Doy largos paseos al atardecer. En uno de ellos, cansado ya, he decidido sentarme en un banco de la Calle Mayor a leer El placer de vivir (libro del que hablaré otro día). En un instante en que he levantado los ojos no para mirar sino para pensar lo leído, me ha alcanzado el ruido vitalísimo de cuatro adolescentes. Una de ellas era T., veinte años antes, con sus mismos ojos iluminados por la sonrisa. Era ella, pero antes. Antes de que llegara la perra vida y la mala gente, antes de los desprecios y de los apuñaladores de la ilusión.
Estoy a punto de acercarme al grupo, solicitar unos segundos de su tarde de verano y banalidad para pedirle que no se deje vencer. Le contaría que conozco a T., veinte años después, que sigue regalando al mundo sus brillantes ojos oscuros y sus palabras sin contaminar.
Acabo de leer en el libro lo que dice André Comte-Sponville: “conocer la propia debilidad es una fuerza”.
Niña, no te rindas.