Cuando escribo estas líneas estoy volando hacia Madrid. Son las 22:45 de un 20 de junio, noche cerrada, cielo completamente cubierto de nubes. El avión da sacudidas, algunas laterales, oigo crujidos metálicos. Nada grave, según parece, pues el personal de cabina sigue pasillo adelante, ofreciendo productos absurdos. Nadie parece asustado, sólo yo, que cierro los ojos y respiro metódicamente, como si fuera una embarazada en un curso de preparación al parto. Pasa una azafata (o auxiliar de vuelo, no conozco la diferencia), preciosos ojos, con el carrito de las bebidas, pero no veo el whisky y me da vergüenza pedir uno. Pienso que si de repente apareciese otro avión y chocasen en el aire, nadie sabría de nosotros ya, nadie encontraría la libreta en la que escribo, y este post no llegaría a ver la luz. Por los altavoces dicen algo en inglés que no entiendo. No parece, a juzgar por el tono, que sea una advertencia de peligro, tipo “Recen sus oraciones” o “Despídanse de sus seres queridos y no olviden incluir sus últimas voluntades en un SMS”. En efecto, ahora lo dicen en español: ofrecen unos cartones de lotería a los que los pasajeros hacen menos caso aún que a las turbulencias. Este avión parece la teletienda.
No puedo dejar de fantasear con peligros que no son racionales, pero que brotan de algo profundo: el miedo no puede ser otra cosa que irracional, por eso no se remedia con argumentos. Intento fijarme en la azafata de los ojos hermosos, que ahora sonríe artificiosamente, sin convicción, seguramente ha aprendido en un cursillo rápido para líneas de bajo coste. Qué queríamos por ese precio. De hecho, se ha olvidado y ahora fija la mirada en el vacío. ¿Está cansada o piensa en alguien? ¿Quién la espera? ¿Dónde? ¿Le gustará besar su nuca que exhibe con elegancia y gracia?
Mi hijo está a mi lado y se ríe de mí. Hace lo correcto, en una hora estaremos en nuestra cama y yo cerraré los ojos pensando en estos temores estúpidos: los aviones no se caen. Pero no puedo evitar obsesionarme: lo natural es estar abajo, no aquí. Y vuelvo a lo que ocurriría si el avión se estrellase. Alguien abrirá la puerta de mi casa y vaciará los armarios, tirará los yogures que compré el jueves porque habrán caducado. Y no planchará las camisas que esperan en el armario. Abrirá este ordenador, leerá algo; después, cansado, borrará todos estos años de trabajo y todas las palabras que he escrito vanamente.
Noto un nuevo movimiento brusco. El piloto (o el sobrecargo, qué ignorante soy) nos informa de que estamos iniciando la maniobra de aterrizaje. Voy a sobrevivir otra vez. Tendré que planchar mañana.