Dos son los tipos de ponencias que veo en un congreso (de
Filosofía, no me atrevo a juzgar otros). En el primero, tipos de distintos
orígenes, muy jóvenes casi todos, vienen a meterte con calzador su tema, su investigación, su
tesis. Se disfrazan con conceptos y pseudoconceptos, con lo que suelo llamar la
seducción del hegelianismo. Se arropan con un lenguaje difícil, de imposible
verificación, a menudo heideggeriano, o simplemente críptico y asignificativo.
Y largan su rollo, un poco más de currículum a la butxaca.
No me interesan nada. No aprendo. Creo que ellos se valen del
evento, pero a los demás nothing of
nothing.
El segundo grupo lo constituyen los que son capaces de facilitar
lo difícil, en de enseñar (eso tan difícil) para que otros aprendamos. Algunos
leen, otros hablan y parece improvisado lo que no lo es, ya se sabe que la
mejor improvisación es un buen guión. Estos ponentes suelen gustarse, se saben
enamorados de una parcela de conocimiento y lo proclaman gozosamente. No
necesitan parafernalias lingüísticas ni fuegos de artificio a mayor gloria de
lo incomprensible. Simplemente nos cuentan, nos explican.
Voy de vez en cuando a algún congreso sólo por ellos. Son
pocos, en algún caso muy pocos, pero su excelencia promete excelentes
profesionales cuando son escandalosamente jóvenes. Ojalá no acaben derrotados
por un sistema educativo que inunda de burocracia y trabajo administrativo y
ahoga el talento creativo de estos futuros profesionales de la enseñanza.
Tengo ganas de saber más. Seis o siete ponencias me han
abierto algunas puertas. Porque soy un ignorante y agradezco el conocimiento
que otros me dan.
A los del primer grupo, como Nietzsche proponía, ya los he olvidado.
A los del primer grupo, como Nietzsche proponía, ya los he olvidado.