Salvo el silencio,
todo es olvido.
Decía Carlos Boyero en El País del día 23 de octubre que Leonard Cohen “es simplemente Cohen, un género, un estado de ánimo”, alguien que sólo es parecido a sí mismo. Del mismo modo que ciertas marcas sustituyen al producto al hacerse con la propiedad de la cosa, algunos cantantes no son parte del folk, del pop o del rock, sino un sello inconfundible, autorreferenciales. Da igual que tengan 20 años que 70, que su voz haya adelgazado o que siga tronando.
No es casualidad que empezase este verano la serie “Canciones del no-verano” con este autor. Por alguna razón que desconozco, me llega al alma. Me entristece su música, me atrapan sus letras íntimas y cosmopolitas, desnudas y generosas.
Hace un par de años escribí un pequeño relato a partir de una canción suya, “Suzanne”, que me parece -junto a “Ne me quitte pas”, de Jacques Brel- el tema de amor más devastador y más bello que he oído. Me sigue apeteciendo ponerla en el coche mientras conduzco solo.
Le han dado un Príncipe de Asturias de las Letras que no sé si merece (¿cómo se merece ese galardón?), me da lo mismo. En una conversación me decía CrisC que le gustan esos premios porque tienen un aire de autenticidad que no ve en otros. Este año, además, los bomberos japoneses, Gebresselasie, Riccardo Mutti. ¿Qué más se puede pedir? Y qué discurso, nada de palabras huecas: el agradecimiento al español suicida que le enseñó los primeros acordes con la guitarra.
Me ha quedado un post errático, a trompicones. En realidad sólo quería decir que me gusta Leonard Cohen y que me alegro de verlo tan feliz, porque es alguien que lleva surcos de dolor sobre la piel y acordes de memoria en esa voz que va pareciéndose cada año más a sí misma.
http://www.youtube.com/watch?v=L1fpjmQo_Nk
http://www.elpais.com/articulo/Pantallas/Cohen/elpepirtv/20111023elpepirtv_1/Tes
Aunque parezca una frivolité, me he acordado de esto hace unos días. Ponía a mis alumnos de 2º de la ESO la estupenda película Antz, subversión pura en dibujos animados. Al final, cuando la colonia de hormigas está a punto de morir ahogada, consiguen escapar. Sin embargo, el general pide a sus subordinados que los maten “por el bien de la colonia”. “La colonia somos nosotros”, dice Z, el líder. Que es como decir: el pueblo somos nosotros y no un concepto grandilocuente y vacío. El pueblo, o es algo más concreto y material, esto es, gente corriente, comida y vivienda, afectos, aficiones, o es una peligrosísima idea en nombre de la cual pueden ejercerse todo tipo de atropellos.
Hace pocas semanas estuve en Berlín. Nos contó el guía que, unos días antes de la caída del muro, se manifestaba cada vez más gente en la zona oriental. Mientras su gobierno se autoproclamaba popular, el pueblo, ignorante de tales desvelos, iba por otros derroteros. De modo que, cuando fueron creciendo en número, empezaron a corear: “Nosotros somos el pueblo”, es decir, no una idea, no un destino, sino personas comunes.
Antes de irme de Alemania pasé por delante de su parlamento. No pone “Congreso de los Diputados” o “Asamblea Nacional”, sino “El pueblo alemán”.
Mit zwei Eiern.
Sábado, a esa hora en la que la tarde se va confundiendo con la noche. Córdoba es una ciudad hermosa y paseable, un pelín ruidosa -como todas- cuando le da por decir que es fiesta, y que hay que celebrarla en la calle, con un par de buenos altavoces y mucha gente hablando a voces. Callejeamos, mirando con parsimonia esos patios llenos de geranios y del rumor del agua. Decidimos que tenemos hambre y buscamos despaciosamente un lugar para calmar los apetitos. En una de las terrazas se agrupan personas que se quieren: sólo una mano basta para sujetar el tenedor, mientras la otra acaricia la mano de ella o de él, alguien da a probar un calamar a otra boca, a la que no importaría la entidad del alimento. Me llama la atención una pareja: no hay aún nada en su mesa; ella mira hacia su derecha; él, erráticamente hacia el cielo o hacia la nada. Sin mucho fundamento, una vez los hemos dejado atrás, le digo a mis acompañantes: “les queda un mes”. Medio se enfadan, medio se ríen. Que por qué, que qué sé yo. Y no lo sé, en efecto: sólo sé que no se miraban, más aún, que sus ojos se rehuían, que no deseaban acortar ese espacio ni darse a probar puerilmente los alimentos. Sé que imaginé que se darán besos funcionariales y que tal vez hagan el amor sin deseo y con costumbre, que fugazmente se cruzarán entonces sus ojos y sabrán dolorosamente lo que ya saben. Sé en ese instante que puede ser esta noche o en un año: “les queda un mes”, insisto. No tengo derecho, no es un juicio. Sólo constato la tristeza en la distancia, todo el aire que cabe en unos centímetros. O será que conozco bien ese modo de no mirar.