Hay ciudades que tienen aroma, como Estambul. En París hay cine, palabras, historia, arte filosofía. Es una ciudad impresionista, es decir, hay que verla primero de cerca y después desde la distancia. En París está Camus, y también Brel, Rohmer, Descartes, Voltaire…
Hay puestos de libros a la orilla izquierda del Sena, en uno de los cuales compré L’amour et l’Occident, de Denis de Rougemont, que perdí en una mudanza (o alguien no me devolvió). Luce mucho, aunque mi nivel de francés está muy lejos de poder leer con fluidez un ensayo sesudo.
Comí un cuscús (¿cómo se escribe correctamente?) en Montmartre y galetes en el Marais. Vi en este barrio fascinante un establecimiento de pizza kosher (¿qué demonios será eso, si se me permite casi blasfemar?).
Hice casi todo lo que se espera de un turista. Pero también miré mucho a la gente, en el metro, por la calle. Vi parejas de distinto color, muchas, y mujeres muy hermosas de cualquier edad y procedencia. Lo siento si parezco un viejo verde: lo soy. Cerca del Centre Pompidou una joven llevaba uno de esos vestidos que sólo se ven en las pasarelas, altiva, delgada, con más superficie de pecho a la vista que oculto (ahora que caigo, no era como en las pasarelas: tenía vida en los ojos).
Fui al cementerio Père Lachaise, que no conocía. Allí vi, entre otras, la tumba de Edith Piaf. Pensé en ti, Clotho. En una zona, agrupadas, esperaban los terribles -por necesarios- monumentos funerarios que recuerdan el horror de los campos de concentración y a los republicanos españoles. Debo hablar con calma de este lugar. En otro momento.
París me pareció una ciudad de bicicletas municipales y de parejas que llevaban a parques y plazas una botella de vino, dos copas y un mantel y se miraban a los ojos; eso no se llama botellón ni tiene sentido prohibirlo.
Hice fotos absurdas, o no tanto. Boletus se rió de mí. Le dije que era para escribir sobre ellas, porque no quiero que mi memoria borre esos instantes. Y lo haré. Son fotos de mala calidad que intentan captar instantes de vida. Porque París es también la gente, los nómadas y los indígenas. Los que buscan el eco de un recuerdo o la posibilidad de un encuentro. Los que van a la compra y tiran la basura esquivando turistas. Los que simplemente buscan su vida y sustento.
Olvidé este verano tan difícil, tan cansado. No quise pensar más que en esa ciudad y sus calles. Cerré los ojos a menudo. Recobré el ansia por un cine y una música que siempre me han gustado pese a la murga de lo anglosajón.
Y pensé que no tenía sentido la pureza de lo parisino, con sonidos españoles que buscan un restaurante marroquí a la salida de un monumento en el que les ha atendido un senegalés, al igual que a una japonesa que viajaba sola y a dos italianos que le decían algo en un idioma parecido lejanamente al inglés.
Me sentí bien. París me pareció impresionista. Y mestizo.