Hace un par de noches estuve en el Museo Francisco Sobrino, de Guadalajara. El Ayuntamiento ha programado una serie de actividades culturales para el verano (¡no todo es playa!) y en un patio de dicho museo tocaron Cheryl Walters Quartet y Javier Bruna. Poca gente, distancia, estupendo rato con una música que me gusta y de la que -como de todas las demás- no conozco nada salvo el estado de ensoñación estética que me produce.
Tras el escenario, una alta pared que daba a una calle más elevada. Un cristal inmenso en medio de dicha pared permitía ver a la gente pasar. Un preadolescente estuvo allí haciéndose selfis con gestos absurdos sin más interés por el jazz, únicamente la banalidad compartida con los colegas. Después, un padre con su hijo de unos cinco o seis años. El nene pegó la cara a la pantalla/cristal, luego se puso a bailotear y fue auténtico y divertido y pensé que era una pena que los músicos, de espaldas al cristal, no pudieran verlo. Y aquello fue un estupendo rato de felicidad: el niño, la música.