Cuando estoy contigo el dragón duerme.
El tiempo es un lamento por el tiempo
y ese dragón me nutre, como sabes,
del discurrir confuso de la vida,
que es avara y veloz, vilano en vuelo,
secuencia de presagios que se incumplen,
de anhelos que al cumplirse se degradan.
Ese dragón habita, como has visto,
la caverna en que danzan unas sombras
que a ciegas configuran sus quimeras,
el círculo ilusorio de un submundo,
y que en ese danzar van consumiéndose.
Pero duerme el dragón si estoy contigo.
Ese dragón, ya sabes, que profana
la inocencia del día que amanece,
el templo constelado de la noche;
ese dragón que hiere por herirse,
que sólo sabe herir, porque está herido.
(¿Nunca oíste sus pasos si llegaba?
¿No oíste nunca sus pasos cuando huía?)
Ese dragón, en fin, que a solas tiembla,
que ruge en soledad como quien llora,
que daña su razón con laberintos,
que enturbia laberintos con razones.
Pero si estás conmigo el dragón duerme.
Ya conoces al monstruo.
Ten piedad.
Felipe Benítez Reyes: "A propósito de la llamada vida interior", poema contenido en La misma luna, ed. Visor, págs. 37-38.
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domingo, 27 de diciembre de 2009
jueves, 17 de diciembre de 2009
EL FINAL DE 'EL NOMBRE DE LA ROSA'
En 2010 se cumplirán 30 años desde que se publicó en italiano El nombre de la rosa. Poco después se rodó la película. Siempre se dice eso de que los libros son mejores. Pues depende. Los buenos libros son mejores que las malas películas y las buenas películas son mejores que los libros malos. Obvio. Y hay algún caso en el que las películas son tan buenas como los libros.
Un caso paradigmático es El nombre de la rosa. Nada nuevo que añadir sobre el texto en el que está basado el film. Pero el final que Jean-Jacques Annaud rodó no es el de Umberto Eco, ni siquiera en su espíritu. Eco concluye con una frase en latín que explica e interpreta semiológicamente la novela (¿o algo más que novela?): “Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa prístina nomine, nomina nuda tenemus”.
Por el contrario, en la película el final es completamente distinto. Vuelve a aparecer la campesina, personaje menor en la narración escrita, en el momento en que Adso y Guillermo parten después del incendio y ella los espera en un recodo del camino. Se trata de un recurso que parece demasiado fácil, una concesión excesivamente comercial. Sin embargo, creo que hay aquí una lección de cine -de gran cine- porque la cámara lo dice todo, no es necesario el diálogo con palabras (el cine no es literatura, su lenguaje es otro); la escena se desarrolla en un magistral juego de miradas apenas subrayado por la susurrante voz en off de Adso. La campesina le mira pidiendo angustiosamente que la lleve con él, que la saque de la pobreza y del hambre, incluso que la convierta en su concubina, pues todo ello es preferible a tener que ceder su cuerpo a malolientes frailes a cambio de despojos. Adso se detiene, la mira a su vez, duda. Guillermo también se detiene, sus ojos le recuerdan la obligación del monje que aún ha de aprenderlo todo, pero también hay en esa mirada la comprensión del franciscano que hubiera entendido, casi que hubiera envidiado. Y Adso mira a uno y a otra, duda radicalmente, de un modo casi existencial… y parte tras su maestro que va desapareciendo entre la bruma, tomando su camino sin exigir, invitando.
Concluye el Adso anciano que narra la historia que la ha recordado todos los días de su vida, pese a lo cual nunca se arrepintió de su decisión, excepto, tal vez, de no haber sabido nunca… su nombre.
Su nombre. En Doce hombres sin piedad conocemos a los personajes como número uno, número ocho, etc. Al final de la película, los dos más relevantes, fuera de la sala de deliberación, se preguntan su nombre. En El último tango en París, tras una larga historia de sexo aparentemente desprovisto de amor, los dos intérpretes se preguntan su nombre.
Su nombre.
Un caso paradigmático es El nombre de la rosa. Nada nuevo que añadir sobre el texto en el que está basado el film. Pero el final que Jean-Jacques Annaud rodó no es el de Umberto Eco, ni siquiera en su espíritu. Eco concluye con una frase en latín que explica e interpreta semiológicamente la novela (¿o algo más que novela?): “Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa prístina nomine, nomina nuda tenemus”.
Por el contrario, en la película el final es completamente distinto. Vuelve a aparecer la campesina, personaje menor en la narración escrita, en el momento en que Adso y Guillermo parten después del incendio y ella los espera en un recodo del camino. Se trata de un recurso que parece demasiado fácil, una concesión excesivamente comercial. Sin embargo, creo que hay aquí una lección de cine -de gran cine- porque la cámara lo dice todo, no es necesario el diálogo con palabras (el cine no es literatura, su lenguaje es otro); la escena se desarrolla en un magistral juego de miradas apenas subrayado por la susurrante voz en off de Adso. La campesina le mira pidiendo angustiosamente que la lleve con él, que la saque de la pobreza y del hambre, incluso que la convierta en su concubina, pues todo ello es preferible a tener que ceder su cuerpo a malolientes frailes a cambio de despojos. Adso se detiene, la mira a su vez, duda. Guillermo también se detiene, sus ojos le recuerdan la obligación del monje que aún ha de aprenderlo todo, pero también hay en esa mirada la comprensión del franciscano que hubiera entendido, casi que hubiera envidiado. Y Adso mira a uno y a otra, duda radicalmente, de un modo casi existencial… y parte tras su maestro que va desapareciendo entre la bruma, tomando su camino sin exigir, invitando.
Concluye el Adso anciano que narra la historia que la ha recordado todos los días de su vida, pese a lo cual nunca se arrepintió de su decisión, excepto, tal vez, de no haber sabido nunca… su nombre.
Su nombre. En Doce hombres sin piedad conocemos a los personajes como número uno, número ocho, etc. Al final de la película, los dos más relevantes, fuera de la sala de deliberación, se preguntan su nombre. En El último tango en París, tras una larga historia de sexo aparentemente desprovisto de amor, los dos intérpretes se preguntan su nombre.
Su nombre.
viernes, 11 de diciembre de 2009
LOS LÍMITES DE LA TOLERANCIA
Hace pocos años escuche una conferencia de Fernando Savater con este mismo título. Saqué de ella dos conclusiones. En primer lugar, que la tolerancia consiste en aceptar activamente lo que es distinto y hasta opuesto a nuestro modo de concebir el mundo. La segunda es que la tolerancia tiene límites, porque de lo contrario se convierte en desidia e indiferencia, y los intolerantes acaban poniéndonos la bota en la cara.
Unas semanas atrás mi hijo me hizo una pregunta sobre religión, a la que contesté como pude, advirtiéndole de la necesidad de respetar las creencias de los demás. “Pero es que ellos no respetan las nuestras, y se burlan, y nos dicen que estamos equivocados”, me contestó.
He pensado en ambas cosas desde entonces. Creo que mi hijo tiene razón. Es una actitud muy extendida entre algunas personas religiosas la de saberse poseedores de la verdad, y la de mirar a agnósticos o ateos con desprecio o, como dicen a veces, con misericordia. “En el fondo creerás en algo”, “Todo el mundo cree en Dios, aunque lo niegue”… Son cosas que oímos a menudo, aunque sea innecesario decir que no hablo de todos los creyentes, ni siquiera de muchos creyentes, sino sólo de algunos creyentes. Eso sí, muy ruidosos.
Unas semanas atrás mi hijo me hizo una pregunta sobre religión, a la que contesté como pude, advirtiéndole de la necesidad de respetar las creencias de los demás. “Pero es que ellos no respetan las nuestras, y se burlan, y nos dicen que estamos equivocados”, me contestó.
He pensado en ambas cosas desde entonces. Creo que mi hijo tiene razón. Es una actitud muy extendida entre algunas personas religiosas la de saberse poseedores de la verdad, y la de mirar a agnósticos o ateos con desprecio o, como dicen a veces, con misericordia. “En el fondo creerás en algo”, “Todo el mundo cree en Dios, aunque lo niegue”… Son cosas que oímos a menudo, aunque sea innecesario decir que no hablo de todos los creyentes, ni siquiera de muchos creyentes, sino sólo de algunos creyentes. Eso sí, muy ruidosos.
Así que, ahora que estamos en la enésima estúpida polémica, esta vez a costa de los crucifijos en las aulas -como si éste fuera el problema de la educación-, me gustaría pedir lo que no debería ser necesario: que toleren de verdad nuestra vida como algo que no es inferior, desviado ni reconducible. Pues no es que no tengamos fe, es que no sabemos de qué nos hablan. No es que no queramos saber nada de Dios, es que no sabemos nada de Dios. No es que no queramos creer, es que no sabemos creer. Nos basta ese incompleto aliado al que llamamos razón, no tenemos más, sólo somos humanos; nada menos.
No tenemos, desde luego, nada en contra de la fe (que es privada), ni siquiera de la religión (que es pública), pero no hay que ser más tolerante con ellos de lo que son con nosotros: la tolerancia ha de ser bidireccional; de lo contrario lo que se genera es intolerancia. Y sólo es posible generar tolerancia si se es intolerante con los intolerantes; nunca si se es tolerante con ellos.
Quiero decir con todo esto que las religiones no han sido nunca tolerantes, no pertenece a su naturaleza. Si hoy lo son -algunas- es porque no tienen más remedio, no por vocación. Y, cuando se les recuerda que hay cosas que deben cambiar, ponen el grito en el cielo (nunca mejor dicho) y se quejan de que la religión, su religión, está perseguida en España. Pues no, no es persecución el hecho de que se elimine algún que otro privilegio que sólo el paso del tiempo puede hacer pasar por natural e inviolable. Hay quien debe ceder más porque es el otro el que ha cedido siempre. Así, por ejemplo, no es un hecho de tolerancia que los no creyentes permitan que haya crucifijos en las escuelas, sino un hecho de intolerancia que los creyentes los impongan a todos. De igual modo sería intolerante que pusiéramos carteles como “Dios no existe” y pidiéramos tolerancia para que los creyentes aceptasen tal cosa día tras día.
Leamos a Locke. Leamos a Voltaire.
viernes, 4 de diciembre de 2009
BRAGAS Y LIBROS
Con el cariz que tomó el último post, parecía necesario éste.
Hace unos días que Olga me mandó esta estupenda y sugerente fotografía. Merecía ser incluida en la segunda entrega de “Boludeces”, pero creo que necesita cierta reflexión. Tiene enjundia.
En segundo lugar, la oferta: por el precio de tres bragas te llevas un libro. Y qué libro. El de la izquierda es Elegía en Astaroth, de Ángel García López, que obtuvo con este texto el Premio Nacional de Literatura 1973. O sea, que por unos pocos euros te llevas tres bragas espantosas y un Premio Nacional de Literatura. No está mal. El de la derecha no acierto a distinguirlo, pero pertenece a la misma colección, por lo que por la compra de seis bragas tenemos dos libros de poesía. Gran oferta.
Me estoy acordando de la magnífica película The reader. En ella, una mujer entrada en los cuarenta seduce a un muchacho, que consigue encamarse con ella a base de palabras. En una escena, él tiene urgencias sexuales y ella le para los pies: “Primero lee, después haremos el amor”, le dice. Nos la imaginamos en el mercado, llenando el cajón de bragas de colores y sobre el lecho dos libros de poesía para que su amante lea y le llene el cerebro de ese afrodisiaco irresistible que son las palabras, especialmente las que se dicen al oído, únicas, las que aguantan el embate de lo ridículo y lo cursi. ¿Qué importa entonces dónde compró la ropa interior y cuál fue su precio? No hay gran diferencia entre la piel de una mujer y el mejor de los versos. Lo importante es que el poeta escriba para ti, lo esencial es que esa piel no es cualquiera, sino precisamente la suya, la que llenará de calor tu boca y de palabras tu garganta.
Otra opción maravillosa sería que la FNAC, la Casa del Libro o la Cuesta de Moyano hicieran lo mismo, pero al revés: por la compra de un libro regalamos tres bragas. Aumentaría el número de lectores, así como el número de visitantes a estos establecimientos: “No, si yo vengo por los libros”, dirían. Sí, ya. Y luego en casa: “Cariño, he comprado unos libros”. “¿Cuántos?, pregunta ella. “Dieciocho”, responde él. “¿¡Y ese montón de bragas!?”, replica ella, entre curiosa e indignada. “Pues no te lo vas a creer, es que…”, balbucea él, sin saber cómo salir del jardín en el que se ha metido.
Pues eso, que bragas y libros. Necesidades básicas. No hay nada raro en la foto si lo pensamos bien.
Nota final: leo en una página de internet que la foto la hizo Begoña Abad en el mercado de El Fontán de Oviedo. Justo es decirlo.
Hace unos días que Olga me mandó esta estupenda y sugerente fotografía. Merecía ser incluida en la segunda entrega de “Boludeces”, pero creo que necesita cierta reflexión. Tiene enjundia.
En primer lugar, debemos prestar atención a la cutrez de las bragas. Dios mío, las interioridades de las mujeres merecen algo más. No imaginamos a nuestras ninfas (no diré sirenas por razones obvias) con semejantes adminículos textiles. Imposible.
En segundo lugar, la oferta: por el precio de tres bragas te llevas un libro. Y qué libro. El de la izquierda es Elegía en Astaroth, de Ángel García López, que obtuvo con este texto el Premio Nacional de Literatura 1973. O sea, que por unos pocos euros te llevas tres bragas espantosas y un Premio Nacional de Literatura. No está mal. El de la derecha no acierto a distinguirlo, pero pertenece a la misma colección, por lo que por la compra de seis bragas tenemos dos libros de poesía. Gran oferta.
Me estoy acordando de la magnífica película The reader. En ella, una mujer entrada en los cuarenta seduce a un muchacho, que consigue encamarse con ella a base de palabras. En una escena, él tiene urgencias sexuales y ella le para los pies: “Primero lee, después haremos el amor”, le dice. Nos la imaginamos en el mercado, llenando el cajón de bragas de colores y sobre el lecho dos libros de poesía para que su amante lea y le llene el cerebro de ese afrodisiaco irresistible que son las palabras, especialmente las que se dicen al oído, únicas, las que aguantan el embate de lo ridículo y lo cursi. ¿Qué importa entonces dónde compró la ropa interior y cuál fue su precio? No hay gran diferencia entre la piel de una mujer y el mejor de los versos. Lo importante es que el poeta escriba para ti, lo esencial es que esa piel no es cualquiera, sino precisamente la suya, la que llenará de calor tu boca y de palabras tu garganta.
Otra opción maravillosa sería que la FNAC, la Casa del Libro o la Cuesta de Moyano hicieran lo mismo, pero al revés: por la compra de un libro regalamos tres bragas. Aumentaría el número de lectores, así como el número de visitantes a estos establecimientos: “No, si yo vengo por los libros”, dirían. Sí, ya. Y luego en casa: “Cariño, he comprado unos libros”. “¿Cuántos?, pregunta ella. “Dieciocho”, responde él. “¿¡Y ese montón de bragas!?”, replica ella, entre curiosa e indignada. “Pues no te lo vas a creer, es que…”, balbucea él, sin saber cómo salir del jardín en el que se ha metido.
Pues eso, que bragas y libros. Necesidades básicas. No hay nada raro en la foto si lo pensamos bien.
Nota final: leo en una página de internet que la foto la hizo Begoña Abad en el mercado de El Fontán de Oviedo. Justo es decirlo.
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