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miércoles, 25 de noviembre de 2015

MANDARINAS

Qué grandes es el desconocimiento. Hemos pasado por la universidad, tenemos un título, leemos, viajamos. Pese a eso, nuestra ignorancia en muchísimos campos es oceánica.

He visto Mandarinas, película de producción estonia que cuenta una historia ambientada en la guerra que tuvo lugar en Abjasia a comienzos de los noventa. No sabemos (yo, desde luego, no) donde está Abjasia, a quién se enfrentó, cuáles fueron las razones…

Es una película sencilla, con una cierta sensación de déjà-vu, y, al mismo tiempo absolutamente novedosa. Una narración sin grandes pretensiones, modesta incluso en sus 83 minutos, sobre lo que somos las personas en situaciones de intoxicación por odio que desembocan en guerras.

Dos amigos viven en una aldea que está en la zona de paso -y, por lo tanto, de conflicto- entre georgianos y abjasos, con mercenarios metidos en medio; y chechenos, rusos, estonios. Un complicado puzzle para un occidental.

Sin embargo, no es una película de guerra, aunque lo es. Esos amigos asisten a un enfrentamiento entre facciones, a consecuencia del cual dos heridos son recogidos y cuidados en casa de uno de ellos mientras el otro no encuentra ayuda para recoger sus mandarinas, mudos testigos, vida y color en medio de la sombra y la sangre.

Los convalecientes son enemigos. Se odian, se matarían. Sólo la convivencia necesaria y la palabra dada al dueño de la casa lo impiden. El final de la película, tenso, sorprendente, les unirá en la rueda del destino y en la condición humana.

Hay en esta película mucha ingenuidad y buenas intenciones; algún diálogo chirriante y mucho buenismo (en el mejor sentido de la palabra). Nada de esto me molesta. Hay una fotografía espectacular, una brillante banda sonora y, sobre todo, unos actores fuera de serie, de esos que llenan la pantalla con una mirada, con un gesto, que no sobreactúan, que están. Si la película es creíble no es por el guión (bueno, pero en absoluto novedoso), sino porque los actores le dan sentido y verdad.

Ahora que vivimos tiempos de maniqueísmo, de nacionalismo, de ellos y nosotros, de sectarismos, de identidades asesinas, de morir/matar en nombre de Dios, recomiendo vivamente la visión de Mandarinas.

En el Cáucaso hay mandarinas, quién lo diría, que ignorantes somos. Y en Estonia hacen cine, maravilloso (al menos esta muestra). Y hay actores y directores que no conoceríamos si no fuera por los festivales, por los cineclubes.

Mandarinas. Ved Mandarinas.

viernes, 20 de noviembre de 2015

JUSTIFICAR Y COMPRENDER

Hay cosas bastante elementales que no deberían tenerse que explicar.

Una de ellas es que un muerto vale lo mismo que otro muerto. Un niño sirio es igual de inocente que un viajero en los trenes del 11-M. El que limpiaba el piso 27 en una de las torres gemelas no vale más (ni menos) que los kurdos gaseados por Saddam Hussein. El periodista de Charlie Hebdo no merece distinta consideración moral que la madre nigeriana que compraba en el mercado. Las niñas secuestradas por Boko Haram no son mejores (ni peores) que el policía que murió el día anterior a la inauguración del Guggenheim…

No es preciso seguir.Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre”. Algo tan simple fue dicho por Stefan Zweig. Pero a muchos no les parece ni simple ni evidente. Y creen que los nuestros tienen derecho a matar a los otros (en nombre de Dios o de lo que sea). Quienes sean los nuestros o los otros es para mí un misterio insondable. Y una perversión del pensamiento.

Estos días -supongo que como casi todo el mundo- he pensado mucho en estas cosas del terrorismo, las guerras, el enfrentamiento entre culturas… Alguna cosa he dicho en mis clases. Y también fuera de ellas. Me he encontrado con gente muy visceral. Algunos me dicen que parece que sólo importan los europeos, que nadie está atento al drama de Siria, de África, de los kurdos. Tienen razón, en parte al menos.

Creo que nos llegan más los atentados de París porque están más cerca. Cuando digo más cerca quiero decir que hay proximidad geográfica y cultural. Es una cuestión psicológica, no moral. Por eso mismo, nos resultan aún más próximos los atentados de Madrid. Insisto en que un muerto cercano no vale más que un muerto lejano, simplemente nos toca más por ese cúmulo de proximidades.

Algunos también intentan, confusamente, comprender las razones. He hablado con una compañera del tema. Comprender no es lo mismo que justificar. Creo que debemos intentar comprender para poder evitar. Comprender es saber qué razones (más bien motivos) les llevan a matar. Supongo que es una mezcla de rabia, ignorancia, miseria, radicalismo religioso… Pero yo no lo sé, no me atrevo, porque hay muchos elementos fuera de mi capacidad de comprensión; el fundamental: muchos de los asesinos son inmigrantes de segunda e incluso tercera generación, nacidos y educados en el país contra el que atentan; muchos son personas integradas, con un buen trabajo. Pero algo les lleva a matar. Intentar entender esto nos daría muchas claves y tal vez soluciones.

Otra cosa es la justificación. Esto significaría admitir la legitimidad, y hasta la bondad, de sus actos. Se puede comprender y no justificar. Es más, el que justifica a menudo ni siquiera comprende porque hay un elemento de identificación emocional con los suyos (de nuevo los suyos, esta borrosa y peligrosa categoría tribal). No es necesario, creo, que uno entienda la procedencia, los objetivos y la frustración de un etarra para que cambie su reprobación. Puede comprender todo esto, pese a lo cual lo que hace el terrorista le parece repugnante, se lo sigue pareciendo.

Cuando se intenta comprender se responde a la pregunta: ¿por qué? Cuando se intenta justificar la pregunta es otra: ¿por qué es bueno (o malo)?

La muerte de niños sirios en bombardeos no justifica el asesinato de jóvenes disfrutando del ocio en el fútbol o en la sala Bataclan. El holocausto no justifica las matanzas en campos palestinos de refugiados. Y así hasta una infinita lista.

Muy elemental, como decía al principio. Algo que no debería tenerse que explicar. Un post innecesario.

viernes, 13 de noviembre de 2015

ONTOLOGÍA BLOGUERA

Es recurrente, ya lo sé. De cuando en cuando se cuela en éste, en otros blogs, la pregunta por el ser.

No es lo mismo preguntar por qué se escribe que indagar para qué se escribe. Mucho menos para quién.

Pienso en estas cosas mientras me pongo presentable una lluviosa mañana de domingo, que me gusta por su lentitud casi de ausencia.

Estoy hojeando un libro que escribió  Antonio Muñoz Molina hace algunos años, La vida por delante, y me pongo en su lugar, cosmopolita y reconocido escritor. Muñoz Molina sabe que escribe para alguien, pero no es lo mismo un artículo en El País Semanal que redactar Plenilunio. Sus públicos son diferentes, la atención, la disposición de tiempo…

El blog pone a disposición de cualquiera un espacio para escribir. La gente lee lo que uno escribe. A veces comentan.

Hace seis años que lo abrí. Treinta y pocos seguidores, media docena de fieles, amigos algunos. Dos de ellas (porque son ellas) absolutas desconocidas. Escribo sin saber por qué, pero agradezco sus palabras.

Lo de los seguidores no lo entiendo bien. Prefiero alguien que escriba alguna vez que 400 seguidores (no sé lo que esto significa: seguidores mudos, ¿seguidores de qué?, ¿lectores?).

Creo que todos los que estamos en esto poseemos un pasado (¿se posee el pasado?) de poemas perpetrados, relatos infames e ínfulas de escribidor sin formación ni fundamento. Un bloguero es alguien que no se ha rendido del todo.

También, creo, hay mucho de soledad. Escribo en la retiro de mi casa. Me acompañan Bach, Wim Mertens, Pat Metheny. Pero escribo solo y casi siempre cambiaría estas palabras escritas por otras susurradas. Un bloguero es también alguien que sufre de soledad en un laberinto y que entiende al minotauro en el relato de Borges.

No siempre, ya lo sé. Hay blogueros exhibicionistas. Se vanaglorian de sus ligues, de sus lecturas, de sus películas, del profundo conocimiento que ellos poseen del manga en su versión coreana, de la física de partículas… Es una variante feisbuquiana. Como también lo es ese picoteo en blogs ajenos para no decir absolutamente nada: una línea, un saludo, un “te sigo” (“me gusta”). Eso debe ser lo que se entiende por red social; algunos preferimos la caña y la paciencia. No sé si Hannah Arendt tenía razón con lo de la banalidad del mal, pero creo que hay una banalidad (rampante, ramplona y epidérmica) de la cultura, un disfraz, una máscara hecha de referencias mutuas y presencias fugaces. El equivalente a la antigua cultura de tapas de libros.

Escribo no sé por qué. Por necesidad, por una prisa que no sé de dónde viene ni a dónde conduce. Me acosa una ansiedad que el orfidal no remedia: es la consciencia o la patología de que la vida se me pasa y, como en el poema de Gil de Biedma, me doy cuenta de que iba en serio. Quiero creer que las palabras son terapéuticas, que lo que escribo interesa a alguien. Pero soy consciente de que lo utilizo también para pensar en voz alta, esto es, clarifico mis confusiones y obsesiones a medida que la gramática se me impone y disciplina, a medida que me fuerza a seguir la senda, la obligatoria educación y precisión que debo a quien esto mira de cuando en cuando.

La mayor parte de lo que leo no me interesa. La mayor parte de las personas con las que me cruzo diariamente y con las que hablo con urbanidad y decoro no me interesan. No digo esto con orgullo ni me arropo con un elitismo que no tengo derecho a esgrimir. Es el síndrome del poema de Gil de Biedma. Y seguramente me equivoco. Media docena de blogs me interesan mucho: sus autores también me interesan, aunque a algunos (algunas) no los conozco face to face. Hablo de comunicación, naturalmente, hablo de amor, de sucedáneos, de piel y conexión ADSL. Del tiempo y del espacio; en consecuencia, de física.

Será eso: al final la ontología es sólo una variante filosófica de la física. El ser. O que el no-ser nos produce horror vacui, yuyu, escozor y sarpullidos.


https://www.youtube.com/watch?v=l-ZfqxrRzxI

sábado, 7 de noviembre de 2015

SENTIMIENTOS/SUBVENCIONES

A raíz de alguno de los infinitos roces que se producen en un partido de fútbol, oí a un comentarista decir que no hay que mezclar fútbol y política. Supongo que quería decir que eso significaría llevar al fútbol a un lugar que no le corresponde, peligroso, ideologizado y sectario.

Pero no sé yo. Porque por mucho que lo pienso, pocas cosas están más imbricadas con la política que el fútbol.

Multitud de equipos lucen en sus equipaciones las banderas de sus comunidades autónomas; algunos incluso hacen de la bandera su camiseta. Otros lucen inequívocamente la enseña nacional.

Hace poco vi un partido en el que jugaba el Barcelona, ese equipo estupendo en el que lucen la senyera catalanes de pedigrí como Messi (argentino), Suárez (uruguayo), Neymar (brasileño), Iniesta (manchego), etc. Nada que objetar, desde luego, al cosmopolitismo balompédico, que me resulta más natural que ese amor a la tierra propio de épocas muy pasadas, del romanticismo de hace un par de siglos, pero cada cual hace en su equipo (con su dinero) lo que mejor le parece.

El dinero, eso es. El dinero. Los equipos de la tierra, de la estricta pertenencia al mapa, tienen un serio problema a la hora de competir con los de la chequera. Pese a todo, ambos hacen gala de ser los equipos de allí, los que representan a la ciudad, a la región, al país… Y eso no es tan sencillo de justificar. Veamos.

¿Representa a Barcelona el Barça o también el Español? Lo más inmediato sería decir que el Barcelona… que fue fundado por un suizo y era el equipo de los extranjeros de Barcelona, al contrario que el Español. Pero, claro, una cosa son los orígenes y otra los sentimientos actuales. Si no coinciden, una conveniente y orwelliana revisión del pasado es suficiente.

En este sentido, me llena de estupor la cancha que se da a dos ciudadanos respetables llamados Guardiola y Piqué, que se han manifestado reiteradamente en favor de la causa independista catalana o del derecho a decidir (no son equivalentes). Salen una y otra vez en los medios, como si sus argumentos fueran superiores en fuerza y verdad a los del panadero de Solsona, el maestro de Vic o el camarero de Salou. Sólo su relevancia deportiva justifica que se les escuche e incluso que les conceda un plus de atención (no digo de razón, que esto es otra cosa).

Estos deportistas, y otros muchos, terminan sus discursos cuando el Barcelona gana algún título con exclamaciones tipo “¡Viva el Barça y viva Cataluña!” (en catalán, naturalmente). Desde Hume sabemos que el hecho de que dos acontecimientos aparezcan seguidos hace a la mente humana percibirlos como si uno fuera la causa del otro. Esto es, si el Barcelona gana, eso engrandece a Cataluña. No insistiré en la falacia argumentativa, porque los emisores del mensaje tienen intención expresiva pero no informativa.

Cuando alguno de estos equipos tiene dificultades económicas, tira de instituciones y pide al Ayuntamiento, Diputación o Comunidad Autónoma subvenciones a fondo perdido. Al fin y al cabo, llevan el nombre de la ciudad por el mundo… Lo que conduce a una conclusión difícilmente discutible: esa ciudad gasta un dinero público en asuntos privados. Por ejemplo, si no estoy mal informado,  el Ayuntamiento de Valencia pagó el viaje a los aficionados para ver los últimos minutos de una final de Copa en Madrid suspendida por la lluvia; el Ayuntamiento de Mallorca sufragó la indumentaria con el color ad hoc a los aficionados del equipo para que la luciesen en otra final. Esas mismas instituciones que luego recortan o niegan un dinero necesario (eso sí, sin escudos ni banderas bien visibles), pero que pagan facturas millonarias a empresas privadas que juegan con los pies.

Yo creo que hay que subvencionar poco porque produce dependencia y clientelismo, cuando no pereza emprendedora. En asuntos deportivos, depende. A lo profesionalizado, nada; es decir, fútbol, baloncesto, balonmano… Otra cosa es el deporte de base, las canteras y aquellas especialidades que, o bien te dan facilidades, o cerramos el chiringuito. Estoy pensado en la gimnasia, la natación, etc. Pasa como en otros espectáculos. Que se subvencione el cine está bien en parte, porque si eso es para que puedan hacerse películas cuyos beneficios deberían devolverse a modo de inversión, estupendo. Si es para pagar una millonada al actor de turno a costa del dinero público que proviene de los impuestos de los que no ganarán en una vida de trabajo lo que ese actor en un mes…, pues no.

De modo que según y cómo. Por supuesto, nada de ceder al chantajista presidente del club (que representa a la ciudad) cuando lo ha conducido a la ruina. Apechugue con su gestión y no lloriquee, del mismo modo que no repartió con la ciudad el dinero de la venta de jugadores o de los escandalosos beneficios que producen las camisetas del equipo. Y, por favor, aficionados, el lugar del pensamiento está bien arriba.

domingo, 1 de noviembre de 2015

EL PERDÓN

En estos días he leído tres artículos sobre el perdón. En el primero, el Papa pedía perdón por los casos recientes de pederastia en la Iglesia; en el segundo, algún alcalde o alcaldesa (¿de Barcelona, de Cádiz?) sostenía que España debía pedir perdón por el genocidio en América a partir de 1492; en el tercero, un dirigente socialista exigía que una diputada de UPyD recién llegada al PSOE pidiese perdón a los socialistas ofendidos.

Creo que no son en absoluto lo mismo. Sin embargo, en todos hay algo común: alguien ha hecho algo que no ha gustado a otra persona o grupo, que pide algún tipo de reparación, al menos un gesto por parte del (supuesto) infractor u ofensor.

Desde luego, no creo que uno deba pedir perdón por actos cometidos por otros. Mucho menos por actos cometidos por otros hace 500 años, por mucho que nos una con ellos algo tan errático como la nacionalidad o la identidad (qué borroso concepto). De manera que eso de que “España debe pedir perdón” es una proposición asignificativa, porque no sé exactamente lo que es España: ¿los habitantes?, ¿los que tienen DNI?, ¿el gobierno?, ¿el parlamento?, ¿los del presente o también los del pasado? Estos últimos lo tienen crudo por razones obvias, pero no sé, puede probarse a ir dando golpecitos en lápidas y osarios…

El perdón, creo, es personal. Y directo, cara a cara si es posible. Requiere consciencia del mal causado y deseo de repararlo, al menos de reconocerlo. Que España pida perdón a América por lo que ha ocurrido durante 500 años es un brindis al sol. Obviamente, esto no quiere decir que lo que se haya hecho esté bien, eso es otra cuestión. Un análisis y valoración del pasado no implica que los vivos del presente deban pedir perdón por lo que se hizo hace tanto, lo que en absoluto significa que eso estuviese bien ni que pueda disculparse ni justificarse. Los vivos no son los responsables de lo que hicieron los muertos.

Algo parecido ocurre con lo de la Iglesia y el mal causado durante siglos. Sea la Inquisición, sea cualquier otro desmán, que la lista es larga. Me parece que a Galileo, a Bruno, a Darwin, etc., eso les trae al pairo desde hace tiempo. Otra cosa son los cientos, miles, de niños y no tan niños abusados, estigmatizados y traumatizados por los depredadores sexuales con cruz al cuello; los agredidos están vivos y tienen parientes y sus problemas laten con sangre. Ésos sí agradecen la petición de perdón. Aunque más agradecerían justicia y reparación en forma de código penal, juicio y eventual castigo de los culpables. Lo que no tengo muy claro es que sea el Papa precisamente el que deba pedir perdón. Porque o bien es cómplice por encubrimiento o bien no sabía nada. En el segundo caso, su responsabilidad sería por ignorancia culpable (no es poco); en el primero, debería responder igualmente ante la justicia. Aquí hablamos de problemas reales en el presente, de dolor en vivo y en directo. Nada comparable a un dolor por empatía histórica con afectados que nos dejaron hace mucho.

Lo del dirigente socialista ya me parece de traca. Si empezamos así, quiero que me pida perdón todo gobernante que ha insultado mi inteligencia, que me ha mentido, que me ha ninguneado, que me ha vilipendiado profesionalmente, que me ha exprimido fiscalmente, que ha metido a mi patria (porque en ella nació mi padre) en una guerra. También quiero que me pida perdón el arquitecto de muchas casas en las que he vivido, las mujeres que no me han hecho ni puñetero caso a lo largo de mi vida y se fueron con el de la moto (es metáfora), el fabricante de móviles que duran sólo dos años, las empresas de gas y electricidad que me cobran tanto por algo tan necesario. Quiero que me pida perdón el camarero que miró fugazmente las tetas de mi novia aquella noche veraniega en la que se escotó como le pareció más oportuno. Y quiero que ella me pida perdón por no escotarse más a menudo. Quiero que me pidan perdón los médicos que no han podido salvar de la muerte a mis familiares ya fallecidos. Quiero que me pidan perdón los amigos que no me han llamado los fines de semana que yo he necesitado y ellos estaban en otras cosas…

Si os da la risa por el último párrafo, a mí más. Creo que pedir perdón es necesario y es liberador, aún más para el que lo hace que para quien lo recibe. Pero ha de ser proporcionado y realista; de lo contrario es una comedia, una parodia del entendimiento universal y una cesión intolerable de nuestra libertad frente a la caterva infinita de los que se ofenden por nada. En ese caso, qué le vamos a hacer: oféndase. En los demás, hagámoslo, pidamos disculpas, hemos sido torpes y, como dijo aquél en Con faldas y a lo loco, nadie es perfecto.