Hace ya muchos años, demasiados, serví a la patria en eso tan
innecesario que llamábamos mili. Lo hice a través de aquella vía
especial que se llamaba escala de complemento, por la que los universitarios
podíamos alcanzar el grado de sargento o alférez y, con esos galones o estrellas,
pasar lo mejor posible los últimos seis meses, las prácticas.
No fue una experiencia grata, pero tranquilos, que no he
venido aquí hablar de la puta mili; no, al menos esta vez no. Escribo porque estoy
leyendo el libro El mal de Corcira, de Lorenzo Silva y cuando aparece la
brigada Chamorro me acuerdo de un brigada que estuvo conmigo, el brigada
Albarracín. Era mayor, más cerca de la jubilación que de la juventud. Por
supuesto, era muy mayor en comparación con mis veintipocos años. Junto con el sargento
Moratalla, lo mejor que me encontré allí. Bueno, he de añadir al capitán Macián,
mi capitán durante algunos meses, un tipo serio y bien formado, deportista,
culto, abstemio… No tuve mucho trato personal con él, pero me pareció siempre
un militar admirable.
El brigada Albarracín se ocupaba de todo lo relativo a
intendencia, es decir, ropa sobre todo, víveres y otros elementos necesarios
que no fuera el armamento. Cuando íbamos de maniobras gestionaba lo relativo a
la comida. Recuerdo una conversación con él en la tienda de campaña de
oficiales en la que le dije que me sorprendía lo buena que era la comida en
comparación con la del cuartel. Se sorprendió y se sonrió a la vez. Y me explicó
que intentaba hacer algo saludable, abundante y variado. Lo de abundante no
siempre era posible, pero lo cierto es que allí se veía la mano de una persona
preocupada por su cometido. Recuerdo que me dijo algo así: “Mientras yo me
ocupe de la comida, será buena”. Y lo era. Hacía maravillas con el presupuesto.
Era un tipo de fiar, de esos a los que puedes dejar todo tu dinero y las llaves
de tus propiedades, que te lo encontrarás a tu vuelta igual o mejor. Una
persona honesta.
Le he dado muchas vueltas a su modelo, que también veo en los
picoletos de Lorenzo Silva. Soy profesor y veo a veces deshonestidades que me
molestan por aceptadas, porque se han convertido en costumbre: copiar, fusilar
de internet, piratear cosas ajenas, mentir para conseguir más tiempo, fingir
enfermedades… Siempre se ha hecho, me dicen algunos. Pero ahora veo la
normalización, incluso el orgullo impúdico de la maldad exhibida. Y, lo peor, hay
muchos padres que se han convertido en abogados de sus hijos, que justifican lo
injustificable y nos ponen en aprietos a los docentes. Dentro de poco, los
abogados los vamos a necesitar los profesores.
Y por eso me he acordado del brigada Albarracín. Me comentó
un día que me admiraba porque yo tenía cultura. Yo, un pobre jovenzuelo con
cuatro libros mal leídos y peor digeridos. Cuando terminé la mili me
despedí de él y de muy pocos más. No le di un abrazo por pudor, pero le dije
que había sido un honor conocerle y ver cómo trabajaba. Se descolocó un poco -él
era aún más pudoroso- y me respondió que el honor había sido suyo y que estaba
seguro de que aprobaría las oposiciones y sería un buen profesor. Y se cuadró.
Creo que personas así son modelos y las necesitamos. De otros
he olvidado piadosamente su nombre y si los viese por la calle me cambiaría de
acera. Pero el brigada Albarracín encarnaba esa honestidad vital que tanto me
sigue gustando.
Y por todo eso que estoy pensando, y por el libro de Silva, hoy
me acuerdo de mi brigada, al que nunca tuteé porque él era un profesional, un
hombre hecho y derecho, y yo un jovencito al que más por azares que por méritos
propios, le habían cosido una estrella en la bocamanga.
Gracias por el ejemplo, mi
brigada.
Procedencia de las imágenes:
https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/8/85/Vintagedivi14.png
https://www.casadellibro.com/libro-el-mal-de-corcira/9788423357567/11405154