Me han hablado recientemente de un libro titulado Contra la sinceridad, de Juan Cruz, subtitulado como Un libro para descubrir por qué no se debe ser del todo sincero. Advierto que no hablo sobre el libro -que aún no he leído-, sino sobre la idea que parece contenerse en el título.
Todos
conocemos muchas personas que presumen de ser sinceros. Personas que confunden
sinceridad con ofensa. Son ésos que te dicen: “¿Quieres que te diga sinceramente lo
que pienso de ti?”. Naturalmente hay que contestar que no, hay que dar
por respuesta la frase de aquella película: “Miénteme, dime que me
quieres”.
Ser sincero no es ser hiriente. La sinceridad tiene límites. La urbanidad, la educación elemental a la que nos obliga la convivencia es el primero. El segundo lo constituye el respeto y hasta el cariño que nos debemos unos a otros. No siempre hay que decir toda la verdad, y desde luego nunca hay que decirla de cualquier manera.
Es verdad que el respeto incluye el derecho a la verdad. Pero ese derecho no constituye en ningún caso un deber. Además, no es tan fácil delimitar qué cosa es eso a lo que llamamos verdad. Tengo la impresión de que la sinceridad es más una intención del hablante que una correspondencia con hechos. O sea, que el que emite un mensaje cree que las cosas son como él las verbaliza y cree que debe verbalizarlas así. Ambos puntos son discutibles. En primer lugar, los hechos no son puros; era Homero el que decía que “el necio sólo conoce los hechos”. En segundo lugar, tal supuesto conocimiento de hechos aún más supuestos no conduce necesariamente a tenerlos que comunicar a los demás, mucho menos en ese tonillo cortante y autosuficiente del que se instala en la verdad, y desde ese conocimiento absoluto (y solipsista) ilumina a los otros: qué suerte tienen, qué afortunados son al tener a alguien cerca que les diga las cosas como son.
Necesitamos más prudencia. Aristóteles la definía
como un saber para hacer. No es
únicamente una virtud del conocimiento, ni sólo de la acción: es la deliberación
racional para la acción. La prudencia nos indica cuál es el grado de verdad que
puede soportarse (creo que esto es de Nietzsche). Por lo tanto, no conviene
avasallar al personal con toda clase de elaboraciones mentales, prejuicios,
doctrina empaquetada o productos similares, bajo la sobrevalorada etiqueta de
sinceridad.
No es lo mismo hablar con la mano en el corazón
que con el corazón en la mano. No es lo mismo decir lo que se piensa que pensar
lo que se dice. Pero, claro, igual estos individuos creen que tal cosa es
hipocresía, diletantismo o cobardía. Prefieren intimidar antes que ser considerados
timoratos; no conocen la prudencia.
Peor para ellos. Por si acaso, conmigo no sean tan sinceros. Por favor.