No han sido
pocas las ocasiones, en los últimos meses, en las que he tenido que tratar con
personal sanitario. Por asuntos propios o de familiares, que eso no es el
objeto de este post.
Médicos (y
médicas). Enfermeras (aquí siempre en femenino). Auxiliares (también mujeres,
siempre mujeres).
Vaya por
delante que no dudo de la competencia profesional de ninguno de ellos. Siempre
me ha parecido que sus conocimientos eran los adecuados. Otra cosa es la comunicación con los
pacientes o los familiares de los pacientes. Aquí hay de todo.
Debo citar a
un par de médicas de esas que antes se llamaban de cabecera (y que ahora son de
atención primaria, vaya por Dios). Ambas profesionales competentes, con años de
experiencia, de las que dan atención personal, sin prisas, sin asignar a cada
paciente esos 4-5 minutos que les
corresponden (por eso no entiendo a los que se indignan por el “retraso”
pero reclaman su cuarto de hora, lo
que retrasa más aún a los siguientes), sino lo que el caso precise.
También he tenido
que tratar con especialistas. Sin que esto que digo tenga valor de ley, cuanto
más conocimientos, más modestia. He oído en boca de algunos de ellos frases
como “No estamos seguros”, “No puede saberse”, “No hay seguridad en los
resultados”, “La medicina no puede ofrecerles garantías”. A otros ni les he
llegado a comprender y temo que mis cuitas les han interesado poco, un paciente
más, qué digo, un caso más en la
vorágine del día a día. Son los que ven enfermedades y no enfermos, los que han
confundido la necesaria autoprotección frente al sufrimiento ajeno con la
plastificación hasta el retiro. Eso: ojalá se retiren, cuanto antes.
Son esos
tipos a los que pareces importunar en su estatus de poder y conocimiento, seres que se arropan con
distancia, terminología especializada y soberbia que no sé si esconde
ignorancia o simple amargura vital. Son ésos que no acaban de contestarte
cuando preguntas, que ni te miran, que no te explican, que no te invitan a
sentarte, no te dan la mano, no te miran a los ojos. Son los que emplean el
tiempo en rellenar papeles y auscultar
el ordenador, pero no son capaces de explicar cómo era el rostro de su enfermo,
su expresión, su angustia. Dios haga que les toque pronto la Primitiva y se
quiten de enmedio.
No sé qué se
podría hacer, siempre oigo eso de que hay que aumentar la educación y la
formación, bla, bla, bla. Pero, del mismo modo que hay que dar las gracias a
los buenos profesionales, también habría que hacer público este desdén y esas
prisas (que, por cierto, no suelen darse cuando hay abundante dinero de por
medio en la oportuna consulta privada), y debería tener consecuencias para
ellos. Porque la enfermedad es un estado de desvalimiento en el que necesitamos
algo más que un sabedor de los mecanismos del cuerpo. Necesitamos algo más que
el diosecillo que pasa por la cama del hospital, mira informes, da
instrucciones, se sabe rodeado por los mires…
y ni siquiera tiene unos segundos para encontrarse con los ojos del enfermo,
menos aún con los de los familiares angustiados.
A ésos les
mandaré algún día a mis amigos del lumpen y al primo de zumosol (es metáfora, huelga decirlo). Y a los otros
unos cuantos ramos de flores y mi gratitud infinita, ya que no puedo subirles
el sueldo. Y ojalá exista Dios y reparta capones, diarrea y caspa torrencial
entre los primeros y lo que le plazca al maravilloso grupo de los segundos, los
que llenan de sentido y contenido la expresión “Seguridad Social”. Les pagan lo mismo que a los otros, pero en
absoluto son lo mismo.
El cometido
del personal sanitario no es precisamente la reparación de simples máquinas
llamadas cuerpos. Tal vez no todos vieron la tele ese día en el que Barrio Sésamo explicó la diferencia
entre un cuerpo y una persona. Menos mal que algunos, en la clase de Filosofía,
sí atendieron cuando el profesor de turno explicó la ética kantiana: deber, autonomía,
fin en sí mismo, dignidad.
Para Iris.
Espero su próxima incorporación al personal sanitario.