La últimas tres semanas de diciembre me resultan estresantes,
no consigo liberarme de esta sensación. Trabajamos a contrarreloj diez o doce días
y, cuando terminamos, llega el estrés de Navidad. De Guatemala a Guatepeor.
Primero el sonsonete de la lotería, con ese aroma a No-Do y a
país pobre, y a gente a la que se obsequia con un dinero extra mientras los
demás (unos cuantos cientos de miles) siguen en paro. Por supuesto, no me ha
tocado ni la pedrea, ni siquiera una mísera devolución.
Inmediatamente después, las últimas compras para las comidas
redundantes. Porque siempre se te olvida algo. Y ves que no eres el único; es
más, que unos cuantos centenares de personas se agolpan en la cola del pescado,
con lo que echas la tarde. Lo peor es que se agolpan también en los pasillos,
se ponen a hablar con los carritos atravesados, dejan las cestas como trampas
en las que vas tropezando y maldices en varios idiomas. Cuando estás en la caja
para pagar, tres horas después, una ancianita te pide que la dejes pasar porque
sólo lleva… Mejor lo dejamos.
Mientras haces la cena para muchas personas te llegan
multitud de mensajes. La mayoría los agradezco; otros son de una cursilería
insoportable, pero también los agradezco, aunque hayan sido enviados a todos
los contactos, entre los que parezco encontrarme. Algunos te los mandan
personas a las que no soporto, pero me obligo a ser educado. Algunos con los
que sí me gustaría intercambiar unas palabras no dan señales de vida; como soy
de trato áspero en estas fechas, espero que den ellos el primer paso, pero a
última hora les mando yo un mensaje. Hay quien no me contesta, me duele, pienso
que será por algún motivo.
Llega la cena de Nochebuena. Excesiva, pesada. La sigue una
mala digestión, demasiado vino. Me levanto regular y me pongo con un desayuno
habitual (el café no me cae bien) y pienso en la comida mientras intento que la
cocina recobre su aspecto diario. Imposible. En cuatro horas otra vez comilona,
sin solución de continuidad. Y en Nochevieja/Año Nuevo lo mismo. Qué absurdo.
Mientras me ducho pienso en los libros que tengo a medias.
Todas las Navidades me asalta una obsesión ridícula por cerrar balances. Y
constato entonces que tengo varios libros sin terminar. Me espera Construyendo Babel, que tengo en el bidé;
conozco al autor (Hilario Rodríguez): es una biografía bibliográfica; aún no sé
si me gusta. Debajo está La torre herida
por el rayo, muy arrabalera (o
sea, de Fernando Arrabal). Y, más abajo, Eichmann
y el Holocausto, de Hannah Arendt, que no me está llegando, a lo mejor
porque me cabrea esa colección de textos incompletos de clásicos del
pensamiento, que ha publicado con mal criterio Taurus. También tengo casi a
punto un cómic de Corto Maltés, que leo sin excesivo entusiasmo. En el Kindle voy
por el 76% de Crónica del pájaro que da cuerda al
mundo, de Murakami (al que le sobran ¿páginas?), y que no me dará tiempo a
terminar, porque por todas las noche me abalanzo sobre el mejor libro de este
año, Libertad, de Jonathan Franzen,
un tocho de 667 páginas, recién concluido, tras devorarlo con la pasión de
un adicto (merece un post). Si acabase todos ellos, este año habría leído
43 libros, dos menos que en 2011. Me hago mayor. O leo libros más gordos.
Me esperan, para dar la bienvenida al 2013, Las correcciones, del mismo Franzen, Los enamoramientos, de Javier Marías, y
un libro de Alejandro Gándara, Falso
movimiento, del que hablaba muy bien Hilario Rodríguez en el suyo, del que
sólo me queda el epílogo.
Cuando se vaya la familia tengo que lavar sábanas y toallas. Tampoco
debo olvidar mover las camas y mirar detrás y debajo, siempre se dejan algo,
recorrer en silencio la casa por fin limpia y ordenada (varias horas de
trabajo) y sonreír bobaliconamente. Uf.
Porque apetece volver a la normalidad, poner coladas con
frecuencia no diaria, recoger las pelusas cotidianas y hacer la lista de la
compra con cosas corrientes como cebollas, patatas o el papel higiénico (nunca
el de oferta, en eso no hay que ahorrar).
Y las horas del día me permitirán leer despaciosamente con la
calefacción a la temperatura que me gusta mientras veo que la luna crece hasta
reventar.
Es poco tiempo, enseguida llega el tren rápido de fin de año,
las compras de Reyes que ni he pensado aún. El centro comercial abre los
domingos, pero no pienso ir (cuestión de principios).
Dos días, apenas. Sólo dos. Qué estrés.
PD: La última foto es del blog: http://javiercoria.blogspot.com.es/2012/09/lugares-para-leer.html. Hay otras fotos preciosas que os gustarán.