Esta mañana, mientras estaba
en el aula de convivencia (eufemismo que maquilla lo que debería llamarse aula
de expulsados) he hojeado y ojeado viejas revistas del instituto en el que
trabajo. En algunas había artículos míos. He releído uno de ellos y me sigue
pareciendo actual, aunque ya tiene doce años (y yo menos pelo y entusiasmo
menguante). Comienza con esta cita de Ernesto Sabato (Antes del fin): «La educación es lo menos material que existe, pero lo
más decisivo en el porvenir de un pueblo, ya que es su fortaleza espiritual
(…). Sí, queridos maestros, continúen resistiendo, porque no podemos permitir
que la educación se convierta en un privilegio».
Transcribo casi literalmente lo que entonces escribí. Me gustaría que las cosas no fuesen tan parecidas hoy.
Todos los cursos académicos me hago preguntas parecidas. ¿En qué
consiste exactamente? ¿Cuáles son mis obligaciones? ¿Qué debo ofrecer a mis
estudiantes?
Este año he tenido a mi cargo todos los segundos de Bachillerato.
Muchos de ellos comenzarán la Universidad en unos meses. Me pregunto qué han
obtenido en su paso por este instituto, si es suficiente, si podían haber
sacado más rendimiento. Como no puedo decírselo en el acto de final de curso,
me gustaría compartir con ellos las siguientes reflexiones.
Han estado aquí unos años de su vida. Eran casi niños cuando llegaron.
Nos gusta creer que tenemos mucho que ver en su formación, pero el mérito, y
también el demérito, es de ellos en un porcentaje altísimo. Un buen profesor
puede estimular a los estudiantes, ofrecerles materiales atractivos y ser buen
comunicador, pero no puede estudiar por ellos. Suelo decir a mis alumnos que
forma parte de la enseñanza de lo que es la vida el encontrarse con profesores,
jefes, etc., que no están a la altura de lo que deberían, que no nos gustan,
incluso que ponen todo tipo de trabas a nuestro trabajo. Esto es cierto. Pero
hay que aprender que no podemos sobreproteger a los jóvenes. Padres y
profesores queremos desde luego lo mejor para ellos, pero eso no significa que
les debamos ahorrar los problemas y el esfuerzo, porque de lo contrario su
resistencia ante la frustración, su capacidad de enfrentarse a las adversidades
se verán mermadas; construiríamos personalidades inmaduras que se rebotan ante cualquier inconveniente,
que lo quieren todo y ahora, como si fuera un derecho.
Porque en alguna ocasión nos encontramos con alumnos que creen, y lo
manifiestan, que tienen derecho a
aprobar. Seguramente no se lo hemos explicado bien: tienen derecho a estudiar,
a ser examinados y valorados justamente, pero no tienen derecho a aprobar, como
tampoco lo tenemos a tener un palacio o un coche de carreras (confusión
elemental entre deseos y derechos).
Digo esto porque hay que decir a los alumnos, y a sus padres, y a la
sociedad en general, que todos tienen derecho a las mismas oportunidades
educativas, y éste es el sentido moral de la educación, pero no todos los
resultados son iguales porque no todos aprovechan los recursos por igual. Hay
que procurar el socialismo de las oportunidades y fomentar la aristocracia de
los resultados.
Sucede algo parecido en el mundo del deporte: el profesor no es otra
cosa que un entrenador. El entrenador y el atleta forman parte del mismo
equipo: no son enemigos, sino aliados, pero su lugar es distinto. El
entrenador, como el profesor, no es igual que el atleta: es el que dirige su
esfuerzo, el que le orienta, el que le exige, el que le dirá que está o no en
condiciones de ir al examen y aprobarlo (o de ir a los mundiales o de jugar el
domingo). Un profesor de matemáticas es un entrenador de habilidades
matemáticas, y a él le deben sus atletas/estudiantes un respeto y
reconocimiento, porque les va a enseñar, porque con él van a aprender algo que
no sabían. No es tarea pequeña, pero ha de hacerla el alumno/atleta bajo la
guía del que sabe y le entrena. Debe contar, además, con el apoyo de los padres,
que forman igualmente parte del equipo y deben aportar lo que puedan a la
empresa común.
Y esto es algo que no siempre encontramos. Hay quien ningunea y menosprecia
al profesor. Además de faltarle al respeto, estos individuos confunden la
dignidad humana (igual para todos) con la igualdad de las funciones o el valor
de las tareas: no somos iguales, sólo se puede educar desde la asimetría,
padres y profesores no son los iguales de sus hijos y alumnos, aunque eso no
quiere decir que unos sean más que
otros. Si alumnos, padres, quien sea, no reconocen que el profesorado enseña conocimientos,
valores, actitudes, competencias básicas…, y que somos precisamente nosotros
los encomendados por la sociedad para este menester, la pregunta es por qué los
traen, para qué (especialmente en los niveles posobligatorios).
No tengo claro que Aristóteles tuviera razón cuando decía que todo hombre
busca por naturaleza el conocimiento. Encuentro todos los años en los alumnos
ganas de aprobar y no poco estudio. Pero echo de menos el deseo, el deseo de
saber, de ser, de crecer, de ampliar. No siempre veo ansias por saber, y eso me
parece peligroso. Sin deseo uno puede ser alumno, pero no estudiante. Añadiría,
sintetizando dos ideas de Platón y de Nietzsche, que el deseo es lo que nos
aleja de la moral del rebaño y nos acerca a los dioses.
O mejor, lo de Kant: Sapere aude!,
atrévete a pensar. De este deseo insaciable es de lo que llevo hablando,
predicando, durante todos estos años de docencia. Espero que no en vano, al
menos no siempre en vano.
Procedencia de las imágenes:
https://verne.elpais.com/verne/2017/01/23/articulo/1485172191_865768.html
https://www.facebook.com/platonynietzscheseencuentranenunbar/photos/a.1647806675268813/1648779875171493/?type=1&theater