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domingo, 30 de abril de 2017

‘STEFAN ZWEIG: ADIÓS A EUROPA’

He visto recientemente la película Stefan Zweig. Adiós a Europa. Si fuera Carlos Boyero, diría que no me conmueve. No soy Carlos Boyero, pero lo que me pasa con esta película es que no me conmueve.

Vamos por partes. La película tiene una factura técnica impecable. Ya empezamos… Pues sí, cuando alguien resalta esto, es que la peli no es buena. Se trata de una coproducción entre Austria. Alemania y Francia, dirigida por Maria Schrader en 2016. La música está bien, la fotografía es excelente y los actores absolutamente creíbles, lo mejor. Qué poco provecho se ha sacado de ellos.

¿Qué falla entonces? Sólo soy un espectador, no lo sé bien. Pero desde el punto de vista del que pagó su entrada y se sentó en la butaca, a la película le falta ritmo, pulso, pasión, convicción. Tal vez su guión no sea el adecuado. Porque cuenta y silencia, pone énfasis en algunos aspectos y obvia muchos, demasiados, sin que esas omisiones parezcan justificarse ni tener un significado fílmico.

Arranca muy bien. Zweig llega a Brasil camino de un congreso de escritores en Buenos Aires, allá por 1936. Excelentes minutos (los mejores, a mi parecer), muy especialmente cuando uno de los ponentes nombra a los escritores centroeuropeos que han sido asesinados, exiliados o encarcelados. Uno de ellos es Stefan Zweig, que está allí, incómodo, sin acabar de dar el paso de la condena al nazismo que asoma la garra.

A partir de ahí, la directora comienza a saltar por el tiempo y filma momentos de los años siguientes. Podían haber sido otros, algunos me parecen perfectamente prescindibles, como el largo paseo por la plantación de caña en la que nos dicen hasta cuántas se plantan en cada hectárea: 2000. Pues bien, interesantísimo, muy relevante. O el de la recepción en una hacienda por un alcalde que le obsequia con una orquesta que destroza a Strauss, con un ritmo entre infame y caribeño. Divertido, pero…

Aparece como de la nada su esposa, la joven Lotte, su antigua secretaria, sin que sepamos la historia, ni se nos cuenta ni casi se sugiere. Hasta que, en otra de las escenas, se encuentra con la primera esposa y se dicen ambas: “Señora Zweig”. Esto me parece más importante, especialmente porque la primera mujer tiene un papel central en la vida y obra del escritor. También porque la actriz (Barbara Sukowa) es de lo mejor de la película. La recordamos como Hannah Arendt en la película del mismo nombre (escribí un post hace tiempo: tercer enlace al final).

Pero la narración sigue, suceden cosas, se encuentra con un amigo, le regalan un perro… Parece en ocasiones que la directora quiere contarnos que Zweig transitó desde un estadio de escritor preocupado casi en exclusiva por su obra a intelectual comprometido con el destino de Europa y muy preocupado por la suerte de sus amigos y correligionarios judíos. Pero no acaba de centrar el tema, seducida tal vez por la estética tropical y un naturalismo absurdo. esteticista e intrascendente

En definitiva, los que conocíamos la vida y obra de Zweig nos sentimos (bueno, hablo por mí) decepcionados. Los que no la conozcan van a sentirse desorientados y no creo que sea el mejor modo de conseguir nuevos lectores. Demasiado extraña, demasiado errática.

Insisto: no me conmueve. (Por cierto, la crítica que hizo Boyero, en el segundo enlace).





domingo, 23 de abril de 2017

DÍA DEL LIBRO Y DÍAS DE LEER

Hoy es 23 de abril, día del libro. Bueno.

Hay quien dice que es preciso celebrarlo, que si Cervantes, que si Shakespeare… He leído un tuit de Lorenzo Silva que felicitaba a los que encontraban en los libros casa y emoción. Me gusta eso que dice. Yo lo encuentro a diario.

Comprendo que autores, libreros, editores y todos los que viven del negocio del libro lo celebren. Y me parece una bonita costumbre ésa de obsequiar rosas y libros, una maravilla, se me ocurren pocas cosas mejores que regalar (salvo, tal vez, los besos y el tiempo).

También indica una cierta carencia. Veo alharacas y fuegos artificiales en lectores anoréxicos. Es algo que me cuesta entender. Pero tampoco hacen daño a nadie.

Yo leo a diario desde que tengo uso de razón. Lo he hecho con frenesí e inconsciencia, de modo errático y explorando los filones que me ha apetecido. Otra cosa es lo que he tenido que leer por obligación escolar o profesional. No es lo mismo, aunque muchas de esas lecturas han terminado por ser placenteras. Pues yo asocio leer al placer, al tiempo libre, a la sombrilla, a la noche de verano, a la cama, a la sensación de irrealidad cuando voy en autobús y no sé dónde tenía que haberme bajado.

Digo muy a menudo que el lector de raza no necesita días. Ni reglas, ni fastos. Pero yo soy un lector. Ni siquiera un lector de libros; hace unos años me pasé al e-book. Leo mucho en ese formato y no comparto el romanticismo del papel. Sin embargo, no hice una mudanza completa. De hecho, hace unos meses que sólo estoy con libros físicos. Pero el formato digital y el invento del cacharro electrónico me parecen estupendos: es otra industria, pero las historias son las mismas y mi vista puede amoldarse al tipo de letra que el kindle me ofrece y mi biología indica.

Si me lo permiten ustedes, voy a ver si termino las tareas de la casa y preparo mi trabajo de mañana. Y, cuando me libere de las obligaciones, me lanzaré a uno de esos libros que muestra la fotografía.

Voy por la mitad del delicioso y melancólico Tren nocturno a Lisboa. Apenas llevo 28 páginas de En lo profundo del mar (suficientes: lo leeré con gusto), que me regalaron dos buenas amigas. CrisC se enfadará si no leo el de Safranski (para el verano, no me da el tiempo para más). Ayer me prestaron Patria, qué curioso, el mismo día le dieron el Premio de la Crítica, qué ganas le tengo. Y Juan de Mairena, que estoy releyendo a partir de un par de días en Soria y Segovia, dos de sus ciudades. Tengo una edición cochambrosa y absolutamente subrayada. Estoy redescubriendo al Machado del aforismo, casi tuitero. Una maravilla.

De modo que voy a dar a la luz este post y a ver cuánto tiempo saco hoy para leer.


jueves, 13 de abril de 2017

ESTOCOLMO


Estuve hace unos años, entre marzo y abril. Hacía un frío que a mí me parecía inaudito para esa época del año; a ellos les daba igual.

En unos pocos días ni siquiera se rasca la superficie de una ciudad, de modo que no voy a fingir conocimiento. Sólo unas impresiones y algún recuerdo.

Me sorprendió lo apacible que era la gente, lo confiada, lo amable. Encontrabas bufandas y otros objetos por la calle, a la altura de los ojos; nos dijeron que era para que la gente volviese y los recuperase.

Entramos en un bar, casi de noche. Al lado de la puerta dos jovencísimas (altas, rubias, ojos azules…) charlaban como cualquiera lo hace en cualquier parte del mundo. Se levantaron y fueron juntas al fondo del bar (a pedir algo, a los aseos…). Dejaron encima de la mesa su bolso y el consabido iPhone. La mesa estaba junto a la puerta y tras un cristal que permitía verlo todo. Pensé que se habían olvidado. Pero no, después vi que no eran las únicas y que debe ser estupendo vivir en una ciudad así.

Preguntamos a la recepcionista del hotel si había sitios y horas que debíamos evitar. Casi se ofendió, como si en Suecia fuera concebible la inseguridad.

Muy cerca estaba la calle dedicada a Olof Palme, ese primer ministro al que mataron al salir del cine con su mujer. No llevaba escolta. Una vez dijo en el programa La clave que en Suecia ellos gobernaban no para terminar con los ricos, sino para que no hubiese pobres.

Hace una semana, los suecos supieron lo que era sentirse amenazados, cuatro de ellos murieron por ese procedimiento (el terrorismo) que hace odiosa cualquier reivindicación: no hay ya distinción entre medios y fines, el medio es el fin.

Nuestro hotel estaba en esa calle (Drottninggatan). Recorrimos esa vía comercial muchas veces, buscamos lugares para comer y cenar, nos reímos y compramos algunos recuerdos como todos los visitantes.

Lo he visto por televisión. Los suecos no son más importantes que los españoles ni tampoco que los coptos, sirios o afganos. Lo que nos hace pensar más en ello es que estuvimos allí y que nos golpea más cerca.

Un anciano proclamaba al día siguiente en el lugar de los hechos que hay que detener la inmigración, que los extranjeros tienen la culpa, junto al gobierno que lo consiente. Una joven le replicó sin ira que dejase de sembrar odio. Ella quiere seguir viviendo en Suecia, en Estocolmo, no en el nuevo estado tomado por el miedo y la policía.




lunes, 3 de abril de 2017

UNAS PALABRAS EQUINOCCIALES

No tenía previsto escribir hoy. Hace una tarde estupenda y en poco más de una hora he terminado mis tareas más urgentes.  He salido a pasear y, de vuelta, hacer un alto en el Lidl y reponer mi maltrecha nevera.

Un compañero de trabajo, de ésos con los que sí te paras a hablar, ha sido la primera estación. Tras diez minutos de charla, una terracita al sol y una cerveza han terminado la conversación. Estando allí ha pasado otra compañera, amiga, que esperaba a su hija para llevarla al dentista. Unos minutos más de tertulia y unas risas cuando hemos visto a uno de mis estudiantes camino del gimnasio (ahora entiendo eso de que no tiene tiempo para estudiar, debe vivir allí).

En el super me fijaba en que el casi anciano que me antecedía (pocas cajas abiertas, por cierto) saludaba a muchas personas, con algunas intercambiaba frases de cortesía más o menos sinceras.

Camino de casa, otra vez mi compañera/amiga con su hija, ya esperando el autobús. Diez minutos más de amigable conversación (de libros y bibliotecas, la cabra tira al monte). Y, llegando al portal, me topo con otro antiguo compañero, nos quedamos hablando otros diez minutos. Pasa un conocido de ambos, camarero de los de antes, de los que hablan con el cliente pero no se toman familiaridades molestas. Nos cuenta que lo han jubilado los médicos por un tumor, afortunadamente superado. Confiesa que se aburre. Se despide de nosotros con una sonrisa y nos dice que lo de las Termópilas fue un juego comparado con lo que él ha pasado. Le creo, soy afortunado en eso.

Cuando llego por fin a casa han pasado casi dos horas. Perdidas, dirían algunos. O no. Los que hemos padecido la soledad recordamos que algunos días sólo hemos hablado con la presentadora del Telediario o con la cajera de Mercadona. Estoy recordando un libro del que ya hablé aquí, Alguien con quien hablar, de Ángel Gabilondo. Desde el título todo es bueno. La palabra es terapéutica, nos vacía y nos acerca. Nos escuchamos cuando creemos que alguien nos escucha. Escuchamos a otros y la vida se ensancha.

En no pocos casos quiero estar solo, pasear sin más compañía que el ruido del aire o la ópera que me regala la electrónica portátil. Busco las zonas de la ciudad en las que no voy a encontrarme a nadie, incluso me quito las gafas para fingir que  si no veo a nadie, nadie me ve.

Pero hoy me alegro de haber salido y de haber perdido el tiempo. Estamos en lo que llamo periodo equinoccial, los días se alargan, aún no hace un calor insoportable. Acabo de terminar evaluaciones y mi trabajo domiciliario es razonable. Algunos días prefiero el campo y su silencio. Aún no hay amapolas.

Y esta noche veré el programa de Luis García Montero. Como sabéis, es uno de los poetas que me susurra al oído:

He llegado al espejo de una casa
vestido con las ropas del otro domicilio.