
Aristóteles escribió en su
Metafísica esta frase asombrosa: “Nosotros, los platónicos”. Cualquiera diría que se trata de un error: Aristóteles puso patas arriba el pensamiento platónico; desarrolló una filosofía de corte “empirista” que hoy podría llamarse sin rubor ciencia. Y todo esto frente a la teoría de las ideas de su maestro. Frente a él, pero desde él. Pues ser un discípulo no es ser un seguidor ciego sino ir más allá de aquél que te enseñó.
He pensado mucho en esta frase. Y en mis maestros. Ahora que los profesores de media España estamos revueltos por las finanzas cochambrosas de los que no han entendido lo que significa enseñar, más aún. He estado en alguna que otra manifestación. Conozco a unos cuantos de los profesores que allí estaban: nada que ver con el radicalismo antipepero, son estupendos profesionales. Otro día hablaré de los que no lo son, porque hoy toca loa y agradecimiento.
¿Quiénes fueron mis maestros, ésos de los que tanto aprendí y a los que debo respeto pero no obediencia? No hablo de todos aquellos cuyos libros he leído, sino los que estuvieron ante mí, en un aula, presencialmente (pues nada puede sustituir la presencia de un buen maestro). Dejo aparte a doña Paula, que me enseñó a leer: nadie puede estar en desacuerdo con semejante regalo. El resto… de algunos me acuerdo. Otros fueron tan anodinos que he olvidado incluso su nombre.
De Joaquín Cruz (Ximo) aprendí el amor por las palabras. A disfrutar leyendo. En sus clases oí por primera vez estos nombres mayúsculos: Valle-Inclán, Cortázar, Poe. Nunca le dimos las gracias. Fue el más grande en mis cuatro años de Instituto.
En la Universidad tuve suerte. Haré como Nietzsche, y olvidaré a los que no fueron profesores, sino funcionarios, tipos que pasaban por clase. Mencionaré a los otros por orden de aparición, como en las películas.
De Román de la Calle aprendí el método y la seriedad: la filosofía no es charlatanería; en sus clases escuché el nombre de Umberto Eco y una frase que repito a menudo a mis alumnos: “Lean, lean ustedes hasta quemarse los ojos”. Poco después necesité llevar gafas. El primer examen que hice en la Facultad fue con él, el día 25 de febrero de 1981, dos días después de aquello. No encontró un motivo de peso para aplazarlo…
Casi todo lo que sé de ética se lo debo a Adela Cortina. Dos cursos, infernal el primero, mi único suspenso en un parcial (muy merecido, sin duda). Tuvimos que leer a Aristóteles y a Kant, pero también a la Escuela de Frankfurt, a Rawls, a Nocick… O sea, todo lo importante. El examen más largo de la carrera -y el último- lo hice con ella. Seis horas con pausa para comer.
De Mercedes Torrevejano aprendí la pasión, incluso la teatralidad, la entrega a algo tan complejo como la metafísica. Nos enseñó a leer críticamente, a analizar e investigar, a esforzarnos por escribir filosóficamente. Lo que pudimos estudiar con ella… Lo que aprendimos.
Don José Montoya era un torrente de sabiduría. Sabía hacer interesante todo lo que decía. Nos hubiéramos quedado en su clase hora tras hora, sabía tanto, lo explicaba tan bien… Nos hizo escribir mini-tesis y fue la primera vez que me sentí satisfecho con lo que había escrito. Me dio la única Matrícula de Honor que tengo en mi expediente. Y era la prueba de que las clases magistrales no son malas: sólo hay que tener un maestro delante.
Don Fernando Montero era pálido de piel y enrojecía cuando se apasionaba en clase, que era siempre. Una vez echó a dos elementos, en cuarto curso. Cuánta vergüenza ajena, a Don Fernando no se le hace esto. Murió poco después de jubilarse. A veces decíamos que chocheaba, qué imbéciles éramos algunos. No he tenido otro profesor con tanta frescura, que pensase ante nosotros, que discutiese con los clásicos de tú a tú. Y en directo, para nosotros. Mereció una ovación cerrada que no le dimos y hasta que le hiciésemos la ola el último día de clase.
Don José Sanmartín, Jeckyll y Hyde: era feliz en el aula y parecía permanentemente enfadado con el mundo fuera de ella. De él aprendí que no podemos vivir de espaldas a la ciencia, que la filosofía vive y palpita en contacto con otros saberes, que la filosofía no es un fósil sino un saber en el mundo presente.
Hubo más (Llinares, Valdés, Nico…). También lo merecen, pero será otro día. Éstos son los que siempre recuerdo. Es innecesario añadir que toda selección es subjetiva.
Como Aristóteles, debo gratitud a mis maestros. Pero no obediencia.
Gracias pues.