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domingo, 29 de agosto de 2010

IMPRESIONES DE PARÍS


Temo escribir sobre París. Incurrir en tópicos es muy fácil, demasiado. Pero el riesgo no impide que me atreva a equivocarme.

Hay ciudades que tienen aroma, como Estambul. En París hay cine, palabras, historia, arte filosofía. Es una ciudad impresionista, es decir, hay que verla primero de cerca y después desde la distancia. En París está Camus, y también Brel, Rohmer, Descartes, Voltaire…

Hay puestos de libros a la orilla izquierda del Sena, en uno de los cuales compré L’amour et l’Occident, de Denis de Rougemont, que perdí en una mudanza (o alguien no me devolvió). Luce mucho, aunque mi nivel de francés está muy lejos de poder leer con fluidez un ensayo sesudo.

Comí un cuscús (¿cómo se escribe correctamente?) en Montmartre y galetes en el Marais. Vi en este barrio fascinante un establecimiento de pizza kosher (¿qué demonios será eso, si se me permite casi blasfemar?).

Hice casi todo lo que se espera de un turista. Pero también miré mucho a la gente, en el metro, por la calle. Vi parejas de distinto color, muchas, y mujeres muy hermosas de cualquier edad y procedencia. Lo siento si parezco un viejo verde: lo soy. Cerca del Centre Pompidou una joven llevaba uno de esos vestidos que sólo se ven en las pasarelas, altiva, delgada, con más superficie de pecho a la vista que oculto (ahora que caigo, no era como en las pasarelas: tenía vida en los ojos).

Fui al cementerio Père Lachaise, que no conocía. Allí vi, entre otras, la tumba de Edith Piaf. Pensé en ti, Clotho. En una zona, agrupadas, esperaban los terribles -por necesarios- monumentos funerarios que recuerdan el horror de los campos de concentración y a los republicanos españoles. Debo hablar con calma de este lugar. En otro momento.

París me pareció una ciudad de bicicletas municipales y de parejas que llevaban a parques y plazas una botella de vino, dos copas y un mantel y se miraban a los ojos; eso no se llama botellón ni tiene sentido prohibirlo.

Hice fotos absurdas, o no tanto. Boletus se rió de mí. Le dije que era para escribir sobre ellas, porque no quiero que mi memoria borre esos instantes. Y lo haré. Son fotos de mala calidad que intentan captar instantes de vida. Porque París es también la gente, los nómadas y los indígenas. Los que buscan el eco de un recuerdo o la posibilidad de un encuentro. Los que van a la compra y tiran la basura esquivando turistas. Los que simplemente buscan su vida y sustento.

Olvidé este verano tan difícil, tan cansado. No quise pensar más que en esa ciudad y sus calles. Cerré los ojos a menudo. Recobré el ansia por un cine y una música que siempre me han gustado pese a la murga de lo anglosajón.

Y pensé que no tenía sentido la pureza de lo parisino, con sonidos españoles que buscan un restaurante marroquí a la salida de un monumento en el que les ha atendido un senegalés, al igual que a una japonesa que viajaba sola y a dos italianos que le decían algo en un idioma parecido lejanamente al inglés.

Me sentí bien. París me pareció impresionista. Y mestizo.

martes, 17 de agosto de 2010

DE COMPRAS EN IKEA

Llego a Ikea a la hora de comer y tengo hambre. Albóndigas suecas, que no se parecen en nada a las de la abuela. Estoy solo en una mesa demasiado grande. Qué triste. A Ikea vienen familias, muchas parejas jóvenes, bastantes gays. No pertenezco a ninguna de esas categorías y por eso estoy comiendo solo en una mesa demasiado grande. En la caja me ha atendido un muchacho, muy joven. Parece que aquí es un mérito tener menos de 25 años. Los empleados trabajan deprisa. Al poco tiempo los he clasificado en dos grupos: los de mirada ausente y lo que no. Supongo que los primeros acumulan cansancio, infinitas horas de trabajo, sueldos poco acordes con el esfuerzo y mucha presión de sus jefes inmediatos (que a su vez serán presionados por los suyos). Pero está el otro grupo, con sus mismos problemas y necesidades, pese a lo cual llevan la sonrisa puesta. Hablo de una sonrisa natural, no aprendida en un cursillo rápido y prendida falsamente al rostro.


“Que tenga un buen día”, me ha dicho Manuel, el cajero, cuando me ha devuelto el dinero del cambio por la comida. “Tú también”, he contestado, y de inmediato me he sentido estúpido. Yo tendré un buen día, él probablemente no, intercambiando dinero con personas que, en la mayor parte de los casos, no miran, no contestan, no agradecen. Pero ahora, sentado mientras engullo la tercera albóndiga, pienso que sí tendrá un buen día, porque la alegría la pone él, porque ha decidido hacer de ese trabajo rutinario algo que merezca la pena. Y esas palabras le sacan de la alienación de la caja, el ticket y las vueltas. “Que tenga un buen día”: no es mucho, pero es más de lo que los antropoides saben decir. Me miraba a los ojos, yo no era únicamente alguien que se dejó 6,05 € en el restaurante. No, por un instante fuimos dos personas que se desearon un buen día.


Le miro desde mi cuarta albóndiga. Su ridícula gorra es demasiado
pequeña y la lleva ladeada. Qué importa. Seguro que algún jefe tarugo le llama al orden, un estreñido que no entiende más que de balances y objetivos. Este muchacho es educado, sincero, se gana el sueldo y no está de más en la vida.


Estoy con la quinta albóndiga cuando me dicen: “Disculpe, señor”. Una latinoamericana me solicita espacio para pasar con un montón de bandejas utilizando un castellano cantarín. Me aparto, claro. La sigo con la mirada. Una familia le pregunta algo unos pasos más allá. Veo su sonrisa y los brazos que señalan. “Gracias”, dice el padre. “No hay por qué darlas”, responde ella. ¿Cuánto cobrará, cuántas horas aquí haciendo un trabajo aún más rutinario que el cajero, quién la espera después?


Hace tiempo trabajé en un hipermercado. Alguna vez, mientras colocaba conservas de atún o botes de tomate en las baldas, un cliente pedía algo que no encontraba. Me echar
on una bronca por responder pormenorizadamente, incluso por acompañar o alcanzar una mercancía demasiado alta. “Los productos se venden solos”, me dijo el amargado que tuve como jefe. Creo que las grandes superficies han corregido ya esos errores. Necesitamos ojos y palabras. Una sonrisa del personal de limpieza y una inflexión amistosa en el tono de voz de un cajero son la imagen permanente de una marca, de un comercio. Y venden, claro que sí.


Sólo compré una vela aromática, un escurrecubiertos, dos sillas, un blíster de pilas alcalinas y un par de bombillas de bajo consumo. Pero con la sexta albóndiga ya estaba escribiendo este post.

miércoles, 11 de agosto de 2010

LIBERTÉ, ÉGALITÉ, FRATERNITÉ

Los doctrinarios siempre hablan a los demás como si fueran sus alumnos o sus siervos. Quien es humano lo hace como un hermano a otro hermano. De hombre a hombre.

Stefan Zweig: Castelio contra Calvino. Conciencia contra violencia, ed. Acantilado, pág. 175.

sábado, 7 de agosto de 2010

EN LA PLAYA


Durante los largos años de la infancia, la playa era el modo natural de pasar el verano. Vuelvo ahora, mucho tiempo después, renuente al principio. Pero descubro cada julio o agosto un plácido bienestar, una falta de actividad que me hace redescubrir la semántica de la palabra vacaciones.

Llevo sombrilla, bolsa con fruta y libro, silla, toalla, móvil, gafas de sol, protector solar y unas dosis inagotables de pereza.

Algunos días no me baño. Pero paseo siempre. La playa es el más barato, más democrático y más sencillo de los placeres. Sólo me molestan algunas cosas. Por ejemplo, el empeño de tanta gente en jugar a las palas al borde del mar. Tampoco me gusta el desorden de ciertos niños asilvestrados cuyos padres parecen haber renunciado a inculcarles lo que en otro tiempo se llamó urbanidad. Me molesta especialmente la suciedad, que nunca falta: la gente va a la playa y come y bebe y fuma, y a menudo allí quedan los restos y las sobras, las papeleras están tan lejos…; algunos incluso entierran superficialmente los restos, deben creerse civilizadísimos.

En el haber, el gran invento del MP3, que nos ha ahorrado el sonsonete de la Pantoja o las horterísimas canciones del verano. Otro elemento positivo, que es una forma de respeto epidérmico (en los dos sentidos de la palabra), es ese precepto que podríamos llamar “vaya usted como le dé la real gana”. Pues eso. Bañadores, bikinis, tangas, slips, toplesses, zonas nudistas… Gordos y flacos, tiburones marcapaquetes, siliconadas, corrientitos, adolescentes, ancianos, latinos,niños con pañales, madres jóvenes, desteñidos, algún que otro profesor de filosofía… Me gusta especialmente ver cómo hay personas reconciliadas con su cuerpo, que no dudan en exhibir kilos de más, tallas desmesuradas de pechos que hace tiempo perdieron la firmeza, o al revés, que nunca fueron más allá de una discreta 80. Porque los hombres casi nunca hemos tenido esos reparos; es un clásico el paseante con bigotazo y tripa cervecera, orgulloso de sí y burlón de ésos que han pasado el invierno en el gimnasio en vez de dedicarse a practicar el único deporte que conocen: el levantamiento de vaso.

Me gusta especialmente la transformación en la estética de las embarazadas: hace poco aún ocultaban su vientre prominente con mucha tela. Bañadores para embarazadas, no se esperaba otra cosa. Hoy pasan en bikini, orgullosas de su tripa, el ombligo hacia fuera, la sutil línea recorriendo su abdomen. Alguna se atreve a mostrar sus pechos. Demasiada belleza para puritanos y meapilas. Recuerdo una joven que paseaba su preñez hace un año y casi espero verla de nuevo. Llevaba la vida en el rostro, el futuro en su sonrisa.

Hoy luce amenazadora la bandera roja. Doy mi diario paseo y después cojo el voluminoso libro de Arturo Pérez-Reverte. Me quedan aún 400 páginas. A la sombra, sin prisas.

Qué placer.

miércoles, 4 de agosto de 2010

DIGNIDAD


-Si no debes defenderlo, ¿por qué lo defiendes?

-Por varios motivos -contestó Atticus-; pero el principal es que si no lo defendiese, no podría caminar por la ciudad con la cabeza alta, (...) ni siquiera podría ordenaros a Jem y a ti que hicieseis esto o aquello.

-¿Quieres decir que si no defendieses a ese hombre, Jem y yo ya no deberíamos obedecerte?

-Eso es, poco más o menos.

-¿Por qué?

-Porque ya no podría pediros que me obedecieseis. (...)

-¿Ganaremos el juicio, Atticus?

-No, cariño.

-Entonces, ¿cómo...?

-Simplemente, el que hayamos perdido cien años antes de empezar no es motivo para que no intentemos vencer -respondió Atticus.


Harper Lee: Matar un ruiseñor, ed. Z, págs. 116-117.