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jueves, 25 de febrero de 2021

OASIS

Me levanto pronto. Relativamente pronto, las siete no es madrugar. Me gusta ducharme por la mañana, despacio. Cuando no había pandemia me afeitaba antes de ir al curro; ahora me permito la licencia de hacerlo cada dos o tres días.

Esa hora del silencio me tranquiliza, aunque últimamente no mucho, porque la bola de cemento en el estómago no se va, pero en esa placidez con la que el día arranca parece que todo es más dulce y despacioso. Desayuno con la radio puesta, pero no la escucho. Abro las ventanas y el frío seco me recuerda que soy afortunado: tengo calefacción y en mi trabajo también hay, aunque estemos siempre con ventanas abiertas.

Saco el coche del garaje y paso al lado de un tipo que lleva a su hijo muy pequeño a la guardería. El individuo va fumando y, por supuesto, sin mascarilla. Veo más allá a otros dos hablando, con los perros tirando de las correas. Mascarilla bajada, uno de ellos fuma también, muy cerca del otro.

Hay varias rotondas hasta mi trabajo. Siempre tengo que tener mucho cuidado. Lo de cómo entrar y salir de ellas algunos aún no lo saben. Vamos a ver: tiene prioridad el que está dentro y se sale siempre por el carril exterior, no es tan difícil. Pues todos los días frenazos y sustos. Y ay de ti como les digas algo. Hoy voy detrás de un pelao que no ha hecho ni una bien y que ha entendido que un stop es solo una sugerencia. Cuando llega a la última rotonda se para en medio, ¡se para! porque allí está la panadería y no va a aparcar bien cincuenta metros más adelante, él no. Me obliga a subir a la isleta, maldigo en arameo, a él le tiene sin cuidado. Él para allí y sale altanero del coche con gesto de porque yo lo valgo.

He leído, y lo repito a mis alumnos, que la sociedad funciona porque hay una mayoría de personas que sí cumplen las normas. De lo contrario, el pelao y todos los demás infractores (no digo delincuentes, que también, simplemente personas a las que las normas de convivencia se la soplan) no podrían vivir; es más, viven bien porque se benefician de esa sociedad en la que algunos -muchos- cumplen los mínimos.

Llego a clase. Hay examen. Mis alumnos, este grupo al menos, son muy amigables, incluso adoptables. No todos, claro. En mi crónica crisis profesional hay oasis y en la sociedad en la que habito también, unos cuantos. Por eso resulta soportable y a menudo grata.

Pero temo que son pocos y tengo la sensación (no sé si subjetiva) de que cada vez son menos. Y me inquieta.



https://www.youtube.com/watch?v=4PthV0GxTQg



Procedencia de las imágenes:

https://www.google.com/search?q=rotonda&rlz=1C1JZAP_esES825ES825&sxsrf=ALeKk03dK5aHq8FrMWyLnI1UTPAEH201LA:1614271197436&source=lnms&tbm=isch&sa=X&ved=2ahUKEwjJgq3qvIXvAhVRasAKHQ25AvcQ_AUoAXoECBMQAw&biw=1211&bih=536#imgrc=dNKI3d9_hbSnxM

http://www.navartur.es/viajes/festival-de-los-oasis-en-tozeur.htm

sábado, 6 de febrero de 2021

SABER COSAS


Hoy he hablado con una buena amiga, de esas a las que ves con escasísima frecuencia pero con la que siempre tienes sintonía. De todo un poco; de la enfermedad, cómo no. Del trabajo, que compartimos, aunque yo tenga unos cuantos trienios más que ella.

La cosa ha derivado a la serie Merlí, que no me gusta nada, aunque a ella sí. Dice estar enganchada. Pero en el desacuerdo amistoso hay algo en lo que sí estoy de acuerdo: Merlí habla de filosofía, dice cosas de filosofía. Y ello nos ha llevado a este tema. Entre los docentes los hay que saben muchísimo, torrentes, cataratas de conocimientos, océanos. Hay otros que saben lo justito, apenas su asignatura y casi nada de lo demás. A mí esto me escandaliza y me extraña, me cuesta comprender que uno se conforme con esa minúscula parcela de realidad. Es que a mí lo que más me gusta es saber cosas. Y, como se deduce de lo anterior, cuanto más sabes más consciente eres de todo lo que ignoras, infinitud inabarcable que necesitaría un millón de vidas para rascar una ínfima parcela de lo que es posible conocer.

Me gusta mucho hablar con esos compañeros que saben de lo que yo no sé. Me gusta también cuando me preguntan y me conceden competencia en lo mío -tengo el síndrome del impostor desde que empecé a dar clase-. Lo mejor son esos momentos en los que nos juntamos la de Matemáticas, el de Lengua, la de Inglés, los de Historia, el de Física y la de FOL, que estudió Derecho pero dice que no es abogada. Pocos trabajos tienen esta posibilidad: tomar café juntos y alguna comida de vez en cuando, muy de vez en cuando. De hecho, hace casi un año que no nos reunimos. Y lo echo de menos. Porque, como les dije un día a mis alumnos, a mí lo que más me gusta en el mundo es saber cosas.

Pero tenemos una ministra y unos asesores cantamañanas, expertos en la nada absoluta, que quieren acabar de un plumazo con el saber enciclopédico, la memoria y todas esas cosas que constituyen el conocimiento. O sea, que quieren acabar con la inteligencia y, de paso, con esas personas (profesores, estudiantes) empeñados en saber cosas. Ese peligro.



Procedencia de las imágenes:

https://conceptodefinicion.de/saber/

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