Yo hice la mili en Infantería, hace muchos años. Mis recuerdos son casi todos malos. Pero hoy quiero recordar a algunas personas.
En primer lugar, a un teniente endiosado en su soberbia. Pese a ello y a que era un militarote de manual, dio por su cuenta y riesgo un permiso de quince días a un soldado que pidió esos días porque su novia estaba embarazada y se tenían que casar. Quien tenía que concederlos lo denegó y escribió: “Que se case un sábado”. El teniente, cada mañana, recibía las novedades del sargento: estamos todos salvo dos enfermos y el soldado X. Este oficial, a su vez, se dirigía a su superior y le decía que sin novedad, solo faltan a formación dos soldados enfermos. Se la jugó, el soldado volvió quince días después.
En segundo lugar, al capitán que vino algunos meses después, un tipo culto, bien formado, deportista, casado con una profesora. Muchas veces le escuché decir que parecíamos un ejército de Pancho Villa, que la única salida era el ejército profesional. Apenas se relacionaba con sus compañeros oficiales, pasaba las tardes haciendo deporte o leyendo y me confesó que no probaba el alcohol. Una tarde, antes del protocolario desfile, me dijo que claro que amaba a España, pero que antes amaba a su mujer y a su familia. Era un tipo honrado, un poco fuera de juego en esa España que conocí en esos años. Una noche recibió una bronca del teniente coronel porque, en lugar de poner a los soldados a ver un partido, los hizo salir de maniobras nocturnas. Comparto su idea de patriotismo y admiro su profesionalidad. Una vez me tuvo que echar un chorreo (como lo llamaban allí); lo merecí, lo hizo sin faltarme al respeto, sin gritos.
También quiero destacar a dos brigadas, trabajadores, honestísimos, con un poco de mal genio que a mí me hacía gracia, porque era producto de la voluntad de hacer bien las cosas que tropezaba con la falta de medios y con la explicable pereza de los soldados a cargo, obligados a tareas que no querían hacer, alejados de sus hogares y de su vida corriente. De uno, el brigada Albarracín, ya hablé en un post anterior.
Tuve un sargento maravilloso, un tipo que no levantaba nunca la voz, enamoradísimo de su mujer, que rechazaba el ofrecimiento que le hacían a menudo de ir de putas. Corría maratones. Respetaba la autoridad, pero se le notaba en los ojos que él haría las cosas de otra manera, a menudo le tocaban oficiales ineptos. Un hombre bueno, otro más de esos que quieren hacer las cosas bien y que honran a su profesión.
No he olvidado el Himno de Infantería, que aprendí entonces. Cada 8 de diciembre doy la lata a la familia. No soy de los que se emocionan con himno y bandera, pero tampoco hago ascos a algo que debería ser de todos y no solo de los de lanzan vivas y arribas a España y luego son viles ciudadanos. Precisamente, la ciudadanía es lo que creo importante: derechos y deberes, no gritos y consignas huecas.
El post de hoy era un homenaje a esos hombres buenos, a esos profesionales cuyo patriotismo entiendo y en gran parte comparto. Fue un año muy malo para mí, un año de secuestro, pero intento no ser sectario y agradezco a esas personas sus buenos oficios; algo aprendí de ellos. En otros solo vi maldad, resentimiento, violencia y sectarismo, pero hoy no quiero recordarlos.
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