Dice
Arturo Pérez-Reverte que lo que pasa en este país se debe a que nos echan algo
en el agua desde hace algunos siglos. Igual tiene razón, pero a las tonterías
habituales, incompetencia casi congénita y cainismos varios, se añade (no sé si
como causa) la escasísima costumbre de escuchar.
No de
hablar, porque hablamos mucho. Y casi siempre levantando el tono de voz más
allá de lo razonable. Pero cuando hablar es sólo emitir sonidos con apariencia
de discurso no estamos ante una genuina conversación.
Dialogar,
como su etimología indica, es utilizar la razón (logos) entre al menos dos,
aunque podamos incluir ese hablar con nosotros mismos que proponían muchos,
desde Sócrates a Machado. Dialogar significa razonar. Sin trampas. No es una
batalla contra el otro, sino a favor del otro, con el otro.
Estas últimas semanas me ha perseguido este tema. Fui a una conferencia del profesor
Ángel Gabilondo, no del político, sino del filósofo. Habló de
ética, claro. Pero a mí me rondaba la cabeza el único libro suyo que he leído: Alguien con quien hablar. Se trata de un
conjunto de artículos de una profundidad en la sencillez como he leído pocos.
En el
fondo, la tesis de Gabilondo es la misma que puede mantener cualquier
psicólogo: necesitamos hablar, que nos escuchen. Por lo tanto, precisamos a los
otros, no nos bastamos. Y necesitamos algo más que un simple paño de lágrimas y
algo menos que un inquisidor. Consejos los justos y sólo si se solicitan.
Juicios menos aún: el que esté libre de pecado que tire la primera piedra, ya
se sabe, que de soberbios morales andamos sobrados. Indiferencia de ningún
modo; quién no aborrece a esa persona con la que te estás sincerando y lo único
que te ofrece son frases como “No te preocupes, ya verás cómo se arregla todo”
o “Eso no es un problema, mira lo que me pasa a mí, eso sí tiene importancia…”.
El otro
es un no-yo. Pero lo necesitamos
cuando es un otro-yo, un casi-yo, cuando nuestros problemas
particulares llegan a sus problemas particulares y descubrimos que son
problemas universales. Si sabe escuchar, probablemente también sabe razonar:
poner las orejas no es lo mismo que poner los oídos, del mismo modo que, como
decía Aristóteles, los animales tienen voz mientras que los humanos tenemos
palabra.
Algunos
psicólogos saben que el paciente/cliente no siempre tiene gravísimos problemas
de conducta, fobias devastadoras o psicosis. Uno de esos psicólogos, muy conocido,
dice que en la primera sesión pregunta siempre a sus pacientes si tienen
alguien con quien hablar. Si es así, lo envía de vuelta, y sólo si el problema
no desaparece al exteriorizarlo verbalmente es cuando necesita atención
especializada. Muchas personas saben que pagar por hablar, para que te
escuchen, para escucharte, es una buena inversión.
Antes, la
gente acudía al párroco más próximo que escuchaba atentamente, perdonaba y
absolvía en nombre de Dios. Es cierto que un psicólogo no juzga, ni absuelve,
ni impone penitencia. Pero el principio de liberación por la palabra es el
mismo.
Y la
paradoja de las redes sociales es justamente ésa: producen espejismo de
conversación, sucedáneo de amistad y aparente libertad para escribir. Pero
¿estamos seguros de que alguien escucha?