No sé qué es un adolescente. En un
bicho raro. Ni es niño ni adulto. Responde a reglas propias, que es un modo de
decir que carece de ellas o que resultan incomprensibles. El adolescente acaba
de salir de la factoría Disney y se embarca en proyectos que le vienen grandes.
Quiere ser adulto antes de tiempo. Y le quedan muchos años de esa pantanosa
cronología que alguien ha inventado.
Porque antes eso no existía. Un niño
dejaba de serlo al abandonar la escuela para ponerse a trabajar, hacer la mili
inmediatamente y, como allí ‘te hacían un hombre’, a la vuelta ya estaba
preparado para formar familia y replicar los esquemas de sus antepasados. A las
niñas les cambiaba la vida la transformación sexual que las transmutaba en ‘mozas’
a las que había que casar pronto para que no se permaneciesen solteras a la
elevadísima edad de veintipocos añitos y se quedasen para vestir santos, como
se decía entonces.
Ahora la adolescencia empieza pronto.
Diez años, a veces antes. La biología impone un pequeño desfase entre sexos que
la industria del consumo se encarga de minimizar. Si vamos adelantando la cosa,
los años de potencial mercado se amplían. Y si logramos extender eso que
llamamos ‘juventud’ (‘adolescencia’ queda un poco viejuno, como ‘pubertad’),
mejor que mejor.
Todo el mundo habrá oído hablar del
síndrome de Peter Pan. Que nadie lo busque en la clasificación de enfermedades.
Un síndrome es un conjunto de síntomas de difícil catalogación, que parecen
responder a algo sin que sepamos a qué exactamente. Más que una enfermedad
parece una excusa o un fenómeno sociológico. En España hay mucho Peter Pan, parece
que somos uno de los países de Europa con más apego al hogar paterno: los
jóvenes de por aquí se van de casa a los 29 años, tres más que la media
europea.
No es fácil analizar este dato con rigor.
Sin duda, el precio de la vivienda era tan elevadísimo hasta hace poco que la
convertía en un lujo. Cuando ha caído, ha arrastrado a las condiciones de trabajo,
al trabajo mismo. De modo, que por unas cosas o por otras, nuestros jóvenes
prologan estadísticamente este periodo durante casi veinte o veinticinco años.
No todos, huelga decirlo.
Sin embargo, hay un grupo especial
que todos reconocemos: esos ‘peterpanistas’ que sí poseen ocupación remunerada
con cierta dignidad, que podrían independizarse y hacerse adultos de deberes,
pero prefieren serlo sólo de derechos, anclarse en esa juventud infinita y
gomosa. Son huéspedes en casa de los padres, van y vienen, comen, duermen,
tienen ropa pulcra y planchada… Si las cosas se tuercen, el plato de comida
nunca falta y la cama siempre tiene sábanas limpias. Algunos, con más suerte
aún, poseen casa propia pagada en cómodas mensualidades, aunque siguen haciendo
parada y fonda en el domicilio paterno y usando su lavadora. El propio se
utiliza básicamente como picadero y escenario de fiestas.
No se ve el final de tanta juventud y
el chicle hace tiempo que clausuró su vida útil. Milagrosamente, sigue
estirándose. Sospecho que muchas de las características de esta vida muelle (sólo
aparentemente: es una trampa) son las que padecemos cada día en el aula los
profesores de secundaria. Y no hablo sólo de los alumnos.
Procedencia de las imágenes
https://aminoapps.com/c/disney-amino-espanol-2/page/blog/este-es-un-adios/X0RK_MdtguRxgwglp0X6orPmplpKggZv76
http://gestaltcadiz.blogspot.com/2015/12/crecer-para-que-sindrome-de-peter-pan.html