Para D., O., G. y B., con los que compartí día y
amistad.
Sucedió el 31 de mayo. Sábado.
No eran las 12 del mediodía cuando ya estábamos con el coche
bien aparcado, muy cerca de la Puerta de Alcalá. Breve paseo y el Retiro nos recibió
con su anual Feria del Libro. Día precioso y sin calor asfixiante. Casetas para
detenerse con calma. Autores con los que hablé en alguna ocasión, que agradecen
esas palabras de los lectores (bajo las elementales normas de educación).
Joaquín M. Barrero estrechó mi mano por dos veces (librería La Felipa). Marcos
Chicot también me concedió unos minutos para comentar El asesinato de
Pitágoras. A otros me hubiera gustado atreverme a hablar con ellos, excluidos
esos famosetes que tal vez no hayan puesto en el libro más que su nombre. Una
caseta milagrosa: “Atticus-Finch”, con cuya dueña perdimos muchos, muchísimos minutos. Y hablamos de libros, claro,
de Atticus, de este nick, de su librería, de algunas historias que no caben
aquí. Se sumó una joven pareja a la conversación sobre Irène Némirovsky, qué
delicia de minutos.
Eran casi las tres cuando nos fuimos. Nos habían recomendado
Kasanova, un excelente italiano, muy cerca. La comida no decepciona, aunque la
decoración resulte previsible y tópica, incluso poco elegante, casi kitsch. Dos entrantes para compartir
entre cinco comensales: Melanzane alla
parmigianana, muy flojas, y Burrata
di Puglia, una maravilla que nada tiene que ver con la mozzarella que se
vende en el híper. La pasta es para alucinar. Cuesta unos 15 €, pero el
contenido lo vale, nada de lo comido lo habíamos probado antes. Yo comí Fagottini formaggio e tartufo nero. Uno
de los platos se sirve con una copa de whisky, maravillosa idea. Los postres no
están a la altura: sólo hacen ellos el tiramisú y no es gran cosa. Café,
poleos… 31 € por persona, moderado coste a mi juicio.
Por la tarde paseo por la Castellana hasta la Biblioteca
Nacional, en la que hay un museo con una exposición de fotografías del XIX, que
no me dijo gran cosa. Otra cuestión es lo que se expone de forma permanente.
Debo volver con calma. Próximamente “Fernando Pessoa en España”. Otra razón
para regresar.
De allí, en metro, al Teatro Guindalera. 90 minutos con una
sola actriz sobre el escenario: María Pastor. Ya la había visto en otra obra,
allí también. Reconozco que en la obra “me fui” en un par de ocasiones. No es
para todos los públicos, no es fácil. No busca otra cosa que la excelencia. Y
lo consigue. María Pastor sobrecoge, emociona, sabe moverse, quebrar la voz,
envejecer, susurrar, recitar, narrar una vida siendo una y múltiple… Es la poetisa estadounidense Emily
Dickinson y la obra se llama La bella de
Amherst. Por 12-15 € se asiste a algo único. Al terminar, el teatro
obsequia al respetable con un licor de guindas. Pudimos hablar con la actriz,
felicitarla. Nos contó que tienen problemas económicos, que es su peaje por la
independencia, que lo digamos, que traigamos a los amigos. Y eso hago: que
nadie se pierda esta sala, esta obra, esta actriz mayúscula.
Intentamos cenar en un restaurante francés del que nos había
hablado una compañera de trabajo, pero tenían una cata de vino para amigos y
estaba cerrado para el público. Pese a ello, uno de los dueños salió a la calle
para explicarnos y disculparse; me ofrecí a hacer coupage en un par de horas, sin éxito. Lo intentaremos más adelante.
Terminamos en mi casa una hora después. El horno se ocupó de
calentar una pizza (casera) y vacié de restos la nevera. Bebimos vino tinto
(“Habla del silencio”, extremeño, evocador nombre). Unos chupitos de Glenfiddich
concluyeron la jornada a las dos de la madrugada. Discretamente ebrios (de
alegría, de belleza, de single malt),
nos fuimos a dormir.