
Me voy a dormir mientras escucho la radio y la enfermedad me
distancia de la discusión sobre las consecuencias de la identidad. Mientras me
cepillo los dientes se me ocurre que el nacionalismo es una forma política (y
con cierto peligro, palabra que constituye una potencialidad, no un daño
objetivo) de platonismo. Y así, con los piños desbordando espuma (no es rabia
perruna, lo juro), llego a la conclusión de que Hume tenía razón, que la
identidad es una ficción metafísica que solo hilvana la memoria, una creencia
sin fundamento lógico, cosida con los hilos de sentimientos y recuerdos. Un
supuesto.
Cierro la puerta del cuarto de aseo y aún escucho tenuemente la maravillosa voz de mi vecina cantado en árabe algo que tiene aires de música pop.
Cierro la puerta del cuarto de aseo y aún escucho tenuemente la maravillosa voz de mi vecina cantado en árabe algo que tiene aires de música pop.
Antes de meterme en la cama oigo a destacados líderes hablar en
el idioma del país al que no quieren pertenecer. Algunos también hablan otros
idiomas. Y se me ocurre antes de arroparme que también eso es su identidad, y
tal vez la mía, que comprendo el catalán, lo leo, y hasta lo hablo a
trompicones si la ocasión lo exige. Pero sin orgullo ni prejuicio. Así, tal
cual, con naturalidad.
Seguramente es que no comprendo la cosa, tal vez porque dejé
de ser platónico al abandonar la adolescencia. Y luego me hice kantiano, de
esos de la crítica y las condiciones de posibilidad y la universalizabilidad del
imperativo categórico y la paz perpetua. Y luego algo nietzscheano, bastante
camusiano y muy de Zweig, Orwell y tantos otros. O sea, que la identidad, de
refilón y epidérmica. A lo mejor es que lo mío es un chop suey identitario, un
charneguismo nómada. Qué se yo.
