domingo, 22 de enero de 2017

OPINIÓN

Circula abundantemente la idea de que toda opinión es respetable, confundiendo el respeto moral que merecen las personas con la verdad (o no) de sus opiniones, esto es, se confunde una cuestión moral con otra epistemológica.

La opinión es uno de los ídolos contemporáneos. Las redes sociales no han hecho más que agrandar su alcance y su soberbia. Cuanto más breve el mensaje, más opinable parece. Un libro precisa de tiempo, dedicación, documentación, argumentos… Un tuit es una ocurrencia, habitualmente nada más que eso, una opinión sin reflexionar en la mayor parte de las ocasiones, un aforismo en el mejor de los casos.

Lo malo no es tener opinión, lo malo es no tener más que opinión. Dicho de otro modo, si la mitad del tiempo que el personal dedica a opinar lo emplease en buscar información, cotejarla, escribirla y reescribirla, lo que leeríamos sería una maravilla, se llama conocimiento o aspiración al conocimiento. Rara avis.

Lo de Twitter es de traca, qué digo, un festival de fuegos artificiales, mucho ruido… y pocas nueces. Hay algunas cuentas maravillosas (las sigo); otras, francamente ingeniosas (también sigo alguna). Otras, muchísimas, son el vomitorio amparado por el anonimato. Hace poco leí un tuit que decía más o menos esto: hay unanimidad en Twitter sobre lo malo que es el bullying, pese a que el 80% de los tuits son insultantes, despectivos, machistas, homófobos, xenófobos, etc., es decir, ciberbullying. Pero el que tuitea cosas así sostiene que es su opinión, algo elevado y respetable en lo que nadie debe meterse. Libertad de expresión, lo llaman ellos.

No es cuestión de jóvenes o adultos: se da en todas las franjas de edad. Lo único que suelen tener en común es un resentimiento sin causa, una cultura de derechos sin deberes y unos conocimientos lingüísticos que no van más allá de las 500 palabras.

Me dan miedo. Además, se indignan cuando alguien les bloquea, hasta los moños de recibir improperios e insultos del opinador, como si uno no tuviera derecho a impedir que le insulten.

Cuando deja de haber opinión y hay conocimiento, la dosis de prudencia y de modestia aumenta. Normalmente, quien sabe algo, por poco que sea, sabe que la infinitud se abre ante él, sólo está seguro de su ignorancia, de sus dudas en muchos ámbitos. Pero se apresura a escribir con fundamento sobre lo poco que conoce y a no confundir opinión con verdad.

Con los blogs me ocurre lo mismo. Sigo alguno, pocos. Son aquellos en los que puedo aprender o cuyos escribidores (casi siempre escribidoras) tienen algo que decir o que discutir. Los exhibicionistas no me interesan; los que posturean o alardean de algo (que sólo es ignorancia), menos aún.  Pero hay algunos ante los que me quito el sombrero -porque tengo sombrero-: hay cultura, preparación, tiempo dedicado a la escritura, conocimiento de aquello de lo que hablan… Y prudencia.

Platón ya advirtió contra la opinión (la doxa). Pero, claro, hay tantos que se atreverían hoy a discutir con Platón de igual a igual… Titánica tarea que ni siquiera se permitió Aristóteles. Y, ante eso, no tengo ningún sombrero que quitarme; al contrario, me cubro la cabeza y me voy a tomar el aire, al menos podré pensar en silencio, sin la estúpida cháchara del que sólo hace ruido y empantana el mundo con su palabrería.

No descarto ser uno de ellos. Debería entonces huir de mí.

domingo, 15 de enero de 2017

LO CUTRE

Hace muchos años, salimos un grupo de amigos y conocidos. Uno de ellos era un joven alemán residente en España. Hablaba muy bien el idioma pero se le escapaban algunas palabras. Esa noche escuchó a alguien decir que no entrábamos a un bar porque era muy cutre. Desde entonces, repitió incesantemente la palabra: “Qué calle más cutre”, “Eso que dices es muy cutre”, “En España los contenedores son muy cutres”, “El cine español es cutre”… Fue delirante, cuando un extranjero descubre una palabra tan peculiar y empieza a usarla nos damos cuenta de lo difícil que es precisarla.

Define el Diccionario de la Real Academia este vocablo del siguiente modo: "Tacaño, miserable, pobre, descuidado, sucio o de mala calidad". El Casares añade: "Ruin, mezquino". Me siento satisfecho con lo que indican ambos.

Esta primavera tuve una comida familiar que, por razones largas de explicar, me tocaba pagar a mí. Fuimos a un sitio de postín, de esos cuyos cocineros salen en la tele. La comida fue estupenda, los precios no tanto. Pero nada que objetar al restaurante por lo que deciden cobrar. Ni siquiera la botella de agua de litro (más de 4 €). Precios de carta, si no te gustan hay muchos otros lugares en Madrid.

El camarero nos recitó algunos otros fuera de carta y yo cometí el error de no preguntar cuánto costaba uno de ésos (quadroni con trufas y no sé qué más). 24 €, según supe después.

Hay que distinguir entre caro y cutre. Los precios son caros, pero, como he dicho antes, hay otros restaurantes más baratos, nada que objetar en eso: ellos ponen sus precios y yo decido si entro o no. Lo que me parece cutre es que cobren el coperto (porque se trataba de un italiano): 1 €. Es verdad que en Italia existe esa molesta costumbre, pero no por eso deja de ser una cutrez (además, creo, de una ilegalidad, como si te cobrasen el vaso, la servilleta, el mantel o la sal).

En España, en muchos restaurantes, suelen ponerte un pequeño aperitivo mientras lees la carta. Allí también lo hicieron: una rodaja de pan y una loncha de mortadela (menos mal que no tenía olivas). Aperitivo ridículo para el local: mejor no poner nada. En el mesón donde a veces tomo una caña hacen cosas más elaboradas.

No soy un tiquismiquis, al contrario. Creo que no todo cuesta lo mismo y que lo bueno hay que pagarlo, no puede costar lo mismo una hamburguesa clonada que un plato único y originalísimo que precisa conocimientos, tiempo e ingredientes especiales.

Lo que me molesta es que me traten como a un gilipollas, como a un tipo que lleva a su familia y, además de los carísimos pero justificables precios (se come muy bien), te desplumen por vericuetos indecentes: ¿1 € por el coperto? Mire, signore, si incrementan unos céntimos cada cosa, a mí me da lo mismo, ni me entero, pero que me cobren por el cubierto tiene un nombre en castellano y es “cutre”. Al final, se lleva uno una mala impresión del local, la cutrez salpica a la excelente comida y el camarero (que no tiene culpa de que su jefe sea tan ruin en este aspecto) se queda sin la propina que seguramente ha merecido.

Cutre fue también, hace años, un local de Barcelona en el que pedí un café con hielo. Aún había pesetas y lo recuerdo: 150 el café, 15 el hielo. Estuve a punto de devolver el azúcar, a ver si me hacían un descuento.

Cutre fue también hace menos años, una cadena de cafeterías. Salí con un amigo a renovar el ticket de la ORA, mientras nuestras parejas esperaban dentro. El camarero, ni corto ni perezoso, se llevó nuestros cafés a medias. Ellas dijeron que, cuando quisieron reaccionar, el camarero se había ido. En otro de esos locales, otra cadena, fui con unos amigos, cenamos unos sándwiches; una de las chicas dijo que el salmón estaba malo, nos lo dio a probar: estaba malo; llamamos al camarero, que dijo que estaba bien, el encargado lo mismo. Les libró de la hoja de reclamaciones que llegábamos tarde al teatro, pero no he vuelto por allí en 20 años. ¿De verdad a un local de ésos le cuesta mucho respetar el ritmo de ingestión del cliente y, si algo no está bien (o al cliente se lo parece), cambiárselo? ¿Nadie les ha explicado que se puede perder una venta pero nunca un cliente, que es el axioma de cualquier negocio (excepción hago de esos clientes indeseables, que el cliente no siempre tiene la razón)?

En muchos viajes he tenido experiencias cutres, en España y fuera de España. Son muy frecuentes en esos lugares extraordinariamente turísticos, en los que los paracaidistas no van a volver. Pero se equivocan, porque a veces volvemos o tenemos amigos. Y luego está internet…

Además, no está bien timar al personal, aunque sea legalmente.  Es más, hay que actuar por respeto al deber, ya lo dijo Kant, sin saber lo que era Tripadvisor. Servir bien a un cliente para que vuelva, para ganar dinero, para que no escriba una mala crítica en internet, sería actuar conforme al deber, pero no por deber.

domingo, 8 de enero de 2017

LAS DIEZ MEJORES PELÍCULAS DEL CINE ESPAÑOL DE 2016 (O SEA, NUEVE)

Hace un par de semanas leí en el Twitter de Javier Ocaña una lista, las diez mejores películas del cine español de 2016, y luego vi lo mismo en un blog, en el que distintas personas relacionadas con el cine español hacían lo propio: http://www.elblogdecineespanol.com/.

De modo que me quedé pensando. Este año he visto bastantes pelis españolas, algunas me han gustado mucho. Yo podía hacer mi propia lista, pero… imposible completarla, me salen nueve, que son las que he tenido el placer (en casi todas). La décima, me la recomendáis.

Ahí van, en riguroso orden de gusto personal, tan subjetivo como discutible, claro está.

1. Que Dios nos perdone (Rodrigo Sorogoyen, 125 m.). Un thriller en Madrid, coincidiendo con la visita del Papa en el verano de 2011. Sin respiración de principio a fin. Interpretaciones fabulosas, especialmente los dos policías protagonistas. A destacar el menos conocido (en cine) Roberto Álamo, que transmite miedo y debilidad a la vez. En su debe, la obsesión del director por mostrar escenas francamente desagradables e innecesarias: el cuerpo de ancianas muertas, violadas, no añade nada. Epílogo que deja en el aire algunos interrogantes.

2. Tarde para la ira (Raúl Arévalo, 92 m.). Como todo el mundo, tengo prejuicios. Que un actor que no me gusta especialmente (excepto en La isla mínima), se ponga a dirigir… Se evaporaron en el minuto cinco de la película. Raúl Arévalo filma este otro thriller de estructura clásica: la venganza en diferido, esto es, la venganza. Y la consciencia de que ya es tarde para toda la ira acumulada, que quiere salir como una pulsión irresistible, que debe salir, pero que deja por el camino daños colaterales, personas que deben ser salvadas y no castigadas. Decir de nuevo el nombre de Antonio de la Torre es redundancia. De modo que añadiré a Luis Callejo (uno de estos secundarios que merecen más) y Ruth Díaz, haciendo una interpretación a la altura de los protagonistas, a los que eclipsa a menudo.

3. Julieta (Pedro Almodóvar, 96 m.). Almodóvar vuelve a hacer una película tras la tomadura de pelo universal que fue Los amantes pasajeros. Aquí se inspira en dos relatos de Alice Munro y hace una narración sobre la culpa enormemente compleja, con personajes (femeninos) en busca del sentido y de la felicidad, que les va a ser negada tras las promesas vanas que hace la vida -o que nos hacemos-. Maravillosas Adriana Ugarte y (especialmente) Emma Suárez. Y qué transición entre una y otra, qué sencillo y eficaz. Los que, como yo, no sean especialmente almodovarianos, se sorprenderán.


4. Cien años de perdón (Daniel Calparsoro, 97 m.). Tercer thriller (es el año, parece). Ambientado en Valencia, cosa extraña para mí, que conozco bien esa ciudad y nunca la había visto retratada así. La acción transcurre durante unas lluvias intensas tan frecuentes por allí en otoño, gota fría. Un grupo de delincuentes atracan un banco, pero vamos descubriendo que lo que se pretende es obtener información de una caja de seguridad propiedad de un político valenciano. Nos suena todo eso; la corrupción a costa de la costa (mejor no utilizo la mayúscula)… De nuevo, excelentes actores: cómo no, Luis Tosar, José Coronado… A mí me pareció un poco confusa, pero tuvo menos éxito que el que merecía.

5. El rey tuerto (Marc Crehuet, 87 m.). Me sorprendió su atrevimiento. Dos amigas que hace tiempo que no se ven recobran el contacto y quedan para cenar. Sus parejas son un antidisturbios y un antisistema (al que un antidisturbios le ha destrozado un ojo). Es a ratos una comedia, a ratos un drama, siempre una crónica social. Camina sobre el alambre, nos hace reír con situaciones terribles. Pero funciona, y muy bien. Actores desconocidos para mí, que lo bordan: Alain HernándezMiki EsparbéBetsy Túrnez y Ruth Llopis.


6. La punta del iceberg (David Cánovas, 91 m.). La historia recuerda a alguna otra película de tema social, que denuncia la explotación empresarial. Tres altos ejecutivos de una empresa se suicidan en poco tiempo. A Sofía Cuevas (estupenda Maribel Verdú) la dirección le encarga un informe, que le permitirá entrar en las relaciones laborales y el límite soportable en el trabajo. Muy buena historia, que pierde interés en su última media hora y que resulta algo soporífera y moralizante al final. Carmelo Gómez, siempre eficaz, interpreta un papel de sindicalista que tenía más recorrido.


7. El olivo  (Icíar Bollaín, 97 m.). Me pasa lo mismo que con la anterior. Me interesa la historia, pero a partir del minuto 30 pierdo interés y su último tercio me parece previsible, moralizante y banal. Claro que hay que ver la película en clave metafórica, y que no es casual que se trate de un olivo, ese árbol resistente y aferrado a la tierra, pero creo que Icíar Bollaín tiene más talento que lo que ha rodado aquí.

8. Kiki. El amor se hace (Paco León, 102 m.). A muchos les parece una buena película. Yo me reí ocasionalmente y me aburrí el resto del tiempo con esta sucesión de historias que, con la excusa (¿o era el tema?) de las parafilias sexuales, rodó Paco León, actor/director que sólo encuentro gracioso a ratos.

9. Las amigas de Ágata (Laia Alabart, Alba Cros, Laura Rius y Marta Verheyen, 70 m.). Pensé en no incluirla; en mi opinión no puede llamarse propiamente una película, pese a las alabanzas de algunos como Javier Ocaña, antes nombrado). Cuatro amigas universitarias hablan, discuten, van a fiestas… Eso es todo. Cuando 70 minutos se te hacen eternos, algo falla. Me pareció un intento de rodar a la manera de Eric Rhomer, pero fallida como película. Creo que es un trabajo de fin de curso; bien, en ese sentido, es aceptable, pero no para pagar por ella el dinero de la entrada.



domingo, 1 de enero de 2017

FELICITACIONES (DE NAVIDAD)

He pasado de una etapa en la que no soportaba estas fiestas a otra más plácida. Sigue pareciéndome que a los humanos nos chifla cualquier ocasión para hacer ruido a costa de lo que sea, pero he aprendido a disfrutar del tiempo libre, de leer, pasear, ver películas… Otra cosa es el sentido religioso de las fiestas, que no comparto ni comprendo, pero allá cada uno, quién soy yo para censurar las creencias ajenas (que diría el Papa Paco).

Nos solemos felicitar: Nochebuena, Nochevieja. Estupenda costumbre, aunque no sepa yo la razón de tales felicitaciones, pero bien está desearnos felicidad, prosperidad, amor y demás.

Recibo alguna de puro compromiso. Las respondo siempre. Intento escribir algo más que los mantras habituales. Siento que muchas de ésas las envían igual a todos sus contactos.

Otras son más originales, pensadas, sinceras. No es preciso adjuntar la típica moñada navideña que suele llegarte varias veces (es graciosa la primera). A mí me basta con que se hayan tomado su tiempo, un minuto, dos, no necesitamos mucho más.

Porque cada vez aprecio más y agradezco más el tiempo. Cuando algún conocido se mueve en esa borrosa línea que separa el conocido del amigo, suele pretextar su falta de tiempo para no quedar (el “aversi”, a ver si nos vemos, a ver si quedamos…). Esa misma explicación la da quien ha sido amigo (o lo he creído así) y de repente no tiene tiempo, lo que seguramente significa (interpreto yo) que en sus 24 horas diarias todo lo que sucede tiene más importancia que yo. No me ofendo, cada cual prioriza y es mejor decir adiós que cargar con una relación tóxica o prescindible.

Anoche recibí unos cuantos mensajes y apenas una llamada, un amigo que es el último de Filipinas en lo que se refiere al whatsapp. Envié también, claro, aunque a muchos de los que me dirigí en Nochebuena no lo hice, esperando que ahora lo hicieran ellos. A algunos los tengo que gurbear los próximos días (Sin noticias de Gurb, you know); a otros no, menos mal.

De todos modos, tengo que decir que la mejor felicitación me la dio Mamen, que no es que sea alérgica al whatsapp, es que no tiene móvil. Me mandó un largo correo electrónico con poema dentro, con un fichero adjunto. Me alegró la noche.

Porque a la una estaba durmiendo, cansado, con deseos de leer, que este año he leído muy poco y he escrito menos aún: he permitido que el trabajo invadiera partes de mi vida que debía blindar más.

De manera, amigos, que no os doy más la lata con estas bobadas de bloguero en día de Año Nuevo. Voy a ver si tiendo la primera lavadora y me voy a disfrutar de este gélido día, el primero de todo lo demás.

Seguid aquí, por favor. Os deseo lo mejor y que me regaléis vuestros sabios (discrepantes o coincidentes) comentarios.



Poema de Mamen Solanas, seleccionado en el XV Premio de Poesía Experimental de Badajoz: