Mi despertador sonó a la hora en que el resto de los días ya
estoy trabajando. Una anomalía maravillosa que me privó del estrés habitual. De
modo que ducha, desayuno y calma. En el curro tampoco fue mal: buenos grupos y
clases que parece que salen solas e inspiradas. En una de ellas el Instituto
trajo a un especialista en prevención del estrés y relajación para hacer un
taller con los alumnos. Estuve con ellos y creo que me aprovechó más a mí.
Comida. Hacía buen día y nos sentamos en una terraza por un
precio muy razonable, sin demasiado calor. Conversación y discusión civilizada.
Café con hielo, que en otras geografías llaman “del tiempo” (con una rodaja de
limón, para los que lo ignoren).
A casa; breve cerrar los ojos y limpieza de los escasos
cacharros del desayuno. Tareas rutinarias y burocráticas en el ordenador; pero
no les di importancia ni sentí que perdiese el tiempo: simplemente hay que
hacerlas. El sol entraba por la ventana, suave, efecto llamada. De modo que mi
descapotable rojo se puso a llamarme desde el trastero.
Allá que fui. Mi descapotable tiene la curiosa costumbre de
disfrazarse de bicicleta. De modo que me subí en ese absurdo sillín, me calcé el
casco de colorines y, disfrazado con un maillot amarillo canario y un culote más o menos ridículo, pedaleé
hacia el campo.
Tengo la suerte de vivir en la ciudad (me gusta), pero muy
cerca del campo (me gusta más aún). En cinco minutos ya estaba en caminos de
tierra y piedras: una suave pendiente me obligaba a esforzarme. Diré la verdad:
mi estado de forma es lamentable, de modo que la cuesta apenas pronunciada se
me antojó a veces el Tourmalet. Pero fui disfrutando del verde campo castellano
hasta llegar a una zona con olivos. Era el momento de bajar, quitarme el casco
y sentarme bajo un árbol retorcido y elegante. Delante de mí, un campo sembrado
era mecido por el viento. Ningún sonido salvo el roce casi imperceptible de las
plantas. Un insecto aleteaba. No hacía calor.
De la mochila salió Luz
de agosto, de Faulkner, cuya prosa me abstrajo quince minutos. Cuando
levanté la vista pensé que la felicidad se parecía mucho a ese instante sin
nadie alrededor, sin música, sin tráfico; con un tiempo libre o liberado. Y
recordé las lecciones de respiración recibidas por la mañana y repetí los
ejercicios mentalmente.
No soy un entendido en los misterios del zen, mucho menos un
místico. Pero aquello tenía semejanzas. Y si alguien considera que esto es
irreverente o inadecuado conceptualmente, que no siga leyendo. No voy a
discutir con nadie por el nombre de esa vivencia.
A la vuelta me crucé con una pareja más que adulta cuyos ojos
desprendían alegría. Y, más cerca de la ciudad, a una joven que corría mientras
parecía maldecir por su naturaleza tendente al sobrepeso.
Antes de subir a casa aún leí unas páginas más de Faulkner en
el parque. Una amiga me dijo por whatsapp
que estaba pintándose las uñas de rosa fresa, lo que me pareció muy vital
en ese instante. Luego llamó otra amiga con la que compartí un tiempo en la otra
punta de la ciudad mientras la tarde caía y los músculos me recordaban mi edad
y excesivo esfuerzo.
Y, mientras hacía la cena, el Aleti ganaba épicamente al
Barcelona. Fue el único detalle no zen del día. Pero mentiría si dijera que no
me alegré, pues me pareció que culminaba todas las maravillas de las que
disfruté ese día en el que no pasó nada extraordinario y todo lo fue.