Acabo de terminar un librito, poco más que un entretenimiento,
titulado El perfeccionista en la cocina.
El narrador británico Julian Barnes cuenta con humor sus cuitas culinarias. El
volumen es chispeante, pero no se justifica, ni mucho menos autoriza los
inmerecidos elogios de la contraportada.
No obstante, tiene algunas observaciones muy ingeniosas.
Por ejemplo, en la página 116 dice que algo “fue a parar al cementerio de
elefantes de los chismes desechados, el tiroir
des refusés”. Un poco más adelante habla de ese cajón: cuando el autor se
decidió a hacer inventario y tirar lo inútil “vomitó ochenta y dos
adminículos”. Al leer esto no he podido evitar soltar unas sonoras carcajadas.
Porque a todos nos ha ocurrido algo parecido. Yo ahora atravieso una etapa más
minimalista que barroca, y además tengo un buen trastero en el que sobra mucho
espacio (o conservo escasas pertenencias), pero en otras épocas de mi vida fue
una pesadilla el asunto de los cacharros inútiles. En el pasado compartí mi
vida con una pareja con la que convivía en una casa pequeña y sin trastero. En
el armario de la entrada había un altillo en el que se acumulaban todo tipo de
trastos en perfecto estado: una pesada vajilla de inspiración china, un
cuecehuevos para seis servicios, tres o cuatro fuentes de ponche (una de ellas
con borde de plata), dos jarrones que con generosidad llamaríamos espantosos,
una pequeña escultura presuntamente étnica de una mujer con turgentes y
abundantes pechos (que vi a la venta en un chino unos años después), un horror de
cristal tallado destinado a servir cacahuetes, galletas y otros aperitivos, un
almirez herencia de alguna abuela, un par de manteles sobre los que no debería
posarse plato alguno, una pieza de la lavadora…
Un mes de julio me dio la ventolera del orden, o la
angustia vital, o la crisis de los cuarenta, quién sabe. Y, tras unas horas de
limpieza y orden, decidimos que casi todo el contenido del altillo debía
abandonar la casa. Me costó convencer a mi pareja, y seguramente aproveché
algún momento de debilidad, pero el contenedor acogió toda esa basura que nunca utilizamos. Jamás me he
arrepentido ni volvimos a mencionar el altillo de los horrores, como lo
llamábamos. Es como esos hechos vergonzosos de los que es mejor no hablar, a
ver si así hacemos como si no hubieran sucedido…
Hoy no hay en mi vida ningún tiroir des refusés. Incluyo en ese cajón que no existe alguna
relación, muchas palabras, malos recuerdos, expectativas frustradas, libros no
escritos…
Menos mal.
Guardo menos cosas a medida que voy haciéndome mayor, pero primero les doy la prueba del año: si en este tiempo no las vuelvo a usar, las tiro (o las regalo, reciclo, etc). Con las relaciones me cuesta más, porque establezco lazos que me duele cortar. Aquí la prueba es el afecto,la reciprocidad y el sentimiento de movernos en un mismo plano, a pesar de defectos y diferencias.
ResponderEliminarPor cierto, a punto he estado de no comentarte: hace tiempo que no te prodigas como comentarista en mi blog y leí que andabas en busca de gente con chispa en el tuyo: menos mal que luego lo arreglaste, al decir que no te referías a los habituales.
Bueeeeno. No me riñas. Es que a veces no tengo nada especial que decir y no me gusta faceboquear los blogs. Pero sabes que me interesa lo que escribes y que el comentario no iba por los comentaristas habituales (un lujo), sino por muchos que guadianean y cuyas palabras (y discrepancias) me interesan. Será que no siempre está uno a la altura o que lo que escribo ha dejado de interesarles.
EliminarYo hago lo de la prueba del año con la ropa: camisa que no me he puesto en un año es camisa que debe salir del armario. Con la gente intento ser educado, pero no siempre paciente. El tiempo es limitado y uno no puede perderlo con tontos ni con tonterías con la cantidad de gente interesante que hay por ahí.
Anoche estuve tomando una copa de vino con una amiga estupenda y hablamos de esto. Le dije que el mejor regalo que puedes hacer a alguien (y alguien a ti) es tu/su tiempo. Sobre el escenario tres músicos hacían versiones clásicas de música pop. Una delicia.
Esto me recuerda una entrevista con Jaume Sisa en su casa. Por todo mueble, en el recibidor, tiene un pequeño baúl, azul metálico, en el que dice guardar cosas que son o han sido importantes en su vida, y que no debe abrir nadie hasta que haya muerto. Lo bueno es que el tamaño no es muy grande y que, cuando lo abre para meter algo, a veces saca cosas que, de pronto, han perdido todo el sentido que tenían cuando las metió.
ResponderEliminarPor cierto, tu altillo debía ser tan grande como el 'arca de Noé'; confío en que no tiraras el almirez de la abuela ;)
El almirez de la abuela lo conservamos. Era metálico, pesadísimo. Creo que se lo quedó la mujer que compartía vida y altillo conmigo. Por cierto, no era muy grande: lo asombroso es lo que puede salir de un armario; cuando lo tienes fuera no puedes dar crédito a tus ojos. Y cuando tienes que mudarte de casa... imposible, yo no podía tener todo eso.
EliminarConozco personas como Sisa. Una mujer me dijo un día que pilló a su madre rompiendo fotos y tirando recuerdos. "Para que no sufráis cuando me haya muerto, para facilitaros la tarea de vaciar la casa, y que no os pase lo que a mí con mi madre", les dijo. Admirable mujer, pensé (aunque un poco exagerada) que quiere dejar lo material en orden (tiene hasta el nicho pagado) y que sus hijos sólo tengan que recordar sus innumerables virtudes. No la imagino con un cajón así.
Guardo algunas cosas con empeño, porfía y terqueza.
ResponderEliminarY es que tengo una extraña fascinación por toda clase de cajitas, frascos, cuadernillos y cosas similares.
Ello tiene pintas de fijación infante y sospechas de síndrome de Diógenes, pero soy incapaz de tirar algunas cajas una vez usados sus contenidos, y lo mismo me ocurre con los frascos de las colonias o cuadernos ya repletos de grafías.
El caso es que acabo tirando todo eso después de haberlo guardado durante años. Lo tiro, pero refunfuñando como un demonio de Tasmania.
¿Cómo refunfuña un demonio de Tasmania? ¿Es diogénico o minimalista al modo Philip Glass?
EliminarLo de los frascos de colonia... Te mando a mi psicoanalista. Lo de los cuadernos lo entiendo más. Pero a mí me parece que tirar libera y si algo en muy personal, e incluso íntimo, más aún. No tiene vuelta atrás: por eso.
Tirar libera. Creo que es un acto de purificación del estado maravilloso. Se respira mejor, se tiene más espacio, se está más sosegada, etc. ¡Todo son ventajas! Lo único que no tiro son dibujos que me han regalado, tarjetas de personas que me importan, y creo que ya. Como muy bien decís arriba, es tiempo dedicado, en este caso en forma de lenguaje plástico o verbal. Aunque vale, confieso que también he tenido una caja que ya no existe. Mi diario de adolescente... ¡Madre mía! Jajaja...
ResponderEliminarPero mucho. Me encantan los cajones vacíos. Me encanta el primer día de vacaciones, que dedico a tirar papeles, a guardar poco, a ordenar, a desechar.
EliminarNo tires personas. Bueno, pensándolo bien, alguna sí conviene.