A menudo voy a la biblioteca municipal y me dedico a hacer catas. Me llevo libros o cedés de autores que no conozco o cuyos títulos me prometen algo. Por eso saqué de su estante El club de los faltos de cariño, de Manuel Leguineche. Qué hermoso título.
No había leído nada de él pero lo conocía por su labor periodística y por una entrevista que le hizo Sánchez-Dragó. Bueno, se la hizo Dragó a sí mismo con la presencia de Leguineche. Como de costumbre.
Tal vez debería tener un blog. Porque lo que escribe en este libro es casi un blog. Una sucesión de pensamientos, anécdotas, recuerdos e impresiones absolutamente subjetivas. Raro es que estos fragmentos tengan dos páginas; algunas constan de una línea. Es difícil no simpatizar con él, y con su estilo: sincero y sin cepos en la lengua. Pese a eso, amable y generoso. No pasa facturas.
El último fin de semana leí este “post” (que me perdone Leguineche), uno de mis preferidos:
“He prestado mi casa a amigos con urgencias de amor. Lo que nunca les perdonaré es que además de folgar se llevaran mis libros. (…) Tengo una lista de amigos que aligeraron mi biblioteca. Uno de ellos me dejó las bragas de su novia a cambio de llevarse las obras completas de Jack Kerouac. (…) El francés Maspéro, intelectual y dueño de una librería en París, estuvo a punto de quebrar porque los españoles le saqueaban la tienda. ‘Si por lo menos se leyeran los libros’, dijo melancólico”.
Entre las solapas del libro encontré un billete de tren: de Atocha a Villena, 6 de marzo de 2009. Tarjeta joven. Clase turista, no fumador. Aquí hay una historia, pensé. Pero de inmediato comencé a leer, y el billete me sirve desde entonces como marcapáginas. Además, acabo de colgar un post de trenes (“realismo ferroviario”, me gusta), así que otra vez será.
Leed a Manu Leguineche. Su cara es la del carnicero, la del dueño del bar. Pero qué libro.
No había leído nada de él pero lo conocía por su labor periodística y por una entrevista que le hizo Sánchez-Dragó. Bueno, se la hizo Dragó a sí mismo con la presencia de Leguineche. Como de costumbre.
Tal vez debería tener un blog. Porque lo que escribe en este libro es casi un blog. Una sucesión de pensamientos, anécdotas, recuerdos e impresiones absolutamente subjetivas. Raro es que estos fragmentos tengan dos páginas; algunas constan de una línea. Es difícil no simpatizar con él, y con su estilo: sincero y sin cepos en la lengua. Pese a eso, amable y generoso. No pasa facturas.
El último fin de semana leí este “post” (que me perdone Leguineche), uno de mis preferidos:
“He prestado mi casa a amigos con urgencias de amor. Lo que nunca les perdonaré es que además de folgar se llevaran mis libros. (…) Tengo una lista de amigos que aligeraron mi biblioteca. Uno de ellos me dejó las bragas de su novia a cambio de llevarse las obras completas de Jack Kerouac. (…) El francés Maspéro, intelectual y dueño de una librería en París, estuvo a punto de quebrar porque los españoles le saqueaban la tienda. ‘Si por lo menos se leyeran los libros’, dijo melancólico”.
Entre las solapas del libro encontré un billete de tren: de Atocha a Villena, 6 de marzo de 2009. Tarjeta joven. Clase turista, no fumador. Aquí hay una historia, pensé. Pero de inmediato comencé a leer, y el billete me sirve desde entonces como marcapáginas. Además, acabo de colgar un post de trenes (“realismo ferroviario”, me gusta), así que otra vez será.
Leed a Manu Leguineche. Su cara es la del carnicero, la del dueño del bar. Pero qué libro.