-Una vez le
pegué a un tipo. La única vez en mi vida. Pero no me imagino atizándole a una
mujer.
-¿Por qué le
diste? –preguntó Brunetti. (…)
-Fue en el vaporetto (…). Había un hombre a mi
lado, a la izquierda, y delante de él había una niña pequeña. Bueno, no tan
pequeña, porque debía de tener unos trece años; de todos modos, no dejaba de
ser una niña. Cuando él pensó que no lo miraba nadie, se inclinó hacia un lado,
le puso la mano en el culo y apretó. Pero no quitó la mano. Yo me fijé en la
cría, una chavalita muy guapa que llevaba puesto un vestido. Era verano, así
que era fino. (…) La niña lo miró, pero él sonrió y no apartó la mano. Estaba
asustada; avergonzada, incomodísima. (…) Así que le aticé un puñetazo en el
estómago. (…) Se quedó doblado, y cuando tenía la cabeza a la altura de mis
rodillas, me agaché y le dije: “Si vuelves a hacerlo, te mato,” -Suspiró-.
Nunca había hecho algo así; nunca había perdido el control de esa manera.
-¿Qué hizo él?
–preguntó Brunetti.
-Se bajó en la
siguiente parada y no he vuelto a verlo nunca más.
-¿Y la chica?
A Rizzardi se
le iluminó la cara.
-Me dijo:
“Gracias, signore”, y sonrió. (…)
Nunca me había sentido tan orgulloso de mí mismo como en aquel momento. (…) Sé
que debería avergonzarme, pero no.
-¿Volverías a
hacerlo? -quiso saber Brunetti.
-Sin ni
siquiera pensármelo –respondió el doctor, y se echó a reír.
Donna
Leon: El huevo de oro, ed. Seix
Barral, páginas 173-174