Los profesores estamos en pie de guerra, diría si no fuera porque me suena todo demasiado violento. Pero revueltos, revoltosos y rebeldes desde luego. No todos, claro, los apesebrados, los de “los otros lo han hecho peor”, los acomodaticios, los miedosos, los que se juegan una cierta carrera en la administración, y muchos más, esos no. Los madrileños, después los castellanomanchegos, navarros, gallegos… En todos los casos hay algo común: por un lado la gota que ha colmado el vaso, por otro la arrogancia mendaz y de cortijo con que han tomado posesión de la enseñanza las huestes peperas. Que una cosa es que seamos unos mandados y otra que se nos trate como a siervos de la gleba.
La gota ha sido el decreto (con variantes) que las diversas comunidades autónomas han hecho: recortes, lo llamamos nosotros; ajustes, dicen ellos, que son capaces de hacer más con menos. En realidad hacen menos con menos, como indican las matemáticas elementales: hoy nos hemos enterado de que no se van a cubrir las bajas de menos de 20 días lectivos, esto es, un mes natural. Calidad de enseñanza, derecho a la educación, ay qué risa me da.
El sábado nos manifestamos en Madrid, la Castellana, la calle de Alcalá hasta donde se pierde la vista. Apenas unos segundos en los telediarios, un par de columnas en los periódicos, ninguneo y desprecio habituales: no quieren trabajar, esto es una utilización política, los de la ceja, los perroflautas, los del 15-M...
Hoy no tengo ganas de ponerme a debatir, pero sí a mostrar a mis colegas y amigos lo que allí vi en ese día luminoso y triste. Porque este no es nuestro lugar, nosotros somos los de la tiza, no los de la pancarta y la camiseta verde; a nosotros nos van los argumentos, no los eslóganes ni los megáfonos.
Pero no hay otra, lo siento.