Que nadie tema. Los libros de Aristóteles están bien en sus
anaqueles. No voy a disertar sobre el asunto; bastante tienen mis
alumnos-rehenes (a los que el Altísimo agradezca su infinita paciencia).
Esto de hoy viene a cuento de un libro que acabo de leer. Se
titula Ética de urgencia, y es de
Fernando Savater, una especie -dice él- de actualización del célebre Ética para Amador. Lo malo es que es
un libro innecesario en el que no hay nada de la frescura ni de la hondura
filosófica que había en el otro, pese a que aparentemente se dirigiese a jóvenes.
No obstante, en la página 79 me encontré
con la siguiente frase:
“En una ocasión le preguntaron a Bertrand Russell
(…): ‘Si le dieran a escoger entre saber más o ser más feliz, ¿qué elegiría?’.
Y Russell respondió: ‘Es extraño, pero preferiría seguir aprendiendo’”.
Cualquiera de nosotros diría que, puestos a elegir, mejor los
dos: chocotajá, que decía mi abuela.
Pero llevo unos días pensando en ello: la felicidad es errática y caprichosa, de
límites difusos, necesita de los otros muy a menudo, se confunde con el
bienestar y a veces con el placer más sensitivo (es más, no sé si no son la
misma cosa); quiere durar sin conseguirlo, tiene vocación de horizonte, pero
genera frustración por lo difícil que resulta embridar el deseo. La felicidad
tiene mucho de objetivo borroso y por lo tanto imposible, pese a lo cual se nos
impone, o nos instala el recuerdo de su inexistencia con un nudo en el
estómago, un sueño que se empeña en no llegar o un quiebro en la voz.
Definitivamente, y si no puedo elegir chocotajá, creo que diría lo mismo que Russell.