No es que yo sea muy playero, pero un par de semanas al año
sí aparezco por el Mediterráneo, que es desde donde escribo ahora. Bajo pronto,
no de madrugada, pero siempre antes de las once, a veces poco más tarde de las
nueve. Ayer la cosa se complicó y fue más tarde. Ya había mucha gente.
Escogimos un hueco en tercera fila.
A la izquierda, un “melendi”. Es decir, un tipo con barba más
o menos descuidada y rastas abundantes. Que me perdone el genuino Melendi, pero
es que desde lejos era clavaditos. Fumaba, parecían canutos, pero el olor era
de tabaco normal. Estaba sentado en una toalla de Coca-Cola y de vez en cuando
echaba un trago a su sangría de Mercadona a la que echaba hielo de una neverita.
En vaso era uno de estos gigantescos con el logo del PCE. Cuando la bebida estaba
muy aguada, la derramaba en la arena y añadía nuevos hielos. Por supuesto, la
colilla la apagaba en el suelo y la enterraba a medio centímetro.
Delante, una familia de reguetoneros ruidosos. Dos o tres
generaciones, de esos que no hablan en voz baja ni debajo del agua.
Afortunadamente, la música que emitían sus móviles no permitía un volumen
altísimo, pero sí lo suficiente como para molestar a los que buscamos paz y
sosiego.
Seguro que dirían que tienen derecho, todo el mundo parece
tener derecho a todo, a cualquier cosa. Supongo que los que enterraron los
palillos que me pincharon el pie también tenían derecho, así como todos los
fumadores cuyos restos colilleros afloran a centenares en la playa.
He leído que en algunas playas no se puede fumar. Me parece
excelente. En primer lugar, por lo que acabo de referir. Además, es un olor
francamente desagradable. Se solucionaría si los fumadores fueran a un sitio
más apartado, si pidieran permiso a los vecinos de arena. Pero no. Dicen que
tienen derecho.
Busqué en mi móvil “Lascia ch’io pianga”, lo puse unos
segundos. Después pensé que no merecía la pena. Eso sí, estuve tarareándola toda
la mañana con mi voz de contralto afónico. Poco después, di un paseo a lo largo
de la playa. Me costó: dos kilómetros con la tensión baja que la humedad acentúa.
El “melendi” seguía bebiendo y fumando. La familia reguetonera había apagado la
música, menos mal: se oían las olas. Seguí un rato leyendo Los besos, de
Manuel Vilas, con gran placer. Yo voy a la playa a leer.
Es verdad que hay pocas papeleras y que están lejos. Aún así:
hay gente que las usa, que va hasta allí o que echa en ellas sus desperdicios
cuando se marcha a casa. La playa no es democrática más que como metáfora;
simplemente, es de todos y la sociedad es así, diversa.
Suelo decir a mis alumnos que las sociedades funcionan porque
hay un 80% de ciudadanos que cumplen las normas. Luego están los que se aprovechan
de que ese porcentaje haga funcionar las cosas. Ellos creen que tienen
derechos, pero no: el ciudadano tiene derechos porque tiene deberes y al revés.