Cuando estoy contigo el dragón duerme.
El tiempo es un lamento por el tiempo
y ese dragón me nutre, como sabes,
del discurrir confuso de la vida,
que es avara y veloz, vilano en vuelo,
secuencia de presagios que se incumplen,
de anhelos que al cumplirse se degradan.
Ese dragón habita, como has visto,
la caverna en que danzan unas sombras
que a ciegas configuran sus quimeras,
el círculo ilusorio de un submundo,
y que en ese danzar van consumiéndose.
Pero duerme el dragón si estoy contigo.
Ese dragón, ya sabes, que profana
la inocencia del día que amanece,
el templo constelado de la noche;
ese dragón que hiere por herirse,
que sólo sabe herir, porque está herido.
(¿Nunca oíste sus pasos si llegaba?
¿No oíste nunca sus pasos cuando huía?)
Ese dragón, en fin, que a solas tiembla,
que ruge en soledad como quien llora,
que daña su razón con laberintos,
que enturbia laberintos con razones.
Pero si estás conmigo el dragón duerme.
Ya conoces al monstruo.
Ten piedad.
Felipe Benítez Reyes: "A propósito de la llamada vida interior", poema contenido en La misma luna, ed. Visor, págs. 37-38.
domingo, 27 de diciembre de 2009
jueves, 17 de diciembre de 2009
EL FINAL DE 'EL NOMBRE DE LA ROSA'
En 2010 se cumplirán 30 años desde que se publicó en italiano El nombre de la rosa. Poco después se rodó la película. Siempre se dice eso de que los libros son mejores. Pues depende. Los buenos libros son mejores que las malas películas y las buenas películas son mejores que los libros malos. Obvio. Y hay algún caso en el que las películas son tan buenas como los libros.
Un caso paradigmático es El nombre de la rosa. Nada nuevo que añadir sobre el texto en el que está basado el film. Pero el final que Jean-Jacques Annaud rodó no es el de Umberto Eco, ni siquiera en su espíritu. Eco concluye con una frase en latín que explica e interpreta semiológicamente la novela (¿o algo más que novela?): “Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa prístina nomine, nomina nuda tenemus”.
Por el contrario, en la película el final es completamente distinto. Vuelve a aparecer la campesina, personaje menor en la narración escrita, en el momento en que Adso y Guillermo parten después del incendio y ella los espera en un recodo del camino. Se trata de un recurso que parece demasiado fácil, una concesión excesivamente comercial. Sin embargo, creo que hay aquí una lección de cine -de gran cine- porque la cámara lo dice todo, no es necesario el diálogo con palabras (el cine no es literatura, su lenguaje es otro); la escena se desarrolla en un magistral juego de miradas apenas subrayado por la susurrante voz en off de Adso. La campesina le mira pidiendo angustiosamente que la lleve con él, que la saque de la pobreza y del hambre, incluso que la convierta en su concubina, pues todo ello es preferible a tener que ceder su cuerpo a malolientes frailes a cambio de despojos. Adso se detiene, la mira a su vez, duda. Guillermo también se detiene, sus ojos le recuerdan la obligación del monje que aún ha de aprenderlo todo, pero también hay en esa mirada la comprensión del franciscano que hubiera entendido, casi que hubiera envidiado. Y Adso mira a uno y a otra, duda radicalmente, de un modo casi existencial… y parte tras su maestro que va desapareciendo entre la bruma, tomando su camino sin exigir, invitando.
Concluye el Adso anciano que narra la historia que la ha recordado todos los días de su vida, pese a lo cual nunca se arrepintió de su decisión, excepto, tal vez, de no haber sabido nunca… su nombre.
Su nombre. En Doce hombres sin piedad conocemos a los personajes como número uno, número ocho, etc. Al final de la película, los dos más relevantes, fuera de la sala de deliberación, se preguntan su nombre. En El último tango en París, tras una larga historia de sexo aparentemente desprovisto de amor, los dos intérpretes se preguntan su nombre.
Su nombre.
Un caso paradigmático es El nombre de la rosa. Nada nuevo que añadir sobre el texto en el que está basado el film. Pero el final que Jean-Jacques Annaud rodó no es el de Umberto Eco, ni siquiera en su espíritu. Eco concluye con una frase en latín que explica e interpreta semiológicamente la novela (¿o algo más que novela?): “Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa prístina nomine, nomina nuda tenemus”.
Por el contrario, en la película el final es completamente distinto. Vuelve a aparecer la campesina, personaje menor en la narración escrita, en el momento en que Adso y Guillermo parten después del incendio y ella los espera en un recodo del camino. Se trata de un recurso que parece demasiado fácil, una concesión excesivamente comercial. Sin embargo, creo que hay aquí una lección de cine -de gran cine- porque la cámara lo dice todo, no es necesario el diálogo con palabras (el cine no es literatura, su lenguaje es otro); la escena se desarrolla en un magistral juego de miradas apenas subrayado por la susurrante voz en off de Adso. La campesina le mira pidiendo angustiosamente que la lleve con él, que la saque de la pobreza y del hambre, incluso que la convierta en su concubina, pues todo ello es preferible a tener que ceder su cuerpo a malolientes frailes a cambio de despojos. Adso se detiene, la mira a su vez, duda. Guillermo también se detiene, sus ojos le recuerdan la obligación del monje que aún ha de aprenderlo todo, pero también hay en esa mirada la comprensión del franciscano que hubiera entendido, casi que hubiera envidiado. Y Adso mira a uno y a otra, duda radicalmente, de un modo casi existencial… y parte tras su maestro que va desapareciendo entre la bruma, tomando su camino sin exigir, invitando.
Concluye el Adso anciano que narra la historia que la ha recordado todos los días de su vida, pese a lo cual nunca se arrepintió de su decisión, excepto, tal vez, de no haber sabido nunca… su nombre.
Su nombre. En Doce hombres sin piedad conocemos a los personajes como número uno, número ocho, etc. Al final de la película, los dos más relevantes, fuera de la sala de deliberación, se preguntan su nombre. En El último tango en París, tras una larga historia de sexo aparentemente desprovisto de amor, los dos intérpretes se preguntan su nombre.
Su nombre.
viernes, 11 de diciembre de 2009
LOS LÍMITES DE LA TOLERANCIA
Hace pocos años escuche una conferencia de Fernando Savater con este mismo título. Saqué de ella dos conclusiones. En primer lugar, que la tolerancia consiste en aceptar activamente lo que es distinto y hasta opuesto a nuestro modo de concebir el mundo. La segunda es que la tolerancia tiene límites, porque de lo contrario se convierte en desidia e indiferencia, y los intolerantes acaban poniéndonos la bota en la cara.
Unas semanas atrás mi hijo me hizo una pregunta sobre religión, a la que contesté como pude, advirtiéndole de la necesidad de respetar las creencias de los demás. “Pero es que ellos no respetan las nuestras, y se burlan, y nos dicen que estamos equivocados”, me contestó.
He pensado en ambas cosas desde entonces. Creo que mi hijo tiene razón. Es una actitud muy extendida entre algunas personas religiosas la de saberse poseedores de la verdad, y la de mirar a agnósticos o ateos con desprecio o, como dicen a veces, con misericordia. “En el fondo creerás en algo”, “Todo el mundo cree en Dios, aunque lo niegue”… Son cosas que oímos a menudo, aunque sea innecesario decir que no hablo de todos los creyentes, ni siquiera de muchos creyentes, sino sólo de algunos creyentes. Eso sí, muy ruidosos.
Unas semanas atrás mi hijo me hizo una pregunta sobre religión, a la que contesté como pude, advirtiéndole de la necesidad de respetar las creencias de los demás. “Pero es que ellos no respetan las nuestras, y se burlan, y nos dicen que estamos equivocados”, me contestó.
He pensado en ambas cosas desde entonces. Creo que mi hijo tiene razón. Es una actitud muy extendida entre algunas personas religiosas la de saberse poseedores de la verdad, y la de mirar a agnósticos o ateos con desprecio o, como dicen a veces, con misericordia. “En el fondo creerás en algo”, “Todo el mundo cree en Dios, aunque lo niegue”… Son cosas que oímos a menudo, aunque sea innecesario decir que no hablo de todos los creyentes, ni siquiera de muchos creyentes, sino sólo de algunos creyentes. Eso sí, muy ruidosos.
Así que, ahora que estamos en la enésima estúpida polémica, esta vez a costa de los crucifijos en las aulas -como si éste fuera el problema de la educación-, me gustaría pedir lo que no debería ser necesario: que toleren de verdad nuestra vida como algo que no es inferior, desviado ni reconducible. Pues no es que no tengamos fe, es que no sabemos de qué nos hablan. No es que no queramos saber nada de Dios, es que no sabemos nada de Dios. No es que no queramos creer, es que no sabemos creer. Nos basta ese incompleto aliado al que llamamos razón, no tenemos más, sólo somos humanos; nada menos.
No tenemos, desde luego, nada en contra de la fe (que es privada), ni siquiera de la religión (que es pública), pero no hay que ser más tolerante con ellos de lo que son con nosotros: la tolerancia ha de ser bidireccional; de lo contrario lo que se genera es intolerancia. Y sólo es posible generar tolerancia si se es intolerante con los intolerantes; nunca si se es tolerante con ellos.
Quiero decir con todo esto que las religiones no han sido nunca tolerantes, no pertenece a su naturaleza. Si hoy lo son -algunas- es porque no tienen más remedio, no por vocación. Y, cuando se les recuerda que hay cosas que deben cambiar, ponen el grito en el cielo (nunca mejor dicho) y se quejan de que la religión, su religión, está perseguida en España. Pues no, no es persecución el hecho de que se elimine algún que otro privilegio que sólo el paso del tiempo puede hacer pasar por natural e inviolable. Hay quien debe ceder más porque es el otro el que ha cedido siempre. Así, por ejemplo, no es un hecho de tolerancia que los no creyentes permitan que haya crucifijos en las escuelas, sino un hecho de intolerancia que los creyentes los impongan a todos. De igual modo sería intolerante que pusiéramos carteles como “Dios no existe” y pidiéramos tolerancia para que los creyentes aceptasen tal cosa día tras día.
Leamos a Locke. Leamos a Voltaire.
viernes, 4 de diciembre de 2009
BRAGAS Y LIBROS
Con el cariz que tomó el último post, parecía necesario éste.
Hace unos días que Olga me mandó esta estupenda y sugerente fotografía. Merecía ser incluida en la segunda entrega de “Boludeces”, pero creo que necesita cierta reflexión. Tiene enjundia.
En segundo lugar, la oferta: por el precio de tres bragas te llevas un libro. Y qué libro. El de la izquierda es Elegía en Astaroth, de Ángel García López, que obtuvo con este texto el Premio Nacional de Literatura 1973. O sea, que por unos pocos euros te llevas tres bragas espantosas y un Premio Nacional de Literatura. No está mal. El de la derecha no acierto a distinguirlo, pero pertenece a la misma colección, por lo que por la compra de seis bragas tenemos dos libros de poesía. Gran oferta.
Me estoy acordando de la magnífica película The reader. En ella, una mujer entrada en los cuarenta seduce a un muchacho, que consigue encamarse con ella a base de palabras. En una escena, él tiene urgencias sexuales y ella le para los pies: “Primero lee, después haremos el amor”, le dice. Nos la imaginamos en el mercado, llenando el cajón de bragas de colores y sobre el lecho dos libros de poesía para que su amante lea y le llene el cerebro de ese afrodisiaco irresistible que son las palabras, especialmente las que se dicen al oído, únicas, las que aguantan el embate de lo ridículo y lo cursi. ¿Qué importa entonces dónde compró la ropa interior y cuál fue su precio? No hay gran diferencia entre la piel de una mujer y el mejor de los versos. Lo importante es que el poeta escriba para ti, lo esencial es que esa piel no es cualquiera, sino precisamente la suya, la que llenará de calor tu boca y de palabras tu garganta.
Otra opción maravillosa sería que la FNAC, la Casa del Libro o la Cuesta de Moyano hicieran lo mismo, pero al revés: por la compra de un libro regalamos tres bragas. Aumentaría el número de lectores, así como el número de visitantes a estos establecimientos: “No, si yo vengo por los libros”, dirían. Sí, ya. Y luego en casa: “Cariño, he comprado unos libros”. “¿Cuántos?, pregunta ella. “Dieciocho”, responde él. “¿¡Y ese montón de bragas!?”, replica ella, entre curiosa e indignada. “Pues no te lo vas a creer, es que…”, balbucea él, sin saber cómo salir del jardín en el que se ha metido.
Pues eso, que bragas y libros. Necesidades básicas. No hay nada raro en la foto si lo pensamos bien.
Nota final: leo en una página de internet que la foto la hizo Begoña Abad en el mercado de El Fontán de Oviedo. Justo es decirlo.
Hace unos días que Olga me mandó esta estupenda y sugerente fotografía. Merecía ser incluida en la segunda entrega de “Boludeces”, pero creo que necesita cierta reflexión. Tiene enjundia.
En primer lugar, debemos prestar atención a la cutrez de las bragas. Dios mío, las interioridades de las mujeres merecen algo más. No imaginamos a nuestras ninfas (no diré sirenas por razones obvias) con semejantes adminículos textiles. Imposible.
En segundo lugar, la oferta: por el precio de tres bragas te llevas un libro. Y qué libro. El de la izquierda es Elegía en Astaroth, de Ángel García López, que obtuvo con este texto el Premio Nacional de Literatura 1973. O sea, que por unos pocos euros te llevas tres bragas espantosas y un Premio Nacional de Literatura. No está mal. El de la derecha no acierto a distinguirlo, pero pertenece a la misma colección, por lo que por la compra de seis bragas tenemos dos libros de poesía. Gran oferta.
Me estoy acordando de la magnífica película The reader. En ella, una mujer entrada en los cuarenta seduce a un muchacho, que consigue encamarse con ella a base de palabras. En una escena, él tiene urgencias sexuales y ella le para los pies: “Primero lee, después haremos el amor”, le dice. Nos la imaginamos en el mercado, llenando el cajón de bragas de colores y sobre el lecho dos libros de poesía para que su amante lea y le llene el cerebro de ese afrodisiaco irresistible que son las palabras, especialmente las que se dicen al oído, únicas, las que aguantan el embate de lo ridículo y lo cursi. ¿Qué importa entonces dónde compró la ropa interior y cuál fue su precio? No hay gran diferencia entre la piel de una mujer y el mejor de los versos. Lo importante es que el poeta escriba para ti, lo esencial es que esa piel no es cualquiera, sino precisamente la suya, la que llenará de calor tu boca y de palabras tu garganta.
Otra opción maravillosa sería que la FNAC, la Casa del Libro o la Cuesta de Moyano hicieran lo mismo, pero al revés: por la compra de un libro regalamos tres bragas. Aumentaría el número de lectores, así como el número de visitantes a estos establecimientos: “No, si yo vengo por los libros”, dirían. Sí, ya. Y luego en casa: “Cariño, he comprado unos libros”. “¿Cuántos?, pregunta ella. “Dieciocho”, responde él. “¿¡Y ese montón de bragas!?”, replica ella, entre curiosa e indignada. “Pues no te lo vas a creer, es que…”, balbucea él, sin saber cómo salir del jardín en el que se ha metido.
Pues eso, que bragas y libros. Necesidades básicas. No hay nada raro en la foto si lo pensamos bien.
Nota final: leo en una página de internet que la foto la hizo Begoña Abad en el mercado de El Fontán de Oviedo. Justo es decirlo.
sábado, 28 de noviembre de 2009
EL CLUB DE LOS FALTOS DE CARIÑO
A menudo voy a la biblioteca municipal y me dedico a hacer catas. Me llevo libros o cedés de autores que no conozco o cuyos títulos me prometen algo. Por eso saqué de su estante El club de los faltos de cariño, de Manuel Leguineche. Qué hermoso título.
No había leído nada de él pero lo conocía por su labor periodística y por una entrevista que le hizo Sánchez-Dragó. Bueno, se la hizo Dragó a sí mismo con la presencia de Leguineche. Como de costumbre.
Tal vez debería tener un blog. Porque lo que escribe en este libro es casi un blog. Una sucesión de pensamientos, anécdotas, recuerdos e impresiones absolutamente subjetivas. Raro es que estos fragmentos tengan dos páginas; algunas constan de una línea. Es difícil no simpatizar con él, y con su estilo: sincero y sin cepos en la lengua. Pese a eso, amable y generoso. No pasa facturas.
El último fin de semana leí este “post” (que me perdone Leguineche), uno de mis preferidos:
“He prestado mi casa a amigos con urgencias de amor. Lo que nunca les perdonaré es que además de folgar se llevaran mis libros. (…) Tengo una lista de amigos que aligeraron mi biblioteca. Uno de ellos me dejó las bragas de su novia a cambio de llevarse las obras completas de Jack Kerouac. (…) El francés Maspéro, intelectual y dueño de una librería en París, estuvo a punto de quebrar porque los españoles le saqueaban la tienda. ‘Si por lo menos se leyeran los libros’, dijo melancólico”.
Entre las solapas del libro encontré un billete de tren: de Atocha a Villena, 6 de marzo de 2009. Tarjeta joven. Clase turista, no fumador. Aquí hay una historia, pensé. Pero de inmediato comencé a leer, y el billete me sirve desde entonces como marcapáginas. Además, acabo de colgar un post de trenes (“realismo ferroviario”, me gusta), así que otra vez será.
Leed a Manu Leguineche. Su cara es la del carnicero, la del dueño del bar. Pero qué libro.
No había leído nada de él pero lo conocía por su labor periodística y por una entrevista que le hizo Sánchez-Dragó. Bueno, se la hizo Dragó a sí mismo con la presencia de Leguineche. Como de costumbre.
Tal vez debería tener un blog. Porque lo que escribe en este libro es casi un blog. Una sucesión de pensamientos, anécdotas, recuerdos e impresiones absolutamente subjetivas. Raro es que estos fragmentos tengan dos páginas; algunas constan de una línea. Es difícil no simpatizar con él, y con su estilo: sincero y sin cepos en la lengua. Pese a eso, amable y generoso. No pasa facturas.
El último fin de semana leí este “post” (que me perdone Leguineche), uno de mis preferidos:
“He prestado mi casa a amigos con urgencias de amor. Lo que nunca les perdonaré es que además de folgar se llevaran mis libros. (…) Tengo una lista de amigos que aligeraron mi biblioteca. Uno de ellos me dejó las bragas de su novia a cambio de llevarse las obras completas de Jack Kerouac. (…) El francés Maspéro, intelectual y dueño de una librería en París, estuvo a punto de quebrar porque los españoles le saqueaban la tienda. ‘Si por lo menos se leyeran los libros’, dijo melancólico”.
Entre las solapas del libro encontré un billete de tren: de Atocha a Villena, 6 de marzo de 2009. Tarjeta joven. Clase turista, no fumador. Aquí hay una historia, pensé. Pero de inmediato comencé a leer, y el billete me sirve desde entonces como marcapáginas. Además, acabo de colgar un post de trenes (“realismo ferroviario”, me gusta), así que otra vez será.
Leed a Manu Leguineche. Su cara es la del carnicero, la del dueño del bar. Pero qué libro.
domingo, 22 de noviembre de 2009
EXTRAÑOS EN EL TREN
“Puede la piedra blanca latir en la sangre del ciervo
Y el ciervo puede soñar por los ojos de un caballo”
Y el ciervo puede soñar por los ojos de un caballo”
Federico García Lorca: Poeta en Nueva York
A esa hora de la tarde subimos pocas personas al tren en Atocha. El cercanías es moderno y limpísimo, de dos pisos. Busco acomodo en el de arriba. Abro el libro que llevo para el viaje, pero a los pocos minutos dejo de leer. Suena un móvil cerca de mí; pertenece a una muchacha poco agraciada vestida con ropa deportiva y no más de 20 años.
-Hola.
-…
-Muy cansada, pero bien.
-…
-No, pero a partir de ahora lo vamos a ganar todo.
-…
-Lo único que una tía casi me rompe la nariz. Una pava. Lo que sí que me ha abierto es el labio. Una pava, ya te digo. Ahora, que ella se lleva lo suyo, casi hago que la expulsen. Resulta que me ha entrado por detrás la muy cerda y el árbitro ha pitado falta, pero no le ha enseñado tarjeta, así que cuando se daba la vuelta he mirado al linier y, como tampoco me veía, le he dado una patada en el gemelo. Y entonces ella se levanta y le grita al árbitro: “¡Árbitro!, ¿lo has visto?”. Y él: “Si te vuelves a dirigir a mí te expulso”. Que se joda, que no me hubiera dado una patada primero.
-Hola.
-…
-Muy cansada, pero bien.
-…
-No, pero a partir de ahora lo vamos a ganar todo.
-…
-Lo único que una tía casi me rompe la nariz. Una pava. Lo que sí que me ha abierto es el labio. Una pava, ya te digo. Ahora, que ella se lleva lo suyo, casi hago que la expulsen. Resulta que me ha entrado por detrás la muy cerda y el árbitro ha pitado falta, pero no le ha enseñado tarjeta, así que cuando se daba la vuelta he mirado al linier y, como tampoco me veía, le he dado una patada en el gemelo. Y entonces ella se levanta y le grita al árbitro: “¡Árbitro!, ¿lo has visto?”. Y él: “Si te vuelves a dirigir a mí te expulso”. Que se joda, que no me hubiera dado una patada primero.
-…
-No, al final 2 a 2. Pero escucha, que sólo ha habido un equipo, que la gente nos lo decía, “Coño, tenéis que ganar, que sólo hay un equipo en el campo”, y al final hemos remontado, pero teníamos que haber ganado. Casi meto un gol de cabeza por la escuadra, pero es que su portera era gigante, tío, que con estirar los brazos llegaba a todas partes, la cabrona. Al final el árbitro ha echado a una de ellas que le ha dicho algo. Yo he oído que le contestaba: “Tenía ganas de expulsarte a ti”. Un hijoputa, pero me alegro.
-…
-Bien. Ahora me voy a Torrejón. Ayer tuvimos cena y concentración y quiero pasar por casa. Es que al entrenador le gusta reunirnos de vez en cuando, como si fuésemos profesionales, yo flipo, preparar los partidos y cenar juntos y eso. Y claro, como yo vivo en Torrejón pues era muy tarde, así que me quedé donde la Arancha.
-…
-Qué va, ni las doce. Un rato en el bar, y el entrenador, que me puso a su lado y venga a hablarme del partido, que quería que jugase de interior, ya lleva tres partidos seguidos sin cambiarme. Y enseguida a casa con Arancha; la primera cama que pillé, ahí me dormí. Pero alucina, que la Arancha es medio sonámbula y a las seis se levanta y se queda de pie entre las dos camas un rato sin decir nada. Yo ya estaba despierta y lo veía todo, y va y se sienta en mi cama, sobre mi pie. Me hacía daño, porque pesa la tía, así que le di una patada y se levantó despacio y se metió en su cama sin decir nada. Anda que no son raros, porque el hermano toda la noche jugando a la Play, que yo oía: “Raúl, Cristiano…”, y luego a él: “¡Capullos!”…
-…
-Sí, una patada. Es que si no, me rompe el pie, que me hacía daño, chaval. Tú seguro que en vez de eso le habías tocado las tetas a ver si se movía, no te jode. Y a las seis de la mañana, que cuando no es mi cama yo me despierto con nada. En esa casa nadie es normal, yo alucino. Pero la Arancha es una tía de puta madre, no te vayas a creer…
-…
-Ya casi. A ver si descanso. Luego te llamo, que no quiero quedarme sin batería y me he dejado el cargador en casa de la Arancha.
-…
-Vale, o me llamas tú. Un beso.
Vuelvo sobre mi libro. Es del húngaro László Krasznahorkai y se titula Ha llegado Isaías. Leo lo siguiente: “Concretamente, un vuelco en la historia universal, dijo, y a un tiempo con esta solemne declaración, como si de tal modo la apoyara, se produjo un vuelco natural y hasta previsible desde hacía tiempo, si se tenían en cuenta los estropicios y el incogitado trabajo que operaba la borrachera, causando la implacable desintegración de las palabras en el camino entre el cerebro sujeto por correas y las convulsiones de la garganta y de la lengua”.
Platón estaba en lo cierto: hay dos mundos. Por lo menos.
La megafonía avisa de que estamos llegando a Torrejón de Ardoz. Ella coge su bolsa de deportes y abandona el vagón.
-No, al final 2 a 2. Pero escucha, que sólo ha habido un equipo, que la gente nos lo decía, “Coño, tenéis que ganar, que sólo hay un equipo en el campo”, y al final hemos remontado, pero teníamos que haber ganado. Casi meto un gol de cabeza por la escuadra, pero es que su portera era gigante, tío, que con estirar los brazos llegaba a todas partes, la cabrona. Al final el árbitro ha echado a una de ellas que le ha dicho algo. Yo he oído que le contestaba: “Tenía ganas de expulsarte a ti”. Un hijoputa, pero me alegro.
-…
-Bien. Ahora me voy a Torrejón. Ayer tuvimos cena y concentración y quiero pasar por casa. Es que al entrenador le gusta reunirnos de vez en cuando, como si fuésemos profesionales, yo flipo, preparar los partidos y cenar juntos y eso. Y claro, como yo vivo en Torrejón pues era muy tarde, así que me quedé donde la Arancha.
-…
-Qué va, ni las doce. Un rato en el bar, y el entrenador, que me puso a su lado y venga a hablarme del partido, que quería que jugase de interior, ya lleva tres partidos seguidos sin cambiarme. Y enseguida a casa con Arancha; la primera cama que pillé, ahí me dormí. Pero alucina, que la Arancha es medio sonámbula y a las seis se levanta y se queda de pie entre las dos camas un rato sin decir nada. Yo ya estaba despierta y lo veía todo, y va y se sienta en mi cama, sobre mi pie. Me hacía daño, porque pesa la tía, así que le di una patada y se levantó despacio y se metió en su cama sin decir nada. Anda que no son raros, porque el hermano toda la noche jugando a la Play, que yo oía: “Raúl, Cristiano…”, y luego a él: “¡Capullos!”…
-…
-Sí, una patada. Es que si no, me rompe el pie, que me hacía daño, chaval. Tú seguro que en vez de eso le habías tocado las tetas a ver si se movía, no te jode. Y a las seis de la mañana, que cuando no es mi cama yo me despierto con nada. En esa casa nadie es normal, yo alucino. Pero la Arancha es una tía de puta madre, no te vayas a creer…
-…
-Ya casi. A ver si descanso. Luego te llamo, que no quiero quedarme sin batería y me he dejado el cargador en casa de la Arancha.
-…
-Vale, o me llamas tú. Un beso.
Vuelvo sobre mi libro. Es del húngaro László Krasznahorkai y se titula Ha llegado Isaías. Leo lo siguiente: “Concretamente, un vuelco en la historia universal, dijo, y a un tiempo con esta solemne declaración, como si de tal modo la apoyara, se produjo un vuelco natural y hasta previsible desde hacía tiempo, si se tenían en cuenta los estropicios y el incogitado trabajo que operaba la borrachera, causando la implacable desintegración de las palabras en el camino entre el cerebro sujeto por correas y las convulsiones de la garganta y de la lengua”.
Platón estaba en lo cierto: hay dos mundos. Por lo menos.
La megafonía avisa de que estamos llegando a Torrejón de Ardoz. Ella coge su bolsa de deportes y abandona el vagón.
lunes, 16 de noviembre de 2009
BOLUDECES I: DARWINISMO CRISTIANO O PETICIÓN DE PRINCIPIO
Dice el Diccionario de la Real Academia Española que boludez quiere decir tontería o apatía. Asimismo sostiene que un boludo es aquél que tiene pocas luces. En Uruguay designan como tal al lerdo, parsimonioso o irresponsable. En El Salvador llaman así al adinerado (¡asombroso!).
La Wiki, en su entrada “Lunfardo”, añade por su parte que “Este término tiene dos acepciones que varían acorde al tono y a la intensidad con la cual se lo pronuncie (…). ‘Boludo’ puede ser un insulto, si es dicho con esa intención; o una especie de muletilla, típica entre los argentinos al hablar entre sí: ‘boludo ¿a dónde vamos?’. También se utiliza para indicar una acción fácil de realizar. ‘Esta apuesta es una boludez’. (…) También está el término ‘hacerse el boludo’ que significa hacerse el tonto o el desentendido. Por último ‘me estás boludeando’ que significa ‘me estás tomando el pelo’”.
Con esto quiero decir que no he encontrado en el español de España un equivalente a este maravilloso “boludo” que con tanto tino utilizan especialmente en Argentina. Y necesitaba una palabra para ilustrar una serie de tonterías, gilipolleces o acciones de pura estulticia, sin que ello tuviera la poderosa carga semántica que estas palabras españolas tienen. Boludo tiene también un envés cariñoso y simpático, no necesariamente es hiriente, no siempre pretende la burla o la crueldad. Por eso esta entrada se llama así.
Aquí va la primera boludez. La fotografié en un templo de Atienza que contenía una muy interesante colección de fósiles. Y lo dicho al principio: o darwinismo cristiano o petición de principio.
La Wiki, en su entrada “Lunfardo”, añade por su parte que “Este término tiene dos acepciones que varían acorde al tono y a la intensidad con la cual se lo pronuncie (…). ‘Boludo’ puede ser un insulto, si es dicho con esa intención; o una especie de muletilla, típica entre los argentinos al hablar entre sí: ‘boludo ¿a dónde vamos?’. También se utiliza para indicar una acción fácil de realizar. ‘Esta apuesta es una boludez’. (…) También está el término ‘hacerse el boludo’ que significa hacerse el tonto o el desentendido. Por último ‘me estás boludeando’ que significa ‘me estás tomando el pelo’”.
Con esto quiero decir que no he encontrado en el español de España un equivalente a este maravilloso “boludo” que con tanto tino utilizan especialmente en Argentina. Y necesitaba una palabra para ilustrar una serie de tonterías, gilipolleces o acciones de pura estulticia, sin que ello tuviera la poderosa carga semántica que estas palabras españolas tienen. Boludo tiene también un envés cariñoso y simpático, no necesariamente es hiriente, no siempre pretende la burla o la crueldad. Por eso esta entrada se llama así.
Aquí va la primera boludez. La fotografié en un templo de Atienza que contenía una muy interesante colección de fósiles. Y lo dicho al principio: o darwinismo cristiano o petición de principio.
martes, 10 de noviembre de 2009
ÁGORA
«No soy amigo de dar consejos (...), mas ahí va uno de barato: desconfíen vuestras mercedes de quien es lector de un solo libro»
Arturo Pérez-Reverte: Limpieza de sangre
Amenábar es un director talentoso, un alumno aventajado de Hitchcock, cuyas películas me gustan desigualmente. Me atrapó Tesis; me fascinó Abre los ojos, aunque con el tiempo y una re-visión llegué a la conclusión de que era pretenciosa, alambicada y vacía. Más aún, Los otros, su obra mayor hasta ahora, bellísima Nicole Kidman, magníficos todos los actores. Mar adentro es -opino modestamente- la peor, ni sorprende la historia ni el tratamiento, que es blando y a menudo cursi y relamido; esperable. No aporta nada, y eso es una de las peores cosas que se pueden decir de una película o un libro: que son innecesarios.
Y, por fin, Ágora.
A mí me parece una excelente película, muy por encima de la mayor parte de las que okupan sala sin ninguna virtud ni derecho. Hay quien le reprocha cierto tono de rencor hacia la religión, cosa que yo no veo, pero es que a muchos no les gusta nada que se hable de su religión, a no ser, claro, que sea para hacer de ella apología. Mi amigo Boletus me dice acertadamente que Amenábar debería haber centrado la película en la Biblioteca, que tiene muy poca relevancia narrativa, cuando fue la Biblioteca, y no Hipatia, el núcleo del saber antiguo. Hay también un exceso de planos cenitales, cierta morosidad narrativa (que a mí me parece más bien una cualidad), y una temática poco popular (cualidad aún mayor). Los que vayan a ver una peli de suspense, con algún que otro susto, misterio y desarrollo trabado y retorcido, volverán decepcionados. Ágora es una película extraña, que deja muchos ecos en quien va a verla. Muy valiente, inusual. Parece un péplum, pero habla de hoy. Qué miedo.
Cuenta una historia que parece -sin serlo- del pasado, la de una mujer que se dedica a pensar, a la filosofía, a la astronomía, es decir, al saber. Hipatia es el hilo conductor, pero no el tema de la película. Ésta va de la intolerancia y sus consecuencias. Podemos ver que los politeístas atacan a los cristianos por un agravio o burla de éstos. Después son los cristianos los que devastan la Biblioteca de Alejandría y liquidan a los paganos. Y por último cristianos y judíos se enzarzan en una guerra que termina con la aniquilación de éstos. Esto es lo que vemos que sucede.
Pero lo más interesante de la película son las figuras confusas y limítrofes, los que mantienen una creencia, pero saben (o intuyen) que razón y fe no son incompatibles: Davo, Orestes, a veces el obispo de Cirene. Son los heterodoxos. Frente a ellos, los integristas de todo pelaje, esos que sostienen sin pestañear que Dios -el que sea- está con ellos, que La Palabra es sagrada, que sólo hay una verdad y que el otro está errado (no como ellos, que más bien están herrados), por lo que se le puede matar y mandar al otro mundo. Eso sí, por su bien y en nombre de Dios.
Todo esto nos suena, forma parte del dolor de la Historia. Me ha recordado a todas estas figuras (Galileo, Bruno, Darwin…) que no han pretendido ir contra la religión, aunque los dirigentes de su época sí han ido contra ellos y contra la razón. Grave pecado que Dios, en su infinita sabiduría, no debería perdonar ni dejar impune.
La conclusión de la película, a mi juicio, es ésta: nada contra las creencias, pero líbrenos Dios de fundamentalistas, ciegos mentales y lectores de un solo libro. Amenábar tendrá problemas, pero será con los de siempre; no con los cristianos, sino con los vigilantes de su pureza. Pues nada, qué se le va a hacer. Que se ofendan; a los demás nos ofende su estupidez y no pedimos por ello su ingreso en prisión ni su ejecución al amanecer.
Que el Faro de Alejandría nos ilumine: la película habla de hoy.
jueves, 5 de noviembre de 2009
MILLENIUM: PURO PLACER
Más de dos mil páginas leídas en poco más de un mes, 70 cada día. Esto es la trilogía Millenium para mí. Hacía tiempo que no sentía la avidez del lector toxicómano ante una golosina irresistible, que no me sentía como el alcohólico que no puede esperar a su dosis y leer unas pocas páginas con el café y las tostadas, y otras pocas al volver del trabajo, y alguna más cuando se encierra en el cuarto de aseo… Que se olvida de que antes veía los telediarios, cocinaba con decoro y se afeitaba a diario. Que no desea que le llamen los amigos porque prefiere a esa sueca menuda (¡menuda!). Que la prefiere a alguna que otra mujer real, pero mucho menos estimulante. Porque se ha enamorado de Lisbeth Salander o tal vez de la idea de Lisbeth Salander, que es el revés de la mitificada sociedad sueca del bienestar. Del bienestar de algunos, según parece.
Lisbeth Salander es una flaca antisocial, perforada y tatuada, primaria y salvaje. Desconcertante. Nos gusta por eso: no se parece a nadie, no hay un solo héroe en todo el género detectivesco que se le asemeje. Más bien es la antítesis de ese arquetipo que parece una mezcla de estoico y epicúreo, pero que en el fondo late un kantiano cumplidor de su deber. Ella no se parece a ninguno. A su lado, Mikael Blomkvist es blando, un comparsa, casi atrezzo.
Quise dejar los libros para el verano, gozarlos morosamente en días larguísimos. Imposible. No se puede controlar una pasión tan poderosa. La carne es débil. Y el placer, al final, lo explica todo; a qué tanta disquisición entre placeres superiores e inferiores: mientras he leído nada ha sido importante, el mundo ha estado en stand-by. Pero se terminó. No hay más.
Tenía razón Ernesto Sabato. Hay libros extensos y libros extendidos. Qué hubiéramos dado por otros cientos más de páginas, miles. Qué placer.
domingo, 1 de noviembre de 2009
EXAMEN DE CONCIENCIA
“Escribir es inscribir algo en la carne. Es tatuar al que lee”
Eugenio Trías: La dispersión
Octubre ha terminado. Primer mes de este blog que comencé el día 8 sin mucho entusiasmo, casi por seguirle la corriente a CrisCrac. Pero me equivocaba; como dicen los estudiantes al comentar un libro del que no saben qué decir: me ha gustado mucho. Me encuentro cómodo escribiendo lo que me da la gana, cuando quiero y como me apetece. Seguramente es la vía de escape de escritores frustrados. Pues sí, qué pasa. Además, ¿qué es eso de escritores frustrados? ”Frustración” significa hacer algo en vano. ¿En vano? Lo único que se hace en vano es lo que no se hace. Por último, la frustración se daría en todo caso por no publicar, pero todo el que escribe es escritor (tautología se llama esto).
Más de una persona me ha dicho con cierto tonillo incordiador: “A ti te sobra mucho tiempo”, “Te debes aburrir mucho”, y lindezas semejantes. “Sí -contesté-, es que no tengo césped que cortar (vivo en un pisito), apenas veo fútbol, no sigo series de televisión, y tampoco hago vida nocturna” (en esto último miento un poco: a veces sí, pero sin abusar, que uno no tiene body ni sex appeal suficiente, y volver a casa solo noche tras noche… eso sí es frustración).
Quiero utilizar este post autorreflexivo para agradecer a los que han escrito, especialmente a CrisCrac, qué derroche de ingenio, otro que no tiene césped. Pero también (por orden de aparición), a Yo, a Olga, a Mercedes, a Brianda, a un anónimo madridista, a Ecce Uomo, a Coletas, a una anónima y a su costillo; y a Signos, que se pelea con mi blog sin conseguir colar sus sabios comentarios. Y también a los que han leído y a los que me han mandado correos electrónicos con hermosas palabras. Incluida esa compañera de trabajo que entretuvo su madrugada de crianza e insomnio con mi blog. No sabe lo que significa este halago.
Esperan sin duda que los invite a cenar por la patilla. Van listos. Bueno, Green Eyes, a ti sí. Y a ti también, Dogville. Y a un par de personas que están tan felices con su amor recién estrenado que no pueden perder un segundo con este tipo que escribe bobaditas; hacen bien. Y a ti, Boletus, siempre, aunque seas tan aficionado a estar missing y declararte en rebeldía para los humanos. Casi mejor os venís todos a casa, preparo un tiramisú y saco mi mejor single malt.
Aprovecho este post para decir adiós a Nexussiete. Lo dejo reposar más allá de Orión en compañía del dios de la biomecánica. Nexussiete quiso ser un émulo imperfecto de Nexus 6, poeta replicante, filósofo avant la lettre, dionisíaco… Pero no soy rubio ni guapo como Rutger Hauer, el actor que lo interpreta en la inmejorable Blade Runner. Tampoco soy holandés, sino de la España profunda, que no es lo mismo. Ni tan atlético (bueno sí, pero del Atlético de Madrid), así que lo mejor es desprenderse de un nick que ya no me ajusta bien la piel. Lo dijo un personaje de Rayuela: “Cómo cansa ser todo el tiempo uno mismo”. Para los que quieran seguir las andanzas del tal Nexussiete, anda escribiendo crítica cinematográfica en esta dirección, que fue donde nació:
www.filmaffinity.com/es/main.html
A partir de hoy tomo prestada otra identidad: la del padre/abogado Atticus Finch, el de Matar a un ruiseñor, peli de la que un día escribiré con calma. Ya que apenas pude disfrutar de la existencia de mi padre, espero ser algo parecido a Atticus para mi hijo. Quisiera saber explicarle el mundo -su belleza, sus horrores- como lo hace Atticus. Es un nombre que me suena a latín, a piso alto desde el que mirar el mundo, a honestidad, a fe en el logos (que es un oxímoron, pero la razón es lo único en lo que merece la pena creer).
No me darán el Nobel por lo que estoy escribiendo, pero hay amigos tras estas palabras, gente maravillosa que te quiere gratis y te regala su tiempo. Es lo que importa. A veces escribo para mí; otras, las más, para ellos.
No podré invitarles a una barbacoa porque no he cortado el césped. Así que les doy palabras: eso es todo. Casi nada…
miércoles, 28 de octubre de 2009
BEJANQUE / SANTO DOMINGO
“No se puede vivir sin amor, y esta debilidad es nuestra fuerza, y esta fuerza -el poder de amar: el deseo, el connatus, la alegría- es la única debilidad que vale”
André Comte-Sponville: La vida humana
La tarde invitaba a la lentitud. Finales de octubre, a punto de ser engullidos por el cambio de hora y el largo invierno. Últimos días del perezoso sol a través de los cristales del coche. Casi las cinco de la tarde, camino de mi primera clase de inglés, ese idioma en el que me siento torpe y plano. Acababa de dejar atrás la Rotonda de Bejanque y me faltaba poco para llegar a la Plaza de Santo Domingo. El semáforo, tan largo. Suficiente como para demorarme en la música que iba escuchando: Glen Hansard y Markéta Irglová, la banda sonora de la película Once. Miraba la evocadora carátula mientras el semáforo seguía en rojo. Fue una noche de invierno, de mucho frío, y vimos una deliciosa película, de las que permanecen en un rincón del alma para siempre. Pasaron unos segundos, el vehículo que me precedía ya estaba a veinte metros. Antes de meter la marcha para comenzar de nuevo a circular me llegó el sonido del claxon. Hice un gesto de disculpa, miré por el retrovisor. Hubiese querido detenerme, bajar, decirle que esos segundos tan importantes yo los había empleado en recrear la belleza mientras recordaba una maravillosa noche de invierno. No lo hice, claro. En el siguiente semáforo se puso a mi izquierda. Miré sin agresividad, casi extrañado de que no compartiese conmigo esa placidez tan cálida. Era una mujer hermosa, de mi edad, tensa como los que temen llegar tarde sin saber adónde. Abrí la boca como para decir algo. Pero el semáforo se puso verde y su Opel Astra desapareció entre el tráfico, camino del Paseo de Las Cruces. Seguí escuchando el CD y deseé que pudiera ser feliz.
http://www.youtube.com/watch?v=CoSL_qayMCc&feature=fvw
http://www.youtube.com/watch?v=Qksd6jBKo8w&feature=related
sábado, 24 de octubre de 2009
EQUIPO DEL DESASOSIEGO
“Extraviémonos por la gran pesadilla
de la noche. (…)
Y la desobediencia sea privilegio nuestro”.
Ana Rossetti: Indicios vehementes
de la noche. (…)
Y la desobediencia sea privilegio nuestro”.
Ana Rossetti: Indicios vehementes
Hace unos días que alguien, con evidente intención de molestarme, me preguntó cómo le había ido al Patético de Madrid. No sabía el individuo en cuestión que no sólo no molestaba, sino que acertó de lleno con la palabra.
Vayamos por partes. A mí no me gusta el fútbol. A muchos atléticos no nos gusta el fútbol. Si nos gustase nos haríamos del Barcelona (o del equipo que en ese momento hace fútbol, porque una cosa es jugar un partido y otra muy distinta que haya fútbol). Las razones por las que soy del Atlético de Madrid son de índole poética y filosófica.
No, no desvarío. Volvamos al principio. Pathos es una palabra griega que significa pasión, sentimiento. Y enfermedad. De ella derivan patético (y también patología). Pero con este despectivo epíteto se pretende insultar sin conseguirlo, porque precisamente el que padece es el que tiene pasión, y sólo goza el que se arriesga, el que camina sin andaderas, el que se asoma al abismo sin red ni arnés. El dolor de la parturienta, dijo Nietzsche, es necesario para que exista el gozo de la vida.
Los aficionados atléticos tenemos mucho de eso. Nos gusta apasionarnos, pero esa palabra en castellano indica tanto lo que hace sufrir como lo que hace disfrutar. Ése es el riesgo, la apuesta.
Los que se ríen de nosotros suelen ser los vecinos ricos, el pijerío de la Castellana y los opositores a gente de orden, renegados, aspirantes al calor del pesebre. No lo entienden, peor para ellos. Un madridista (o culé), colecciona títulos, cuenta las veces que ganó la liga, la copa y el trofeo del mus del bar de la esquina. Pero un atlético anhela gestas: quiere más la épica que la estética. Le gusta ganar, desde luego, pero eso no es lo que más importa. Su sustancia, su ser, es otro. Un atlético conoce jornadas y más jornadas de ridículo, vergüenza y desesperación. Pero también de esperanza, porque con este equipo nunca se sabe: es un triple en la quiniela y un trabajo extra para el corazón. Un peligro. Cuando juega, se dobla el turno de cardiólogos de guardia en los hospitales.
El Atlético es carne de diván, ya lo sabemos. Qué deliciosos domingos habría pasado Freud, qué gran libro se dejó por escribir: El fútbol como anhelo inconsciente. Complejos e histeria del Atlético de Madrid. Es un equipo que no es un equipo. Es el ser y la nada. Es una palabra que busca su referencia en un futuro que a veces se materializa y otras se diluye en el polvo cósmico. Pasa de la ramplonería a la hazaña. Es el ser humano: magnífico y cruel; lo más elevado, lo más miserable.
Hay otra razón. Soy visceralmente antinacionalista. Y he vivido más de 25 años en una ciudad mediterránea, de ésas que tienen equipo importante y de vez en cuando ganan ligas. Pero yo no podía ser de ese equipo: moral del rebaño, lo fácil (perdonadme lo que seáis del equipo de la tierra). Así que seguía a los rojiblancos, hermanos pobres, indios junto al río con su lenguaje desprovisto de logos, su fuego orgulloso y su conducta imprevisible. ¿Quién querría ser vaquero habiendo praderas, caballos salvajes en los que montar a pelo, bisontes, ferrocarriles por asaltar? ¿Quién quiere ser el hombre blanco, que nos domina, que nos masacra, que nos extermina? Pero allí estamos siempre, dando la murga, cortando cabelleras, heroicos y fracasados, torpes, tensos de miedo y de alegría. Los indios, los pieles rojiblancas.
Somos patéticos, naturalmente. Románticos, sin destino, exploradores. Preferimos la melancolía a la arrogancia de los vendedores de camisetas. Perderemos casi siempre. Y qué. Cortázar decía que la vida es algo que se pierde al final, pero que ha sido bello jugar.
Así que un respeto para todos estos replicantes, outsiders y vagabundos. Nuestro domicilio es el pathos; Paseo de los Melancólicos, s/n; 28005 Madrid.
(Para ti, Dogville querida, son cosas que pasan. Aunque no te guste el fútbol, sabrás de qué estoy hablando: la vida empieza mañana).
Vayamos por partes. A mí no me gusta el fútbol. A muchos atléticos no nos gusta el fútbol. Si nos gustase nos haríamos del Barcelona (o del equipo que en ese momento hace fútbol, porque una cosa es jugar un partido y otra muy distinta que haya fútbol). Las razones por las que soy del Atlético de Madrid son de índole poética y filosófica.
No, no desvarío. Volvamos al principio. Pathos es una palabra griega que significa pasión, sentimiento. Y enfermedad. De ella derivan patético (y también patología). Pero con este despectivo epíteto se pretende insultar sin conseguirlo, porque precisamente el que padece es el que tiene pasión, y sólo goza el que se arriesga, el que camina sin andaderas, el que se asoma al abismo sin red ni arnés. El dolor de la parturienta, dijo Nietzsche, es necesario para que exista el gozo de la vida.
Los aficionados atléticos tenemos mucho de eso. Nos gusta apasionarnos, pero esa palabra en castellano indica tanto lo que hace sufrir como lo que hace disfrutar. Ése es el riesgo, la apuesta.
Los que se ríen de nosotros suelen ser los vecinos ricos, el pijerío de la Castellana y los opositores a gente de orden, renegados, aspirantes al calor del pesebre. No lo entienden, peor para ellos. Un madridista (o culé), colecciona títulos, cuenta las veces que ganó la liga, la copa y el trofeo del mus del bar de la esquina. Pero un atlético anhela gestas: quiere más la épica que la estética. Le gusta ganar, desde luego, pero eso no es lo que más importa. Su sustancia, su ser, es otro. Un atlético conoce jornadas y más jornadas de ridículo, vergüenza y desesperación. Pero también de esperanza, porque con este equipo nunca se sabe: es un triple en la quiniela y un trabajo extra para el corazón. Un peligro. Cuando juega, se dobla el turno de cardiólogos de guardia en los hospitales.
El Atlético es carne de diván, ya lo sabemos. Qué deliciosos domingos habría pasado Freud, qué gran libro se dejó por escribir: El fútbol como anhelo inconsciente. Complejos e histeria del Atlético de Madrid. Es un equipo que no es un equipo. Es el ser y la nada. Es una palabra que busca su referencia en un futuro que a veces se materializa y otras se diluye en el polvo cósmico. Pasa de la ramplonería a la hazaña. Es el ser humano: magnífico y cruel; lo más elevado, lo más miserable.
Hay otra razón. Soy visceralmente antinacionalista. Y he vivido más de 25 años en una ciudad mediterránea, de ésas que tienen equipo importante y de vez en cuando ganan ligas. Pero yo no podía ser de ese equipo: moral del rebaño, lo fácil (perdonadme lo que seáis del equipo de la tierra). Así que seguía a los rojiblancos, hermanos pobres, indios junto al río con su lenguaje desprovisto de logos, su fuego orgulloso y su conducta imprevisible. ¿Quién querría ser vaquero habiendo praderas, caballos salvajes en los que montar a pelo, bisontes, ferrocarriles por asaltar? ¿Quién quiere ser el hombre blanco, que nos domina, que nos masacra, que nos extermina? Pero allí estamos siempre, dando la murga, cortando cabelleras, heroicos y fracasados, torpes, tensos de miedo y de alegría. Los indios, los pieles rojiblancas.
Somos patéticos, naturalmente. Románticos, sin destino, exploradores. Preferimos la melancolía a la arrogancia de los vendedores de camisetas. Perderemos casi siempre. Y qué. Cortázar decía que la vida es algo que se pierde al final, pero que ha sido bello jugar.
Así que un respeto para todos estos replicantes, outsiders y vagabundos. Nuestro domicilio es el pathos; Paseo de los Melancólicos, s/n; 28005 Madrid.
(Para ti, Dogville querida, son cosas que pasan. Aunque no te guste el fútbol, sabrás de qué estoy hablando: la vida empieza mañana).
martes, 20 de octubre de 2009
CALLES
Hace algunos años comencé a fotografiar placas con nombres de calles. Todo empezó porque aparcaba mi coche en una ciudad desconocida y luego no recordaba dónde lo había dejado. Mejor una foto. Y me di cuenta enseguida de que algunas tienen denominaciones más que curiosas. No todas, claro. La mayoría se llaman como las personas importantes: Millán Astray, Francisco Franco, Jaume I, Sabino Arana… No siempre su labor es conocida, por lo que algunos ayuntamientos nos ayudan, indicándonos su oficio: Escultor José Capuz, Grabador Esteve, Papa Juan Pablo II, Golpista Boixareu Rivera (bueno, en este caso no se indica su verdadera profesión: pone “capitán”). Otras más genéricamente, son dedicadas a un oficio, como la Rivera de Curtidores, Bulevar de los Filósofos (en Ginebra) o, más románticamente, a los poetas, como sucede en Bolonia.
No es raro esto después de todo. Lo normal es honrar el talento con lustrosas y céntricas avenidas; no como esta otra, de Sintra, junto a Lisboa, que le da a Lord Byron unas míseras escalinatas (aroma a orines de crianza, mugre gran reserva).
En el mismo viaje portugués, persiguiendo las huellas de Fernando Pessoa, paseé por Estoril, cuyo alcalde pensó que era bueno que los sentimientos portugueses, esas señas de identidad que imprimen carácter, diferencian y definen, tuvieran qué menos que una calle. Y se la dedicó a la Saudade. Lo más parecido que he visto por aquí es el Paseo de los Melancólicos, en Madrid, en el que, como es natural, se levanta el campo del Atlético de Madrid, equipo que como todo el mundo sabe, es estudiado por los psicoanalistas argentinos, que dudan en su diagnóstico: o síndrome bipolar (pierde con el Majalrayo Fútbol Club, pero es capaz de ganar al Barcelona) o melancolía congénita.
La fotografía siguiente es de Ribadesella. Supongo que con su nombre quiere hacer referencia a Jesucristo, pero yo pensé de inmediato en Nietzsche, que escribió ese extraño libro en el que se presenta y dice adiós. “Aquí está el hombre”, manifestaba ese solitario enfermo de libertad. Ahora se despide de vosotros: me voy a Italia en busca de la locura, de la belleza y la desmesura, del sentido, del desasosiego, de las cumbres y los precipicios. Ecce Homo. Qué mejor definición de sí mismo, que sublime autogestión del alma.
En el centro de Valencia, muy cerca de la Plaza Redonda, fotografié la Calle de los Derechos. ¿Qué derechos, me estuve preguntando mientras mi familia miraba puestos y más puestos de tonterías varias. Yo a lo mío: mis fotos, mis preguntas. ¿Los Derechos Humanos, los de los niños, los de los valencianos, los de la Revolución Francesa, los de presunción de inocencia y secreto sumarial, los de no pagar los trajes…?
Pero mi favorita la encontré en un pueblo de Palencia. Parece una advertencia del más allá, una admonición a la que no conviene desobedecer, pero en realidad es una metáfora de la vida, de la condición humana y de todo ese laberinto sentimental en el que nos abismamos una y otra vez: Calle Salsipuedes. Mi favorita.
No es raro esto después de todo. Lo normal es honrar el talento con lustrosas y céntricas avenidas; no como esta otra, de Sintra, junto a Lisboa, que le da a Lord Byron unas míseras escalinatas (aroma a orines de crianza, mugre gran reserva).
En el mismo viaje portugués, persiguiendo las huellas de Fernando Pessoa, paseé por Estoril, cuyo alcalde pensó que era bueno que los sentimientos portugueses, esas señas de identidad que imprimen carácter, diferencian y definen, tuvieran qué menos que una calle. Y se la dedicó a la Saudade. Lo más parecido que he visto por aquí es el Paseo de los Melancólicos, en Madrid, en el que, como es natural, se levanta el campo del Atlético de Madrid, equipo que como todo el mundo sabe, es estudiado por los psicoanalistas argentinos, que dudan en su diagnóstico: o síndrome bipolar (pierde con el Majalrayo Fútbol Club, pero es capaz de ganar al Barcelona) o melancolía congénita.
La fotografía siguiente es de Ribadesella. Supongo que con su nombre quiere hacer referencia a Jesucristo, pero yo pensé de inmediato en Nietzsche, que escribió ese extraño libro en el que se presenta y dice adiós. “Aquí está el hombre”, manifestaba ese solitario enfermo de libertad. Ahora se despide de vosotros: me voy a Italia en busca de la locura, de la belleza y la desmesura, del sentido, del desasosiego, de las cumbres y los precipicios. Ecce Homo. Qué mejor definición de sí mismo, que sublime autogestión del alma.
En el centro de Valencia, muy cerca de la Plaza Redonda, fotografié la Calle de los Derechos. ¿Qué derechos, me estuve preguntando mientras mi familia miraba puestos y más puestos de tonterías varias. Yo a lo mío: mis fotos, mis preguntas. ¿Los Derechos Humanos, los de los niños, los de los valencianos, los de la Revolución Francesa, los de presunción de inocencia y secreto sumarial, los de no pagar los trajes…?
Pero mi favorita la encontré en un pueblo de Palencia. Parece una advertencia del más allá, una admonición a la que no conviene desobedecer, pero en realidad es una metáfora de la vida, de la condición humana y de todo ese laberinto sentimental en el que nos abismamos una y otra vez: Calle Salsipuedes. Mi favorita.
jueves, 15 de octubre de 2009
ALMUERZO EN MADRID
Muchas personas que no dirían de sí mismas que son xenófobas jamás entran en un restaurante chino. “Son sucios”, dicen. “A saber qué te dan, rata o perro”, añaden. Sin embargo, no tienen ningún problema con los bares “nacionales”, los de toda la vida. Seguramente es porque allí los suelos brillan como patenas y las albóndigas que ponen son de toda confianza.
Hacen bien en estar preocupados, nunca se sabe. Recuerdo esto, que todos hemos oído tantas veces, ahora que estoy comiendo un sándwich vegetal y una cañita en un bar de Madrid. Presume de llevar abierto desde 1902. Su nombre es mejor olvidarlo. Han tardado diez minutos en venir a atenderme. “Qué le pongo”, ha sido todo lo que me ha dicho la oronda camarera. Cinco minutos después un antropoide de apariencia casi humana ha dejado (casi arrojado) la cerveza en mi mesa. Sin decir nada. Otros cinco minutos y llega el sándwich. Voy a los servicios antes de empezar. El pomo de la puerta está pegajoso. Se enciende la luz al entrar, la escasísima luz que ilumina un lugar donde alguna vez tal vez alguien limpió algo. Del aroma ni hablo. Pasan diez segundos y me quedo a oscuras hasta que el automatismo vuelve a funcionar. No me extraña que la gente orine fuera. Salgo y me lavo las manos. No hay donde secarse. Mejor, mi pantalón está más limpio.
De regreso a mi mesa, me como el almuerzo con parsimonia. Casi todo es lechuga, apenas una triste rodaja de tomate y un espárrago mustio. Me entretengo mirando por el ventanal. Una veinteañera discretamente hermosa pasa despacio. Dos turistas muy pálidos se vuelcan sobre un mapa. Cuatro latinoamericanos paran un taxi, pero el conductor se niega a llevarlos con gestos de desprecio. Dos hombres se cogen de la mano: uno lleva un aro en la nariz y ropa de aire post-punk; el otro, impoluta camisa blanca y aspecto de haber nacido persona de orden. Veo algo más lejos una tienda de compraventa de oro que seguramente cerró hace años. Una prostituta poco llamativa se apoya contra la reja; pasa el tiempo y nadie se acerca, ella tampoco aborda a los transeúntes. La veinteañera vuelve a pasar, esta vez en dirección opuesta; pienso que no volveré al verla.
Como no estoy atento a la comida, parte de la lechuga se cae a la mesa; el plato es demasiado pequeño. No me atrevo a recogerla y comérmela.
Llamo para pagar. “Cinco con cuarenta”. Hago una cuenta rápida: 90 céntimos por palabra, tres antes, tres ahora. Debería dejar cinco céntimos de propina, para detergente, pero no lo hago. La camarera vuelve tras la barra y la tacañería verbal con los clientes se transforma en cháchara. A voces, claro. Desde la cocina se oye que alguien, también gritando, se caga en Dios.
Salgo. Hay una terraza en la que una muchacha rubia con el pelo recogido sirve con diligencia y tristeza. Encuentro sus ojos al cruzarnos y la dejo pasar. En su mirada azul hay cansancio acumulado. Intento que mi sonrisa le acompañe unos segundos.
La próxima vez comeré rollitos de primavera y pollo con almendras.
Hacen bien en estar preocupados, nunca se sabe. Recuerdo esto, que todos hemos oído tantas veces, ahora que estoy comiendo un sándwich vegetal y una cañita en un bar de Madrid. Presume de llevar abierto desde 1902. Su nombre es mejor olvidarlo. Han tardado diez minutos en venir a atenderme. “Qué le pongo”, ha sido todo lo que me ha dicho la oronda camarera. Cinco minutos después un antropoide de apariencia casi humana ha dejado (casi arrojado) la cerveza en mi mesa. Sin decir nada. Otros cinco minutos y llega el sándwich. Voy a los servicios antes de empezar. El pomo de la puerta está pegajoso. Se enciende la luz al entrar, la escasísima luz que ilumina un lugar donde alguna vez tal vez alguien limpió algo. Del aroma ni hablo. Pasan diez segundos y me quedo a oscuras hasta que el automatismo vuelve a funcionar. No me extraña que la gente orine fuera. Salgo y me lavo las manos. No hay donde secarse. Mejor, mi pantalón está más limpio.
De regreso a mi mesa, me como el almuerzo con parsimonia. Casi todo es lechuga, apenas una triste rodaja de tomate y un espárrago mustio. Me entretengo mirando por el ventanal. Una veinteañera discretamente hermosa pasa despacio. Dos turistas muy pálidos se vuelcan sobre un mapa. Cuatro latinoamericanos paran un taxi, pero el conductor se niega a llevarlos con gestos de desprecio. Dos hombres se cogen de la mano: uno lleva un aro en la nariz y ropa de aire post-punk; el otro, impoluta camisa blanca y aspecto de haber nacido persona de orden. Veo algo más lejos una tienda de compraventa de oro que seguramente cerró hace años. Una prostituta poco llamativa se apoya contra la reja; pasa el tiempo y nadie se acerca, ella tampoco aborda a los transeúntes. La veinteañera vuelve a pasar, esta vez en dirección opuesta; pienso que no volveré al verla.
Como no estoy atento a la comida, parte de la lechuga se cae a la mesa; el plato es demasiado pequeño. No me atrevo a recogerla y comérmela.
Llamo para pagar. “Cinco con cuarenta”. Hago una cuenta rápida: 90 céntimos por palabra, tres antes, tres ahora. Debería dejar cinco céntimos de propina, para detergente, pero no lo hago. La camarera vuelve tras la barra y la tacañería verbal con los clientes se transforma en cháchara. A voces, claro. Desde la cocina se oye que alguien, también gritando, se caga en Dios.
Salgo. Hay una terraza en la que una muchacha rubia con el pelo recogido sirve con diligencia y tristeza. Encuentro sus ojos al cruzarnos y la dejo pasar. En su mirada azul hay cansancio acumulado. Intento que mi sonrisa le acompañe unos segundos.
La próxima vez comeré rollitos de primavera y pollo con almendras.
domingo, 11 de octubre de 2009
DE PERFIL
Algunos amigos me invitan a Facebook. Nunca me apunto. Veo que dicen cosas acerca de sus gustos en unas pocas líneas. Pero yo necesito más espacio para explicar algo medianamente bien o para hacer un listado aceptable de lo que me agrada. Así que, en lugar de adjuntar mi triste ridiculum vitae, ahí va un listado de lo que prefiero, lo que me estremece de placer y me da la alegría de vivir. A esto se le llama a menudo “mi perfil”; será porque siempre salimos de lado, incompletos. O sea, de verdad.
Comer acompañado de mucha gente. Cenar acompañado de poca gente. Desayunar con una sola persona. Cocinar para alguien.
La poesía. Luis García Montero. Aleixandre. Benjamín Prado. Ángel González, Ana Rossetti.
La lectura en general. La novela detectivesca: Mankell, Donna Leon, Larsson, Lorenzo Silva, Petros Márkaris, Conan Doyle... Descubrir autores y explorarlos: Sándor Márai, Irene Nemirovski, Imre Kertész, Murakami… Algunos clásicos: Borges sobre todos ellos. Y siempre Albert Camus y su compromiso con la verdad: su prosa desnuda me deja perplejo y rendido.
Pasear por Madrid a cualquier hora. Mejor en primavera. Sus teatros. Perderme.
Mi hijo.
Viajar. Praga, Venecia, Lisboa y el barrio de Alfama al atardecer. Los fados y el silencio del Tajo. El ritmo lento. La melancolía, esa alegría por estar triste, como dijo Victor Hugo.
El whisky de malta. Con hielo. En vaso ancho. Viernes por la noche.
Amigos. Pocos.
El cine. Blade Runner, Doce hombres sin piedad, Casablanca, Matar a un ruiseñor, El Sur… Películas raras con subtítulos. Las cervezas que vienen después.
Wim Mertens, Lito Vitale, Michael Nyman. Jacques Brel. Madredeus, Rodrigo Leao. Pat Metheny, Norah Jones. Leonard Cohen.
El buen humor. La inteligencia. La ingenuidad.
Las personas buenas, las que te ayudan por nada. Las que inyectan alegría en tus problemas. Las que escuchan sin prisa. Las que se dejan querer. Las que no temen a la vida.
El deseo.
Comer acompañado de mucha gente. Cenar acompañado de poca gente. Desayunar con una sola persona. Cocinar para alguien.
La poesía. Luis García Montero. Aleixandre. Benjamín Prado. Ángel González, Ana Rossetti.
La lectura en general. La novela detectivesca: Mankell, Donna Leon, Larsson, Lorenzo Silva, Petros Márkaris, Conan Doyle... Descubrir autores y explorarlos: Sándor Márai, Irene Nemirovski, Imre Kertész, Murakami… Algunos clásicos: Borges sobre todos ellos. Y siempre Albert Camus y su compromiso con la verdad: su prosa desnuda me deja perplejo y rendido.
Pasear por Madrid a cualquier hora. Mejor en primavera. Sus teatros. Perderme.
Mi hijo.
Viajar. Praga, Venecia, Lisboa y el barrio de Alfama al atardecer. Los fados y el silencio del Tajo. El ritmo lento. La melancolía, esa alegría por estar triste, como dijo Victor Hugo.
El whisky de malta. Con hielo. En vaso ancho. Viernes por la noche.
Amigos. Pocos.
El cine. Blade Runner, Doce hombres sin piedad, Casablanca, Matar a un ruiseñor, El Sur… Películas raras con subtítulos. Las cervezas que vienen después.
Wim Mertens, Lito Vitale, Michael Nyman. Jacques Brel. Madredeus, Rodrigo Leao. Pat Metheny, Norah Jones. Leonard Cohen.
El buen humor. La inteligencia. La ingenuidad.
Las personas buenas, las que te ayudan por nada. Las que inyectan alegría en tus problemas. Las que escuchan sin prisa. Las que se dejan querer. Las que no temen a la vida.
El deseo.
jueves, 8 de octubre de 2009
PARA EMPEZAR
Una canción de Franco Batiatto y una postal explican el nombre de este blog.
La canción (pedante y pretenciosa, vale) habla del valor del desarraigo, del relativismo de los que viajan y conocen otros modos de vivir y ser feliz. O yo quiero escucharla así. Habla de exiliados, viajeros y curiosos. Del eros, que es búsqueda, ansia, un almanaque con el mes próximo siempre a la vista.
Hoy comienzo este blog. Sé que tiene algo de exhibicionista, pero todos lo somos de algún modo. Algunos amigos me conocen bien, y no les sorprenderá. A otros tal vez. Pero así podremos charlar erráticamente mientras tomamos café y pensamos que estamos juntos. Y también me permitirá pensar en voz alta, y dejar que sea al alma la que tome la iniciativa mientras Pascal vence a Descartes por una vez (les raisons du coeur, of course).
Eso es todo. Tratadme con cariño. Os espero. Deseo que las conversaciones que tendremos hagan ciertos estos versos de Luis García Montero. “…y nunca las palabras / sintieron tanto orgullo delante del silencio”.
La canción (pedante y pretenciosa, vale) habla del valor del desarraigo, del relativismo de los que viajan y conocen otros modos de vivir y ser feliz. O yo quiero escucharla así. Habla de exiliados, viajeros y curiosos. Del eros, que es búsqueda, ansia, un almanaque con el mes próximo siempre a la vista.
La postal la envié hace muchos años a un amigo desde Teruel, donde trabajaba. Le hizo gracia que la leyenda dijese: “Plaza del Torico. Place du Torico. Torico Square”. También a mí. Una plaza tiene algo de ágora (aunque haga mucho frío en ella, como en la de Teruel). Convoca a los amigos que llegan por calles adyacentes desde lejanos domicilios. Suele tener confortables bares donde hablar sin prisa. Y allí nos encontramos, como ahora, desde este espacio infinito y próximo. Vinimos; nos iremos. He tenido la suerte de viajar y de conocer gente. De quererla.
Eso es todo. Tratadme con cariño. Os espero. Deseo que las conversaciones que tendremos hagan ciertos estos versos de Luis García Montero. “…y nunca las palabras / sintieron tanto orgullo delante del silencio”.