Todos hemos pasado por la fase de no prestar libros. Yo también,
aunque hoy me da lo mismo. Es más, creo que prestar tiene más elementos
positivos que negativos.
No obstante, vamos a hacer distinciones. Hay libros y libros.
Los del primer tipo son consumibles, periféricos, bisutería
de las baldas. Incluyo en este grupo casi toda la narrativa.
El segundo bloque lo constituyen los libros sustanciales y
los necesarios. Con estas categorías me refiero a todos aquéllos que precisamos
para trabajar, que son muy personales a fuerza de subrayados, anotaciones y
páginas dobladas. Los sustanciales son unos pocos, ésos que significaron algo
importante, libros dedicados, regalados por alguien especial en algún momento
esencial.
Éstos no se tocan. Sin embargo, prestar uno de ellos a
alguien es otorgar a esa persona una categoría también especial, pese a lo cual
hay que advertirle (yo lo hago) de que le mandaré a los geos si no me lo
devuelve en un plazo razonable.
El resto, ésos que no son joyas sino gangas de hipermercado,
pero que nos han dado algún que otro momento de placer, sí me parecen
prestables. Tanto como prescindibles. Yo me hago siempre la siguiente pregunta:
¿qué pasa si no me lo devuelve? La respuesta es casi siempre que no me importa,
de manera que lo hago. Dicen que sólo se debe prestar dinero si estás dispuesto
a que no te lo devuelvan; con los libros sucede algo parecido.
No tengo síndrome de Diógenes. De hecho, leo mucho en formato
digital por una cuestión de espacio en la casa. Y quiero ampliarlo, de modo que
en alguna ocasión presto con la condición de que no se me devuelva, o sea,
regalo. Hay algunos libros que no me han gustado demasiado: seguro que en otras
manos estarán mejor. Hay otros que algún antiguo amigo o novia me regaló y ya
no quiero saber nada de ellos: adiós.
Creo que algo hay de avaricia intelectual en algunas personas.
En otras, puro narcisismo. Y puede que manías, gustos y modos de ser que no
censuro: que cada cual haga lo que le parezca. Lo que no entiendo es el dogmatismo
exclusivista del que tiene que tener
sus libros y no puede prestarlos bajo
ningún concepto. Tan absurdo -creo yo- como el del que tiene que terminarlos.
Forma parte de las neuras de cada uno; neuras que, por cierto, he padecido en
distintos grados en algún momento de mi vida. Pero unas cuantas mudanzas
(físicas y mentales) y el paso del tiempo me están ablandando los principios.
Hubo un tiempo en el que apuntaba los préstamos y a los
prestatarios. Pero he perdido la libreta en alguna mudanza. Prefiero la activa
capacidad de olvido.