Acabo de leer un libro de Julian Barnes (El sentido de un final) que me han regalado unos buenos amigos. El
libro es excelente y el autor, del que he leído otros dos (Pulso, El perfeccionista en
la cocina), me gusta. Especialmente porque no necesita artificios para
explicar una historia que, precisamente por ser compleja, parece sencilla, se
lee con facilidad y luego va destilando sus aromas, sabores…
En un determinado momento el narrador/protagonista recibe un
correo electrónico de una antigua novia en el que busca ironías, segundas
intenciones o insultos: “No había ninguno, a no ser que su propia franqueza
fuese en sí misma una trampa. Era una historia corriente, triste -demasiado
conocida- y contada con sencillez”.
Tal vez porque uno de los libros de Barnes habla de cocina,
mi cabeza se ha puesto a divagar sobre las relaciones entre la literatura y el
condumio. No son pocas. En ambos casos hay una actividad que se puede realizar
de modos diversos. Y hay hacedores de muy distinto pelaje, pretensiones Y
conocimientos.
Un gran chef es un creador. Hace algo que antes no se había
hecho. O lo recrea. Lo presenta con armonía, elegancia, para que los sentidos
disfruten espiritualmente. Un buen
literato hace lo mismo con las palabras: parece descubrirlas, redescubrirlas,
inventar nuevos usos. Y presenta sus creaciones de muy diversos modos para que
saboreemos algo que -en teoría- es un bien espiritual.
A mí me molestan los pretenciosos. Conozco algunos bares y restaurantes
en los que te ponen un menú en torno a 10 €, cuya sencillez, honradez y sabor
no sólo me satisfacen, sino que me asombra tanta sabiduría desnuda y sin
aditamentos estúpidos. También he estado en algún restaurante caro (50-60 €,
más allá me parece pecado), del que he salido más que satisfecho, porque lo que
me han servido requería mucho conocimiento, experiencia y destrezas que no
están al alcance de cualquiera. Eso tiene un precio.
Lo peor son esos restaurantes de medio pelo, cuya carta reza
cosas tan abstrusas como ésta: “Nuestra lechuga, acompañada de tomatitos cherry, nueces caramelizadas y
alcachofas del Goierri sobre lecho de salsa de frutos de los bosques brumosos y
aromas de niebla y melancolía”. O sea, ensalada rarita: 23 €. Has pagado palabrería de comer, perpetrada por un
tipo que tiene ínfulas poéticas y metafísicas, pero que aún debe aprender
mucho, al que falta la modestia precisa y algún buen amigo o familiar lo ponga
en su sitio. Como el esclavo de Julio César.
También en literatura sucede. La sencillez es un valor a
desarrollar. García Márquez, Borges, Aleixandre… Imposible alcanzarlos. Se los
puede imitar del mismo modo que un aprendiz de cocinero debe elaborar los
platos que han creado los grandes chefs. Es más, conviene imitarlos, siempre es
mejor aprender de los buenos que de los mediocres. Y ya llegaremos.
Para ser creador de algo hay que ir paso a paso (“partido a
partido”, Cholo dixit), sin saltarse los tiempos ni los tempos, escuchando, practicando, haciendo uso frecuente de la
papelera y del cubo de basura. Antes de ser un grande hay que ser un mediano, y
antes un pequeño. Conviene haber aprendido a colocar el verbo en su sitio, a utilizar
la sal con medida, a consultar la ortografía, a no atiborrar el plato ni
racanear con las raciones, a no escribir más (ni menos) de lo necesario…