A los profesores nos resulta raro que en el resto de los trabajos se cuenten años, dado que lo
natural es contar cursos. Por eso siento que ahora mismo no es exactamente final
de año, aunque lo sea, y que este tiempo que queda hasta Nochevieja constituye
una semana estomacal, como un ralentí de deliciosa holganza tras el intenso
trabajo con el que termina el primer trimestre.
Porque soy de los que cree que en la primera
evaluación se decide gran parte de lo que sucederá en junio (hay excepciones,
ya sé), y por eso hay que trabajar mucho más estos tres meses. También a mí me
toca hacer balance de este año/curso(s). Y la recapitulación no es mala.
En lo personal, bien, muy bien. Tampoco voy a hacer
aquí alarde de conquistas de piel ajena ni de acopio de amistades para toda
hora y ocasión, pero ha ido bien y me tranquilizan la compañía y las palabras
de más de una persona: tengo suerte.
En lo profesional, algo peor. Casi 200 alumnos, cuatro
asignaturas distintas y el maltrato habitual de los que mandan no es lo mejor para
trabajar con mínimos de dignidad y competencia. No obstante, este septiembre pasado me propuse actuar con
profesionalidad, con rigor, dando a mis alumnos lo mejor y a todo lo demás mi
indiferencia, cuando no mi desprecio. Creo que lo estoy consiguiendo, aunque no
puedo evitar sentir que podría hacerlo mejor. Nunca consigo librarme de esa
molesta sensación.
El curso anterior fue duro. No supe acomodarme a las
nuevas condiciones que nos han impuesto, ni estaba preparado para una tutoría
que fue un tsunami en mi vida profesional y, lo que es peor, que salpicó mi
estabilidad psíquica. Este curso he aprendido. He aprendido a no esperar apoyo,
a mantener la cabeza alta y la razón despejada. A relativizar lo que es
relativo. A saber hasta dónde puedo llegar y a que no me dañe lo que está más
allá de mi capacidad o de mis posibilidades y conocimientos. Y a establecer
horarios para mí y para las personas que quiero, cerrados a otras
interferencias.
El Diazepan dormita esperando su fecha de caducidad,
la tila no sé dónde la guardé. El insomnio dura más o menos 30 segundos. Voy al
cine y sólo pienso en la película; mis amigos dicen que me ven más relajado,
también mi hijo.
Eso sí, continúa siendo de noche aunque nos digan que
es de día. Las programaciones y los informes y demás literatura oficial siguen
ajenas a la vocación de verdad con que enfrento el trabajo. En esto no aprendo.
Pero que nadie interprete mis palabras como un lamento cansino, aunque tenga
algún rasponcillo en mi rutina diaria. Sé quién es Orwell. Y quién Sísifo.
Y si no salgo más es porque hace frío.