Anoche leí dos capítulos en los que hablaba de El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, y de Siddhartha, de Hermann Hesse. Ambos los leí en mi adolescencia. De hecho, devoré a Hesse, que fue durante años mi autor preferido, hasta que descubrí la literatura latinoamericana, a la que me dediqué en exclusiva durante varios años. A Hemingway no lo frecuenté tanto, sí creo haber leído media docena de libros suyos, aunque El viejo y el mar sigue siendo mi favorito. Del resto no tengo un gran recuerdo.
Anoche pensaba precisamente en que esos libros y tantos
otros, forjaron mi educación sentimental, seguramente también mi carácter. Y,
aunque yo sí soy de releer, no me atrevo a hacerlo con esos dos. A Hesse sí he
vuelto; desconcertado, por cierto, no había en sus libros (Demian, El
lobo estepario…) ni sombra de lo que vi con 16 años. Obviamente, me dirán
todos, es que ya no soy el mismo. Pero hay otra cosa, un cierto sentimiento de
vergüenza por haber sido el que fui y ya no soy, por mi inevitable inmadurez,
por mi ingenuidad irrecuperable…
¿O sigo siendo el mismo? Temo que nos iríamos a un problema
filosófico casi irresoluble, el de la identidad personal. Incluso también a
otro psicológico: todos sabemos que la personalidad es un modo de ser, actuar y
pensar relativamente estable. Y en este tiempo era bastante inestable y
muy relativo.
De modo que aquí estoy y tal vez me atreva a volver sobre
ellos. Tal vez debo.
Por cierto, leed a Ordine.