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jueves, 15 de octubre de 2009

ALMUERZO EN MADRID



Muchas personas que no dirían de sí mismas que son xenófobas jamás entran en un restaurante chino. “Son sucios”, dicen. “A saber qué te dan, rata o perro”, añaden. Sin embargo, no tienen ningún problema con los bares “nacionales”, los de toda la vida. Seguramente es porque allí los suelos brillan como patenas y las albóndigas que ponen son de toda confianza.

Hacen bien en estar preocupados, nunca se sabe. Recuerdo esto, que todos hemos oído tantas veces, ahora que estoy comiendo un sándwich vegetal y una cañita en un bar de Madrid. Presume de llevar abierto desde 1902. Su nombre es mejor olvidarlo. Han tardado diez minutos en venir a atenderme. “Qué le pongo”, ha sido todo lo que me ha dicho la oronda camarera. Cinco minutos después un antropoide de apariencia casi humana ha dejado (casi arrojado) la cerveza en mi mesa. Sin decir nada. Otros cinco minutos y llega el sándwich. Voy a los servicios antes de empezar. El pomo de la puerta está pegajoso. Se enciende la luz al entrar, la escasísima luz que ilumina un lugar donde alguna vez tal vez alguien limpió algo. Del aroma ni hablo. Pasan diez segundos y me quedo a oscuras hasta que el automatismo vuelve a funcionar. No me extraña que la gente orine fuera. Salgo y me lavo las manos. No hay donde secarse. Mejor, mi pantalón está más limpio.

De regreso a mi mesa, me como el almuerzo con parsimonia. Casi todo es lechuga, apenas una triste rodaja de tomate y un espárrago mustio. Me entretengo mirando por el ventanal. Una veinteañera discretamente hermosa pasa despacio. Dos turistas muy pálidos se vuelcan sobre un mapa. Cuatro latinoamericanos paran un taxi, pero el conductor se niega a llevarlos con gestos de desprecio. Dos hombres se cogen de la mano: uno lleva un aro en la nariz y ropa de aire post-punk; el otro, impoluta camisa blanca y aspecto de haber nacido persona de orden. Veo algo más lejos una tienda de compraventa de oro que seguramente cerró hace años. Una prostituta poco llamativa se apoya contra la reja; pasa el tiempo y nadie se acerca, ella tampoco aborda a los transeúntes. La veinteañera vuelve a pasar, esta vez en dirección opuesta; pienso que no volveré al verla.

Como no estoy atento a la comida, parte de la lechuga se cae a la mesa; el plato es demasiado pequeño. No me atrevo a recogerla y comérmela.

Llamo para pagar. “Cinco con cuarenta”. Hago una cuenta rápida: 90 céntimos por palabra, tres antes, tres ahora. Debería dejar cinco céntimos de propina, para detergente, pero no lo hago. La camarera vuelve tras la barra y la tacañería verbal con los clientes se transforma en cháchara. A voces, claro. Desde la cocina se oye que alguien, también gritando, se caga en Dios.

Salgo. Hay una terraza en la que una muchacha rubia con el pelo recogido sirve con diligencia y tristeza. Encuentro sus ojos al cruzarnos y la dejo pasar. En su mirada azul hay cansancio acumulado. Intento que mi sonrisa le acompañe unos segundos.

La próxima vez comeré rollitos de primavera y pollo con almendras.

2 comentarios:

  1. Recuerdo una vez, en los tiempos de leyenda de la facultad, que fuimos a comer a “un chino” y alguien comentó, ante tu voracidad, que debías de tener una pierna hueca. Yo no suelo ser xenófobo en los días impares (tampoco en los pares), quizás por eso me gusta la comida china en los días pares (también en los impares). Y en las fiestas de guardar.

    La hostelería carpetovetónica suele ser impresentable, así que no sé por qué las pían tanto los monofagocitadores de tortilla de patata y otros manjares del lugar.

    Estoy seguro de que a la rubia azul la acarició tu mirada toda la noche.

    Venga unos rollitos de primavera…, y una riña de tigre y dragón.

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  2. Anoche cené en un restaurante chino y esta mañana estaba algo pesado. Ya no hay voracidad en el comer. Permanecen y brotan otras voracidades. No echo de menos el pasado que, como todo el mundo sabe, siempre es... pasado.
    Y la belleza. A veces aparece en una mirada, una palabra. Y tiene mucho de no-ser, de tránsito y ausencia, no permanece más allá de ese instante en el que le fue concedido el relámpago de lo que hay pero ya no. Nunca más volveré a verla, nada le dije.Eso es todo.

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