sintaxis, las afirmaciones se convertían en condiciones (“si…” en lugar de “sí”) y los personajes en irreconocibles. Como alguien seguro que no me cree, ahí va una lista que acompaño con fotografías: Man Ray se convierte en monarca (Man Rey), la amante de Picasso nació en Bordeaos (Bordeaux o Burdeos), Hemingway se transforma en Hemingüey (a veces sin los puntos, muy mexicano sin duda), Miró en Mirauld, Braque en Berat y Matisse en Metisse; Miguel Ángel (o Michelangelo) en un mestizo, tal vez domiciliado en Little Italy: Michael Angelo… Delirante. (Aprovecho para decir que no me consta que el subtitulado sea el “oficial”; tanta impericia me extraña, he visto otras de Woody Allen subtituladas y esto no pasaba).
Por decir algo bueno: Marion Cotillard está magnífica, luminosa y creíble (no es poco en este producto). Hay también una muy divertida escena del detective, contratado por el suegro, buscando al supuesto escritor por la Historia de Francia. No es mucho. Como cuando decimos que la fotografía es buena…