Jesucristo ha cenado con los Apóstoles. Después, se dirige al
huerto de Getsemaní. Hasta ahí una conocida narración. En 1973 se rodó Jesucristo Superstar, que la Iglesia
romana recibió con filias y fobias.
Jesús es el hijo de Dios, el enviado, el redentor. Viene a
dar la vida, a morir por los hombres. Jesús tiene una naturaleza divina que
procede directamente de Dios, ha sido concebido sin mácula, esto es, sin conocimiento
de varón. Pero a la vez es humano, es carne, sufrimiento y deseo; sólo un
hombre.
En esa doble naturaleza hay un dogma de fe, pero también una
paradoja existencial. Es bien conocido que el arrianismo hizo de ella el ariete
con el que embestir a Roma y desafiar su autoridad.
Hoy puede que a muchos no les diga nada, pero estoy revisando
aquella película y también la excelente recreación que hizo en España Camilo
Sesto, y creo que acertaron en el tono y que explicaron bien el drama. Jesús no
quiere sufrir, Jesús se mueve en su doble naturaleza de un modo nada
satisfactorio para él. No quiere sufrir, pero está dispuesto a aceptar su
destino y cumplir su misión. Deber y deseo re revuelven sin mezclarse.
Aquí expresa el cristianismo una situación que otras
religiones no tienen: el papel de la voluntad y, consecuentemente, de la
libertad, rompen el determinismo teológico. El hijo de Dios se ha encarnado en
una mujer; desde ese momento pueden aparecer los problemas. Escuchad la
canción: hágase en mí según tu palabra, Padre, pero no quiero sufrir, deja que
mi voluntad se manifieste.
(Hace un par de meses que expliqué a mis alumnos la filosofía
cristiana medieval. Intento que capten estos matices: les hablo del papel de la
libertad, de su condición para que el mal o el bien, la culpa y el castigo o
premio tengan sentido. Incluso les dije que vieran esta película. Me ronda el
existencialismo, tantos siglos posterior, me asalta Kant; tengo dudas acerca de
si tantos siglos de filosofía no hacen otra cosa más que hablar de lo mismo, de
este drama eterno).