Los días de algo son tranquilizadores. Cumplen una función de recuerdo, celebración o conmemoración, qué duda cabe. Pero me parecen sospechosos.
No sé qué utilidad puede tener recordar que es el día de la Filosofía o de la Poesía. O tal vez de las amapolas silvestres o del cocido montañés, hay para todos los gustos.
Me parecen sospechosos precisamente por tranquilizadores: cumplimos el trámite cultureta, recordamos a la sociedad que alguna vez hubo filósofos y poetas y a otra cosa, que la actualidad viene cargada y veloz y el partido de esta noche es el bucle del eterno retorno del partido del siglo.
Especialmente inútil me parece el día del libro. No para las librerías o editoriales, a las que siempre viene bien un estímulo en las ventas, y más con ese producto casi de lujo, superfluo, qué gran invento. Yo hablo de los lectores. A un lector de raza no le hace falta un día del libro, del mismo modo que al enamorado no hace falta que le recuerden tal hecho el 14 de febrero. Leer es actividad cotidiana, instinto, pulsión.
Obviamente, hay lectores esporádicos, lectores de premios, lectores de tapas, lectores de recuerdos, lectores de whatsapp, lectores del teletexto. Hay lectores voraces, toxicómanos de las páginas, ansiadores de historias y argumentos. Hay también lectorcillos ocasionales, los menos.
No sé si los del primer grupo necesitan un día especial. No sé si les sirven para algo esas campañas de promoción de la lectura que (en mi modestísima opinión) disuaden más que estimulan.
Yo leeré hoy. Y mañana. Pasado también. Es posible que me atropelle un camión y deje de hacerlo. Por si en el otro mundo se puede leer, meted mi e-reader en el ataúd, a reventar, que la eternidad es muy larga. Sé que lo del libro en papel es más romántico, pero caben pocos en un féretro estándar, de modo que no: mi kindle y los miles de libros que le quepan. Os prometo leer hasta el 23 de abril del año chorrocientos mil y pico de la era de Cervantes y del Sexpir aquél. Y después, si Dios quiere.