"Me guardan en un sótano, con llave,
y me hablan de la calle, y me describen
con precisión la vida que no vivo".
Francisco José Martínez Morán: Tras la puerta tapiada
Cuando llego a la sala de espera , antes de embarcar, ya hay más de 50 personas. Me acomodo en una esquina. A mi lado, una joven no cesa de llorar con tanto pudor como empeño Lleva auriculares que le hacen sentirse aislada y abraza con fuerza su pequeña maleta. Es discretamente hermosa, tal vez la más deseable para alguien que se ha quedado en tierra; me pregunto si por ahora o para siempre, lo que explicaría desigualmente su llanto.
Entran otras dos jóvenes, más aún, cuya edad no va más allá de los 25. Me fijo especialmente en una de ellas, pelo casi rubio, ojos no demasiado azules y una nariz que me hace sospechar que sea francesa. Hasta que las oigo hablar: o son italianas o lo disimulan bien. De sus orejas cuelgan unos pendientes grandes, circulares, muy elaborados; pienso que en otra me parecerían ostentosos y exagerados. Me cuesta no mirarla pero no me gustaría que se diera cuenta.
De repente, sin responder a ninguna señal ni llamada, alguien se pone en pie y se forma una cola ante un pequeño mostrador. Todos hacemos lo mismo. La cola me parece absurda, más propia de un autobús que de un avión. 30 minutos después nos introducen en unos vehículos que recorren la pista. Nos apretujamos, me siento ganado, tropiezo con otras maletas y unas espaldas rozan inevitablemente la mía. Al bajar me doy cuenta de que son las dos italianas de antes; evito cruzar la mirada con ellas. No obstante, parece imposible evitarlas, el azar las sitúa delante de mí, al otro lado del pasillo, y me detengo en un trozo de frente y su pelo pajizo.
Han subido también dos curas jóvenes, italianos también, impolutos, ni una sola arruga en su traje, tal vez planchado hasta el alzacuellos. Tienen mirada clara, de inocencia, pero también de ignorancia. Parecen casi hermanos gemelos, mismo corte de pelo, mismo modo de moverse, mismo atuendo. Hasta se podría pensar que no van a España en misión pastoral o a completar estudios, sino a seducir jovencitas para la causa con sus palabras envolventes y mirada a mayor gloria de Dios y de la península itálica. Dejo de verlos, van a la parte delantera. Se me ocurre que podrían buscar y consolar a la joven que lloraba y que tampoco distingo en el frenesí de personas que suben sus bultos y buscan acomodo.
Pasa una mujer con un gorro rojo, muy elegante. Mira a mi lado, hay dos asientos libres. Le dice algo a otra mujer en un idioma que no reconozco. No puedo escuchar la respuesta, pero avanzan por el pasillo. Soy el único en todo el avión a cuyo lado no hay nadie. Qué metáfora.
Una azafata explica sin entusiasmo las medidas de seguridad. Pocos pasajeros atienden. Intento aparentar que me interesa, pero estoy ausente. Se me nota. En apenas tres horas estaré en casa, tras este viaje agridulce y necesario.