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domingo, 24 de noviembre de 2013

DESAVENENCIAS



Mis desavenencias con las palabras no son irrelevantes. Ni definitivas.

Están hechas de ignorancia y de impotencia, de eternidad, de espacios desérticos.

En ocasiones, las palabras rompen unilateralmente un contrato que alguna vez suscribimos. Pero no recuerdo sus cláusulas. Después quieren volver: no se lo permito. Dibujo su aspecto y no me agrada.

Alguien me susurra instrucciones en un idioma que no conozco. Tiene bellos ojos y sonríe despacio.

viernes, 15 de noviembre de 2013

LE TIROIR DES REFUSÉS

Acabo de terminar un librito, poco más que un entretenimiento, titulado El perfeccionista en la cocina. El narrador británico Julian Barnes cuenta con humor sus cuitas culinarias. El volumen es chispeante, pero no se justifica, ni mucho menos autoriza los inmerecidos elogios de la contraportada.

No obstante, tiene algunas observaciones muy ingeniosas. Por ejemplo, en la página 116 dice que algo “fue a parar al cementerio de elefantes de los chismes desechados, el tiroir des refusés”. Un poco más adelante habla de ese cajón: cuando el autor se decidió a hacer inventario y tirar lo inútil “vomitó ochenta y dos adminículos”. Al leer esto no he podido evitar soltar unas sonoras carcajadas. Porque a todos nos ha ocurrido algo parecido. Yo ahora atravieso una etapa más minimalista que barroca, y además tengo un buen trastero en el que sobra mucho espacio (o conservo escasas pertenencias), pero en otras épocas de mi vida fue una pesadilla el asunto de los cacharros inútiles. En el pasado compartí mi vida con una pareja con la que convivía en una casa pequeña y sin trastero. En el armario de la entrada había un altillo en el que se acumulaban todo tipo de trastos en perfecto estado: una pesada vajilla de inspiración china, un cuecehuevos para seis servicios, tres o cuatro fuentes de ponche (una de ellas con borde de plata), dos jarrones que con generosidad llamaríamos espantosos, una pequeña escultura presuntamente étnica de una mujer con turgentes y abundantes pechos (que vi a la venta en un chino unos años después), un horror de cristal tallado destinado a servir cacahuetes, galletas y otros aperitivos, un almirez herencia de alguna abuela, un par de manteles sobre los que no debería posarse plato alguno, una pieza de la lavadora…

Un mes de julio me dio la ventolera del orden, o la angustia vital, o la crisis de los cuarenta, quién sabe. Y, tras unas horas de limpieza y orden, decidimos que casi todo el contenido del altillo debía abandonar la casa. Me costó convencer a mi pareja, y seguramente aproveché algún momento de debilidad, pero el contenedor acogió toda esa basura que nunca utilizamos. Jamás me he arrepentido ni volvimos a mencionar el altillo de los horrores, como lo llamábamos. Es como esos hechos vergonzosos de los que es mejor no hablar, a ver si así hacemos como si no hubieran sucedido…

Hoy no hay en mi vida ningún tiroir des refusés. Incluyo en ese cajón que no existe alguna relación, muchas palabras, malos recuerdos, expectativas frustradas, libros no escritos…

Menos mal.

jueves, 7 de noviembre de 2013

CAMUS: 100 AÑOS

El 7 de noviembre de 1913 nacía el hijo de un pied-noir en Mondovi (Argelia). Su madre, Catalina Elena Sintes, de origen menorquín, era una mujer de escasa cultura, próxima al analfabetismo, casi sorda.

Menos de un año después, en octubre de 1914 murió su padre en Saint-Brieuc, en Bretaña. Había sido movilizado en la Primera Guerra Mundial. La madre tuvo que cuidar de Albert y de su hermano Lucien, sin recursos.

Tuvo un buen maestro de escuela y fue amparado por un sistema educativo que no dejó que se perdiera un talento como él. Y eso que hablamos de un tiempo en el que no había recortes porque no había nada que recortar. Su profesor de filosofía fue Jean Grenier. Tuvo amigos como Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Discutió con ellos en el Café de Flore. Se reunió con políticos y les aconsejó respecto a la guerra colonial, que vivió con desgarro, como todos aquellos que no están ni con unos ni contra otros, sino con la verdad y la justicia. Muchas de esas conversaciones tuvieron lugar en Lipp’s, frente al Café de Flore.

Con sólo 44 años le dieron el Nobel. Su discurso de agradecimiento puede escribirse hoy casi sin cambiar una coma.

Tres años después, en 1960, el coche que conducía Michel Gallimard se estrelló en Villeblevin, muy cerca de París. Está enterrado en Lourmarin, en la Provenza, pueblo en el que tuvo su último domicilio. Lo que no pudo la tuberculosis lo consiguió el más absurdo de los accidentes.

Ni una palabra en los telediarios. Nada. Es muy importante, según parece, que Messi recupere su instinto goleador, que Diego Costa sea llamado por Del Bosque. No es baladí, según dicen, que los tipos de interés bajen, que Twitter se estrene en Wall Street. Son esenciales para el futuro de España las conjuras palaciegas psocialistas y los últimos libros de Aznar y de González. Hoy; tenía que ser hoy. Cuando estas excrecencias cesen en su ruido fatuo seguiremos buscando las palabras de Albert Camus.

viernes, 1 de noviembre de 2013

LAS PELIS DE ZHANG YIMOU

Hay directores de cine cuyas obras se nos pegan al cuerpo desde el momento en que trabamos contacto inicial con ellos. Un día fui a los cines Aragón, en Valencia. Ponían Ju Dou (Semilla de Crisantemo) (1990), de un realizador chino del que no conocía nada: Zhang Yimou. La película llega al corazón desde los primeros fotogramas; es exótica pero golpea del mismo modo que si estuviera hecha por un director culturalmente más próximo. No cuenta más que una historia de amor imposible, un adulterio. Como se ve, nada nuevo: argumentalmente muy próxima a El cartero siempre llama dos veces, por ejemplo. Aún recuerdo los fogonazos de color cuando los tejidos recién teñidos eren descolgados. Y la protagonista, Gong Li, de la que estoy enamorado desde entonces, con su pasión prohibida, su dolor fingido…

Después llegó La linterna roja (1991), historia en la que varias mujeres se disputan la atención (y el poder, y el amor, y la relevancia social) de un rico terrateniente que distingue con una linterna la casa de la mujer con la que va a pasar la noche. Una historia feminista, pensé, de dolor, de existencia. Otra vez Gong Li.

Sorgo rojo (1987), aunque anterior, la descubrí después y en televisión. Tal vez por eso, me gustó menos. Me pareció menos universal, si se puede decir así. Pese a ello, es estupenda, pero claro, tras las dos anteriores. Gong Li, desde luego. Se sufre mucho.

Qiu Ju, una mujer china (1992), ¡Vivir! (1994), Ni uno menos (1999) y El camino a casa (1999) son las siguientes que fui a ver, según llegaban a la cartelera. De ellas tengo buen recuerdo, pero soy incapaz de evocar la historia que contaban. Siempre Gong Li, debe ser que empezaba a nublarme las entendederas en exceso.

Hero (2002) y, sobre todo, La casa de las dagas voladoras (2004), marchan una inflexión: se trata de cine… ¿épico? No sé cómo decirlo. La primera, indudablemente. La segunda tiene algo de mágico, otro poco de coreografía de artes marciales, mucho de poesía. Algo parecido ocurre con La maldición de la flor dorada (2006): gran despliegue visual, rencillas palaciegas, conjuras, batallas. Hermosa, un festival para los ojos.

Amor bajo el espino blanco (2010) la vi tras una manifa. Necesitaba mi dosis de buen cine. Y, aunque ya sin Gong Li, me maravilló que el director hiciese una apuesta tan arriesgada, jugándose toda la película con las cartas del sentimentalismo, siempre al borde de lo cursi, de lo no creíble. Y lo asombroso es que lo consigue tras caminar casi dos horas por el alambre, con unos prodigiosos minutos finales de sentimiento puro. Derramamiento de lágrimas, en absoluto sentimentalismo barato. Hay que verla. Y darse cuenta de que, tras la delicada historia de amor, se esconde una carga de profundidad: es también una película política. Muy política.

No ha llegado a la ciudad en la que vivo ahora Las flores de la guerra (2011), pero la he visto en casa, en una copia maravillosa en la que los apagados grises y marrones del paisaje de la batalla contrastan con los vivísimos colores de los vestidos, de las banderas, de las vidrieras. Una historia muy dura, con escenas casi insoportables. Y también una de las narraciones más puras que conozco de la heroicidad. Final impecable: no necesitamos saber más. En las guerras damos lo que somos y acabamos convirtiéndonos en lo que seguramente siempre fuimos.

El director tiene algunas otras que no conozco, pero creo que puedo recomendarlo a cualquiera con un poco de sensibilidad. Incluso a aquellos que aprecian especialmente la fotografía y la música. También a los que gusten de un cine algo menos al uso, pero no insoportablemente lento y tedioso. Zhang Yimou también dirigió la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Pekín, pese a que muchas de sus películas no se han visto en China por la visión que da del país y de su historia, no precisamente apologética.

En el debe hay que anotar su divorcio de Gong Li. Nobody is perfect




http://www.youtube.com/watch?v=4j4FW-uF-UU