Hace poco que murió Omero Antonutti. Fue un actor italiano,
no muy conocido por aquí, pese a que participó en algunas películas españolas
excelentes, como La verdad sobre el caso
Savolta o, sobre todo, El Sur.
Esa misma tarde leí ese cuento largo del mismo título,
escrito por Adelaida García Morales. Y pensé que me gustaba más el padre de la
película que el padre del libro. A ambos les une la devastación, el dolor y la
soledad. Pero el de la película es más próximo a su hija, tiene una bondad
natural que no posee el del texto. Omero Antonutti le da una presencia, una
mirada, que he visto pocas veces en el cine.
Mientras leía pensaba en otros padres que me han hecho asomar
las lágrimas. Varios, pero sobre todo otros dos: Atticus Finch, por supuesto, y
Agustín González en Las bicicletas son para el verano.
No insistiré mucho en el primero. Atticus es el padre
perfecto, el padre que no sabe -ni quiere- ser madre, viudo y triste pero no
desesperanzado, que da siempre la explicación correcta a sus hijos, sin
minusvalorar su capacidad, con un sentido de la justicia que intenta que sus
hijos aprendan. El padre que todos hubiéramos querido ser.
Agustín González es el tercero, en esa magnífica película de
Fernando Fernán-Gómez, Las bicicletas son
para el verano. Es el padre que tiene una familia demasiado grande en unos
tiempos demasiado pequeños, que intenta mantener la serenidad, la coherencia y,
como los demás, la bondad, en una España en guerra que se alimenta de odio más
que de lentejas. Qué escena maravillosa cuando, al final, su hijo le dice que
la guerra ha terminado y que llega la paz, y él responde que no ha llegado la
paz sino la victoria.
Un padre no es sólo una figura de autoridad, un dios hecho
carne, un dios de temor. Un padre no es la figura cuasi religiosa a la que se
refería Freud. Un padre duda y se equivoca y entonces pide perdón.