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miércoles, 13 de marzo de 2024

NO NOSTALGIA


No soy nostálgico. Tampoco el título de este post responde a balbuceos del teclado.

Hace no demasiado volví a la ciudad en la que viví mi infancia y adolescencia. Tenía tiempo y recorrí sus calles.

Vi un barrio de casas que en el pasado fueron más que humildes. La mayor parte habían sido restauradas y parecían otra cosa. En algunas se habían instalado algunos negocios: una agencia de viajes, un negocio de uñas y un despacho de abogados, entre otros. Me gustó el cambio.

El colegio donde cursé la EGB estaba cerca. No había cambiado demasiado, aunque se veía más lustroso. El recreo había terminado hacía poco y aún se oía el estruendo de la chiquillería por las escaleras. A nosotros nos hacían formar y subíamos en silencio. Eso sí, ya no se cantaba el «Cara al sol» y se rezaba a criterio del profesorado al comienzo de las clases. O sea, poco.

Cerca de la escuela estaba mi casa, un edificio de tres portales, dos plantas con doce viviendas en total. No quedaba ni rastro. Lo demolieron hace tiempo y en el solar se yergue un espantoso edificio. Tampoco es que fuera maravilloso el que fue mi domicilio.

A pocos metros había unos chalets de gente bien. Allí seguían, incluso mejor que entonces, todos impecables. Recuerdo que en uno había un árbol con una rama gruesa de la que colgaba un columpio. Ya no hay columpio ni árbol: solo césped muy cuidado. En uno de esos vivió una novia que tuve, ignoro si sigue habitando en esa casa, sus padres seguramente habrán fallecido. Hace más de veinte años que no sé nada de ella y tampoco tengo deseos de saber.

En los alrededores vivían dos amigos de infancia, de los que tampoco sé nada desde hace décadas. En casa de uno olía siempre a sopa y a algo que no he sabido identificar pero que me desagradaba profundamente. Su madre estaba siempre enfadada y gritaba. El otro era hijo de un guardia civil y vivía en la casa cuartel. Ambos eran niños silenciosos, educados, incluso un tanto temeroso el primero.

A sus domicilios no me he acercado. He ido en otra dirección, una avenida que comienza con un bar en el que me recuerdo de niño alguna vez, con mi padre, que me mandaba enfrente a comprar el periódico en un quiosco, en el que también adquiría chicles y barras de regaliz. No hay rastro de ellos.

Más abajo estaba la gestoría donde trabajaba mi padre y que desapareció hace muchísimos años. La gestoría, también él: lo recuerdo al pasar por la calle, inclinado sobre unos papeles, concentrado. Me gustaba ver su firma.

A veces me llevaba a un bar-restaurante que había justo al lado. Recuerdo que la dueña era una mujer que entonces me parecía mayor, muy elegante, con un nombre evocador, que era el del local. Descubrí con cierta decepción que el local tomaba el nombre de la calle en la que estaba ubicado. Tampoco existe ya.

Justo enfrente hay una iglesia. A mediados de los setenta, pero con Franco aún vivo, vi las primeras pintadas de mi vida: eran elogios a Falange Española y había también un dibujo de José Antonio, el mismo que presidía, junto con el crucifijo y el retrato del caudillo, la pared de todas las aulas. Confieso que aquello me inquietó.

A unos metros había una especie de supermercado para empleados de una gran industria. Fui una vez con mi madre, con el carnet de una amiga. Era inmenso y los precios más baratos que la tienda de ultramarinos en la que comprábamos. Mi madre llevó botellas vacías para llenarlas de aceite de oliva, algo que hoy resulta raro, inconcebible, incluso ilegal. Ese establecimiento debió cerrar hace mucho; a través de alguna ventana rota se ve el interior: devastado, pintarrajeado, con el techo cayéndose.

Pared con pared había un local en el que se tomaban copas y se bailaba, en verano en los jardines. Entonces era lo más chic y supermoderno. Aún funciona, con aire muy decadente.

Veo negocios que entonces ni imaginábamos: bares de copas, de tapas, una panadería artesana, una terraza que ha reciclado sabiamente un quiosco de periódicos…

Camino de casa, paso por un local de un partido político abandonado (el local y el partido), por el BBVA que sigue al pie del préstamo hipotecario, antes solo Banco de Vizcaya, por una bodega de rancio abolengo que ha remodelado con estilo la hija del dueño, por el bar (cerrado y en venta) en el que tomé mi primer Martini, por el lugar en el que hubo un cine y hoy es una tienda de ropa, por el otro cine que hoy es un bingo…

Cuando ya estaba acabando el instituto y empezando la carrera, iba a menudo a un disco-bar. Todos acudíamos allí. Unos años después, cuando ya me había marchado de esa ciudad, me dijeron que el dueño lo había vendido porque su pareja murió. El lugar agonizó unos años. La última vez que estuve lo regentaban unos jovencitos sin la menor idea del negocio. Cambiaron el nombre y no funcionó. Iba mucho con esa novia del chalet. Allí nos besamos como si no existiera nadie más, también en un pub oscuro que ahora es un restaurante chino.

Regreso a casa. Tuve otro amigo que puso un negocio. Paso por delante: está cerrado y el cartel que propone su venta ha perdido el color. No echo de menos a ese amigo que seguramente no lo era tanto.

 

Releo lo que he escrito y parece que es un relato nostálgico de mi pasado. No es así. Me ha gustado volver y no. Se vive siempre hacia el futuro. No soy nostálgico.



Procedencia de la imagen:

https://neopraxis.mx/5-consejos-para-evitar-los-efectos-negativos-de-la-nostalgia/

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