“Que todos hayamos nacido por azar, lo que
está bien claro, no es una razón para vivir al azar. Nacer es la primera
suerte. No estropear esta suerte, el primer deber”.
André Comte-Sponville: La vida humana
Ayer recibí
un mensaje de una buena amiga: ha nacido A., está sana, es muy guapa.
Miro hacia
atrás y pienso en las interminables noches que pasamos los tres primeros meses
de vida de mi hijo su madre y yo: el hambre que se saciaba a demanda, la
necesidad imperiosa de estar limpio, los terribles cólicos del lactante, que le
hacían arquear su pequeño cuerpo durante horas. Y el modo de avisar de todas
esas necesidades: llorando rabiosamente. Recuerdo un día en el que por fin pude
meterme en la cama a las 7 de la mañana, con el despertador programado a las
7,15. Pero ahora mi hijo y yo vamos por la calle juntos, entendemos las bromas
que nos hacemos porque compartimos un sutil sentido del humor que deja a su
madre fuera. En uno o dos años será tan alto como yo. Me enseña a manejar
aparatos electrónicos. Me gusta hablar con él, me siento cómodo cuando me hace
preguntas comprometidas o me plantea temas difíciles.
No me cuesta decirle “No lo sé”, “No tengo respuesta para eso” o reconocer que
me he equivocado muchas veces.
Os cuento
esto, queridos amigos, A. y F., porque vais a oír mucho que un hijo “te cambia
la vida”, y también vosotros lo vais a repetir hasta la saciedad (tened piedad
de los amigos no-padres). Te la cambia absolutamente. Y piensas en un antes y
en un después: los años y los acontecimientos quedarán fijados en función de
ella, su nacimiento, cuando empezó el cole, las vacaciones en tal o cual sitio…
Te la cambia a mejor, aunque algunos
días penséis otra cosa al miraros al espejo. Eso sí, se acabó lo de salir por
las noches en una temporada. Y, si conseguís una buena canguro o unos abuelos maravillosos, será llamando continuamente,
mirando el móvil diez veces por minuto, volviendo antes y con cierto
sentimiento de culpa. Y qué. Yo he pasado horas velando su sueño, pensando que
la felicidad debía ser algo muy parecido a ver como tu hijo respira
plácidamente. Siempre, antes de acostarme, he pasado por su cama, aún hoy lo
hago, pienso en todo lo que le queda por vivir, en los problemas sentimentales
que están a punto de llegar, en los estudios, en la mierda de mundo que se va a
encontrar cuando tenga que independizarse. Le he leído muchos cuentos, pero
descubrí enseguida que lo que más me gustaba (y a él) era inventarlos. Todos
esos relatos disparatados, que le hacían sonreír o reír a carcajadas, se han
perdido entre sus sábanas (“como lágrimas en la lluvia”), pero su sonrisa no.
Veréis cómo le gusta a vuestra hija: leed, contad, hablad, llevadla de la mano,
besadla. No hagáis caso a esos integristas de la pedagogía pediátrica: no se va
a convertir en delincuente juvenil por un exceso de amor.
La crianza
es dura, los primeros meses muy dura. Pero todo pasa, y desde luego compensa.
La relación entre vosotros también cambiará: os supongo inteligentes para
adaptaros. Y la vida no será ya nunca la misma, qué bien.
Escribo esto
la mañana siguiente al día en que nació A. Yo no dormí la primera noche de vida
de mi hijo: me dediqué a mirarlo, a entender y a disfrutar de ese tiempo. Hice
una fotografía del primer amanecer sobre los edificios de la ciudad, una
estampa que sólo tiene sentido para sus padres.
Leí un libro
de Comte-Sponville (La vida humana)
en el que decía que los hijos nos aferran a la vida, que con ellos no podemos
permitirnos dejarnos llevar por la fatiga o el desánimo: hay que preparar baño,
luego cena, pijama, cuento, hay que llevarlos al médico, a la escuela, a
comprarles ropa, a cumpleaños… Da igual lo cansados que estemos, ellos no
pueden esperar; todo lo demás sí. Y eso es bueno, ellos relativizan nuestros
muy relativos problemas diarios, nos distraen de chorraditas varias, porque el
porcentaje de algodón de sus sábanas es mucho más importante que las tonterías
por las que nos preocupábamos antes.
Como os dije
por SMS: Fuerza, Suerte, Enhorabuena.
Y a ti, A.,
bienvenida al mundo.